La política de las palabras

José Luis Rodríguez Zapatero ha decidido afrontar la tribulación con la misma impavidez de siempre, como si fuera representante de alguna verdad indestructible que ni el tiempo ni el desastre pudieran devastar. Quien mejor ha expresado esa férrea determinación ha sido uno de sus más lúcidos alfiles, dicho sea sin ironía, el Ministro que habrá de encargarse del inmediato desmantelamiento de las inversiones públicas, el otrora Pepiño, quien ha declarado paladinamente: “¿qué nos han obligado a rectificar? Bueno, ¿y qué?”. No sé si José Blanco habrá leído a Lewis Carroll, pero sus palabras parecen una brillante anotación a la inmortal sentencia del huevo parlanchín: “lo importante es saber quién manda”.
ZP, al parecer, piensa, con el poeta, que le queda la palabra, y eso puede bastar a un pueblo que, en su imaginario, parece considerar incondicionalmente fiel, y vocacionalmente austero. Es sorprendente tal confianza en la palabra para salir indemne de los malos pasos, para convertir los fracasos más sonoros en ocasiones de rectificar con orgullo y al ataque. Es lo que tiene la palabra del verdadero líder, que siempre dice lo que el pueblo quiere y necesita oír; si el líder ha sido capaz de convocar al jolgorio, será igualmente vitoreado cuando su palabra nos llame al sacrificio, al ascetismo y al retiro para resistir una época de vacas flacas, sin duda breve.
Esta actitud del presidente puede considerarse como un signo de fidelidad a una tradición cuya legitimidad ha querido apropiarse de manera explícita, a la memoria republicana, al menos a una cierta interpretación de cómo fue nuestra segunda República. El siempre sarcástico Josep Plá la caracterizo como un régimen hablado, como una época de delirio en la que las palabras valían tanto o más que las cosas, y eso es lo que nuestro presidente considera inteligente y justo. Zapatero se siente a su gusto entre quienes estiman que la política es una realidad predominantemente verbal, un reino en el que todo se puede arreglar con palabras, y en el que, por consiguiente, las palabras nunca puedan representar un obstáculo considerable frente a la voluntad. Azaña había sido muy de la misma opinión, pues, como dijo en un discurso vallisoletano de 1932, “Felizmente, en política, palabra y acción son una misma cosa”.
Zapatero es, por tanto, decidido partidario de emplear a fondo el único recurso que no le ha de faltar, la insólita ligereza y libertad de su verbo, un instrumento con el que se siente capaz de las más insólitas hazañas. Es el remedio que aplicó a la crisis, hasta fingir su inexistencia, y será también el remedio que invoque para superar la decepción de quienes pudieran sentirse traicionados por sus promesas de ayer, esos que algunas encuestas consideran, de manera un tanto precipitada, irremediablemente perdidos para su causa.
Si los españoles cultivásemos con más cuidado la memoria, Zapatero merecería recuerdo eterno aunque solo fuera por una de sus grandes proezas verbales, por su “solución” a la incompatibilidad constitucional entre la nación española y la pretendida nación catalana. ZP lidió el asunto con envidiable vaporosidad de tuttologo al recordar que nación es un concepto discutido y discutible. Claro es que se le olvidó a nuestro presidente, esperemos que no le pase al Tribunal Constitucional, que la hermenéutica nos ha dotado de un arsenal de técnicas muy precisas para reducir el equívoco, de modo que se pueda seguir hablando con sentido. Basta, en realidad, con recordar que en la totalidad de los casos, las voces con alguna ambigüedad dejan de tenerla a medida que se precisa su contexto de uso, y que, por ello, el significado del término nación en un texto constitucional no puede considerarse de ninguna manera como un concepto equívoco. La creatividad verbal de Zapatero arrastró en este punto a su partido, al Parlamento nacional y al Parlamento catalán, para que luego algunos hayan hablado de que este país resulta ingobernable. Hay que confiar en que, en un órgano en el que la independencia es obligada, se sepa recordar que, como diría Orwell, aunque el partido se empeñe en ser inventor del helicóptero, no es así.
Josep Plá anotó muy oportunamente que “España es el país de Europa en el que las apariencias tienen más fuerza”, y el gobierno se apresta a fortalecer las apariencias con su indómita palabra: la apariencia de que todo se debe a agentes externos (movidos por quien todos sabemos), la apariencia de que se van a tomar medidas eficaces, la apariencia de que lo peor ya ha pasado, la apariencia de que con otros sería peor, y un sinfín de embelecos de este porte.
Lo tremendo no es que se emprendan estrategias vacuamente retóricas, sino que puedan resultar eficaces, que no encuentren el antídoto adecuado en quienes debieran enunciar políticas distintas, claras, valientes, persuasivas, deseosas de lograr nuevos adeptos, sin miedo a los costes que aparentemente pudieran conllevar.
[Publicado en El Confidencial]