Un malestar difuso

El lunes, cuando las manifestaciones de jóvenes, como la de la Puerta del Sol, no eran un fenómeno tan visible como lo es hoy, escribí el siguiente análisis que se publicó en El Confidencial el martes y se mantuvo en la portada hasta el miércoles, cuando ya lo de Sol había pasado a ser espectacular. Creo que puedo repetir cuanto escribí, pero hay que esforzarse en distinguir las voces de los ecos, las novedades de lo de siempre, que nunca pierde oportunidad de sacar ventaja infringiendo, disimuladamente o con descaro, las reglas del juego; lo  importante no es eso, que no hay que ignorar, sino el malestar de fondo de mucha gente decente, desesperada, tal vez ingenua y confundida, pero que merece algo mejor de lo que les ofrecemos.
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No hace falta una capacidad muy aguda de análisis para constatar que, se mire por do se mire, el sistema político español está alcanzando unas altísimas costas de desprestigio, y que el malestar de muchísimos ciudadanos crece a ojos vista, muy especialmente entre las capas más ilustradas e independientes, de las que deberían nutrirse las instituciones políticas en una situación de plena normalidad. Las direcciones de los partidos, ocupadas siempre en un muy miope día a día, no son los lugares ideales para percibir con nitidez el fenómeno, pero mal harían en no analizarlo y tratar de buscarle remedio, y no mero lenitivo.
Este malestar no está, todavía, políticamente articulado, y afecta al conjunto de los partidos, más a los grandes, desde luego, y, muy especialmente, al partido en el poder, pero está creando un estado de opinión que supone una grave objeción a la forma de funcionamiento de esta democracia que, más pronto que tarde, debería de encontrar respuesta en una reforma de fondo que, de no hacerse bien y relativamente pronto, puede poner en un riesgo muy serio la viabilidad de la democracia.
Este malestar está cristalizando en un conjunto de ideas bastante coherentes a las que  nadie se ocupa de dar respuesta, confiando ciegamente en que la lealtad de los ciudadanos a la democracia, que nadie pone en cuestión, se traduzca inmediatamente en fidelidad a este sistema concreto que nos gobierna, lo que no es sino otro caso de cortedad de miras, del defecto de fondo que los descontentos señalan. Entre los argumentos que expresan el malestar de fondo, merece la pena destacar las siguientes:
1. Los partidos son sordos a los problemas reales de la sociedad española y los reducen, de manera irresponsable, a su aspecto puramente electoral; en consecuencia, las proclamas de los políticos tienden a parecer falsas, insensibles y oportunistas.
2. Como los partidos son conscientes de esta situación parecen haber decidido, hace tiempo, que no tienen nada que decir salvo a los muy convencidos, de manera que su acción política se vuelve dogmática, previsible y rígida. Ello acentúa más la distancia entre los ciudadanos y los partidos y convierte en retórica vaga cualquier intento de cumplir la función que les atribuye la Constitución de ser cauces de participación ciudadana.
3. Los ciudadanos tiene la impresión cada vez más firme de que la situación es inamovible y el bipartidismo reinante se les antoja una camisa de fuerza muy estrecha para la realidad en la que viven.
4. Técnicamente se dice que vivimos en un sistema de bipartidismo imperfecto, pero el sistema resulta ser imperfecto en otros muchos sentidos que provocan una honda frustración, por ejemplo, su incapacidad para consensuar reformas que todo el mundo entendería como necesarias, como la de la educación y la Justicia, o su resistencia interesada a poner remedio cierto y razonable a problemas que causan hastío y una ira sorda a muchos ciudadanos, como el terrorismo o, en otro orden de cosas, el abuso desmedido de determinadas fuerzas minoritarias.
5. Los políticos no inspiran ninguna confianza. Los electores no ven en ellos a personas, sino a siglas, y no comprenden su sumisión al liderazgo, por negativo que esté resultando al propio partido, como le ocurre ahora mismo al PSOE, ni la absoluta falta de iniciativa de la mayoría de ellos, además de su absoluto desinterés  por las cuestiones que realmente preocupan a quienes representan.
6. Cada vez se tiende a pensar más en los partidos como auténticas redes mafiosas en las que la protección de unos por otros es el mandato fundamental. Nadie puede entender el desinterés que muestran los partidos por limpiar sus propias filas y eso se interpreta, desgraciadamente, como una muestra de que la corrupción está metida en el seno mismo de las organizaciones, de manera que se tiende a pensar y a sentir que son los partidos mismos los  que promueven la corrupción como sistema para blindar su poder económico y la situación personal del conjunto del escalafón.
7. Por último, los electores piensan que el objetivo de los partidos es siempre distinto al que proclaman, de manera que les atribuyen una dosis estructural de mentira y de manipulación, una actitud que impide radicalmente cualquier intento de explicar con sinceridad, sin miedo, y de manera razonable las políticas que una buena mayoría de electores apoyaría. En consecuencia, los partidos se ven como meras máquinas para llegar al poder y permanecer allí el mayor tiempo posible, nada que ver, en último término, con someter propuestas a los electores para que estos decidan por si mismos lo que consideran mejor.
Este es el panorama una semana antes de unas elecciones decisivas. Muchos españoles van a interpretarlas, seguramente, como una manera de castigar a un personaje que les ha hecho mucho daño, pero el supuesto vencedor de esta convocatoria, haría muy mal en no darse cuenta de que tampoco ellos producen ningún entusiasmo.

Los jóvenes se manifiestan

Estos días han salido a la calle los jóvenes, eso se dice: lo que en realidad habría que decir es que han salido, por ejemplo en Madrid, 15.000 de los cientos de miles que seguramente hay. Mal comienzo es la patrimonialización juvenilista del movimiento. 
Se discute mucho el significado de este fenómeno, pero habría que partir de que esta clase de fenómenos no tienen un único significado sino, al menos, tantos como interpretes y/o como manifestantes, de manera que cualquier claridad sería prematura. Yo haré una anotación muy ambigua, que me parece precisa. Es bueno que los jóvenes se den cuenta de que las cosas están mal. Es pésimo que piensen que hay algo que arreglar gritando simplezas, o armando follón, aunque es posible que sea inevitable hacerlo y que quepa sacar de ello algo positivo. Veremos.  
De todas maneras, bueno sería que quienes se supone que dirigen el país se den cuenta de que algo empieza a oler a podrido, sin que quepa descartar del todo que alguno de los políticos que sabe jugar con varias barajas esté detrás de alguna de las razones que han llevado a esta sorprendente eclosión, que no lo sería menos por el hecho de que algún fantasmón de la más rancia izquierda haya estado mezclado con los manifestantes, además de la obviedad de que los antisistema son muy capaces de aprender pronto las malas artes de Batasuna.