Democracia y política


Algunos opinan que la teoría política trata simplemente de la naturaleza del poder; yo no. Creo que trata de los fines de la vida, de los valores, de las metas de la existencia social, de aquello por lo cual viven y deberían vivir los miembros de la sociedad, de lo bueno y de lo malo, lo correcto y lo erróneo.
[Isaiah Berlin, Conversaciones con Ramin Jahanbegloo]
Señor ‑replicó Sancho‑, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado.
[Cervantes, Quijote]
Se podría decir que la política es una de las actividades más específicamente humanas: sólo se desarrolla entre nosotros, siempre existe en las comunidades humanas, y es una de las que  más contribuye a hacer que las distintas sociedades, y los hombres que las componen, sean como son; el genio de Aristóteles destacó las dos notas esenciales para entenderla: el hombre no es ni una bestia ni un dios, y necesita vivir en ciudades, pero, frente al idealismo de Platón, quien añoró y se representó repetidas veces el ideal de la ciudad perfecta, supo ver que las comunidades humanas están compuestas de seres diferentes, que la polis es necesariamente un agregado de una gran diversidad de personas diferentes, no una tribu o una secta, y que, por tanto, aunque le convengan ciertas formas de unidad, no puede ser reducido a una unidad, rígida, absoluta, irrestricta, porque tiene una naturaleza, diríamos ahora, esencialmente conflictiva, aunque el Estagirita no haya sido especialmente sensible a este aspecto de la cuestión, me temo que no hubiera podido serlo. Podemos ver esto de una manera más, digamos científica o moderna: cayendo en la cuenta de que, por decirlo de algún modo, frente a lo que es corriente en el reino animal, los mecanismos de decisión colectiva y liderazgo ni están enteramente establecidos ni son preservados por el instinto. Por esta misma razón Hobbes pudo ver que la sustancia de la vida colectiva era la violencia, una guerra de todos contra todos, pero la exageración de este carácter le lleva a proponer una especie de tiranía consentida, una divinización del poder, de manera que la mera posibilidad de que exista la política supone un cierto desmentido de la solución hobbesiana, al menos en el plano, digamos, nacional (el hecho de que solamos llamar política a la política exterior no debe hacernos olvidar lo profundamente distinta que resulta, al menos hoy por hoy, de la política en sentido ordinario).
La naturaleza de la política responde plenamente a la realidad de las modernas sociedades democráticas, en las que la tiranía resulta detestable y en las que no se admite ningún modelo viable de sociedad perfecta, lo que no es obstáculo para que estas mismas sociedades consientan muchas veces en la práctica lo que rechazan en la teoría. Estas sociedades modernas son, a su vez, un fruto de la política, del esfuerzo de muchos para sobreponerse al poder indiscutido y fatal de las cortes, las iglesias y los reyes, aunque, insisto, esas instituciones tengan sus equivalentes modernos (los sindicatos, los partidos, las mafias, los monopolios, etc.) . La política crea un ámbito de igualdad esencial entre ciudadanos libres, una patria, y encuentra la solución a sus problemas en la aprobación de leyes, no en ninguna persona revestida de podres indiscutibles, ni en el mero criterio de nadie en particular. Esas leyes ni son ni pueden ser eternas, son expresión del consenso moral en que consiste la política y pueden ser cambiadas, deben serlo, con extraordinaria frecuencia, porque el ayer no es el hoy ni el mañana, porque la política se ejerce a la vista no solo de lo que podamos llamar la naturaleza del hombre, sino también de su historia, de su deseo de cambiar.

Lo que el burka oculta

Estamos tan atentos a las peripecias de la economía, que se nos escapa la importancia de cuestiones de menor apariencia, pero de gran trasfondo. Una de ellas es la que gira en torno a la discusión sobre si hay que prohibir el burka, o no. El caso del burka resulta, como veremos, una metáfora de nuestra escasa vitalidad para afrontar cuestiones decisivas. No debiéramos extrañarnos porque la política en España consiste con gran frecuencia en una especie de jibarización de los problemas, en reducirlos al tamaño que resulta adecuado para que no se lesionen, ni levemente, los intereses de los partidos.
El burka es un instrumento de ocultación, una prenda que evita la mirada, la evidencia. Pues bien, del mismo modo que el burka esconde la figura femenina, muchas opiniones que se vierten sobre el caso sirven para ocultar asuntos que asustan, de los que huimos como de la peste. Muchas de las opiniones que se vierten sobre su uso nos apartan de contemplar la complejidad y el calado del problema que nos plantea, un problema que, siendo grave en cualquier parte, es especialmente espinoso en España debido a nuestra situación geográfica y a nuestra herencia histórica.
Hay, al menos, tres puntos de vista sobre la cuestión que sirven más para confundir que para aclarar, que crean una confusión que habría que soslayar. El primero de ellos es el de la libertad de vestimenta, un principio que nadie discutiría entre nosotros; el segundo es el de la libertad de ostentar símbolos; el tercero es el de la libertad religiosa. Desde ninguno de esos puntos de vista habría nada que objetar al burka, porque los tres principios son de aplicación en un espacio en el que rija el respeto a la libertad, a eso que tan brillantemente definía Hayek al afirmar que la libertad consiste en que siempre pueda haber personas que hagan lo que no nos guste.
No nos atrevemos a reconocer con claridad los problemas que el burka nos plantea, porque nos enfrentan con argumentos distintos a cualquiera de los otros tres. El problema más obvio es el de si podemos consentir que en nuestro ámbito civil se dé marcha atrás al estatus de igualdad entre hombres y mujeres, cosa que, indefectiblemente haríamos si estuviésemos dispuestos a tolerar la exhibición pública de desigualdad y sometimiento que implica el burka. Parece evidente que no debiéramos tolerar esa discriminación, del mismo modo que no deberíamos oficializar la poligamia, consentir la ablación del clítoris, o mirar para otro lado si se castigara físicamente a una adúltera, o a un homosexual.
El segundo problema es más insidioso, porque, de manera escasamente gallarda, miramos para otro lado y tendemos a no ver lo que nos asusta. Sencilla y llanamente, el burka es un instrumento de conquista de nuestro espacio cultural, un comando moral en tierra extraña, un emblema de lo que acabaríamos siendo si no supiésemos reaccionar adecuadamente ante un riesgo mortal para el porvenir de la democracia liberal. La tolerancia con el burka significa la admisión en el seno de nuestra sociedad de comportamientos colectivos que atentan a nuestros principios culturales y políticos, y que, si llegasen a ser mayoritarios, cosa que demográficamente es perfectamente factible, acabarían, sin duda alguna, con nuestras libertades, tal como hoy día las conocemos y gozamos. La candidez y cobardía con la que damos por buena la admisión del burka profetiza nuestro sometimiento a una invasión, primero demográfica y cultural, pero que, inmediatamente se convertiría en dominación legal y política, una amenaza frente a la que debiéramos reaccionar cuando aún podemos hacerlo. La incapacidad para reconocer los problemas es uno de los síntomas principales de cualquier decadencia.
Es literalmente ridículo pretender que el problema del burka pueda abordarse a base de recetas vagas, de consideraciones inspiradas en principios delirantes. Eso es, justamente, lo que ha hecho el Gobierno ante una propuesta del Senado. Fíjense lo que ha dicho la ministra Aido, y cito literalmente: “La pregunta que nos tenemos que hacer es si también queremos condenar a las mujeres que tienen que llevarlo puesto. Yo considero que las mujeres que tienen que llevar el burka son víctimas del burka y creo que una prohibición general podría añadir más penalización, precisamente, a las víctimas del mismo”.
Son palabras que expresan una mezcla deletérea de ignorancia, sospecho que consciente, y de impotencia. Suponen un descalabro de cualquier lógica decente, y expresan con claridad la renuncia del Estado a imponer el orden legal. Son un canto a la rendición, con la esperanza de que los nuevos dueños respeten en un futuro no tan lejano los servicios del nuevo Conde Don Julián. Soy consciente de que el lector pudiera pensar que estoy exagerando, pero no más que quienes tratan de reducir este asunto a la condición de pelea de patio de vecinas, a un asunto en el que la señora Aído pueda tener algo que decir.