Palo y zanahoria, o palo sin zanahoria

Comprendo que pueda parecer presuntuoso, pero estaba seguro de que Draghi iba a decepcionar a los mercados, según la terminología políticamente correcta. Hace tiempo que quienes mandan en la UE vienen haciendo con España una política uniforme y constante, buenas palabras y poco más. Esto puede irritar a quienes esperan una salvación desde fuera, los que sostienen el absurdo pulso con las instituciones de la UE, basándose en  la deletérea creencia de que España no puede hundirse sin hundirles a ellos, pero yo creo que la conducta de las instituciones financieras de la UE, a las órdenes de Alemania, es bastante racional, y que no va a cambiar, ni antes de que se pronuncie el Tribunal Constitucional alemán, que lo hará de la forma más desfavorable a nuestros supuestos intereses, ni tampoco después. Claro es que ni Mas ni Griñán han ayudado lo más mínimo a las hipotéticas dudas de Draghi, pero eso tampoco cambiará si no se hace lo necesario para que cambie.
Bien haríamos en tomar nota y en poner manos a la obra para  arreglar nuestros entuertos, graves, numerosos y crecientes dado el disparate en que estamos instalados; es evidente que esto no se va a  conseguir sin políticas ambiciosas y serias, pero para eso están los Gobiernos, y, si no se sienten capaces, cosa muy normal, deben dejar el paso a otros.

Generación Kindle

Una crisis que amenaza pudrirse

La literatura política ha echado mano de manera muy frecuente de la metáfora de la nave para referirse a los asuntos del Estado, a la deriva de los problemas nacionales. La nave española parece encontrarse ante una serie de amenazas que si no llegan a constituir la tormenta perfecta, tampoco le andan muy lejos. Seguramente lo más peculiar que nos pasa es que se han juntado varias situaciones agónicas, a la vez que hemos debido soportar los efectos de un desgobierno realmente muy pernicioso porque ha jugado con nuestras vidas y haciendas tratando de ahuyentar los peligros con frases pomposas y con acciones ridículas y contraproducentes. Además del castigo que siempre inflige un mal gobierno, sobre todo si es persistente, como es el caso, padecemos, al tiempo y como mínimo, una crisis financiera, una crisis de modelo productivo, una crisis constitucional, y una fortísima crisis de credibilidad, además de un buen número de graves desajustes en asuntos nada menores como la Justicia o la Educación.

Ante un panorama tan sombrío y amenazante, a mucha gente le pasa que no sabe si viene o si va, si ponerse a servir o tomar criada. Les ocurre lo que a los indignados, que saben dónde duele, pero ignoran la causa, y discuten de forma confusa y bastante primitiva, contaminada del voluntarismo poético con el que Zapatero ha deteriorado el ambiente,  sobre lo que habría que hacer. En una situación política normal, es evidente que estaríamos a punto de adoptar medidas excepcionales con el apoyo de todos, pero con la política que padecemos eso es hablar de lo excusado.
La solución que debiera imponerse desde un punto de vista lógico, una vez descartado por inimaginable, lo que es tremendo, un pacto de estado en forma de gran coalición, es la convocatoria inmediata de elecciones generales. Es lo que acabará sucediendo, porque apenas queda tiempo útil para otra cosa, pero hay que subrayar que nunca podrán tener el mismo efecto político unas elecciones que se convocasen con gallardía y convicción para pedir al pueblo, incluso con dramatismo, que  se pronuncie con claridad sobre las políticas contrapuestas, que unas elecciones a redopelo, que se celebren porque no se pueden evitar.
Como estamos ante este escenario, resultaría  verdaderamente preocupante que los fenómenos en que se concreta el clima de rechazo hacia las instituciones se volcasen sobre las elecciones y sobre su vencedor, que se arriesgaría a ganarlas con una notable merma de legitimidad.  Es obvio que una manipulación de tal calibre es poco sensata, pero la subversión y la alteración del orden, el clima que precede a las revoluciones, suelen tener poco que ver con la sensatez. Además, a quienes interesa que se generalice el motín, no necesitan que ninguna revolución triunfe; en realidad son tan enemigos de ella como los conservadores más recalcitrantes,  porque les basta la serie de beneficios marginales que creen obtener con la crispación, la tensión y el desorden, y no sería la primera vez que usasen este tipo de estratagemas para acrecer una colecta de votos muy mermada.
Como era previsible ante la gravedad del caso,  se ha desatado un proceso con características inéditas. Quienes se obstinen en interpretarlo, y en torcerlo, de manera partidista, tratando de poner en aprietos a un PP que es claro favorito para ganar las generales con amplitud, no deberían desechar la verosimilitud del efecto contrario, que el PP aumente sus votos por el miedo que desencadena un proceso de apariencia, al menos, revolucionaria.
Es muy lamentable la devaluación de la democracia que se denuncia por todas partes, porque además es muy injusta, muy poco inteligente. Cualquier persona que no sea ciega e insensible tiene que sentirse dolida con el daño que, por culpa de políticos mediocres y cobardes, se está haciendo a los principios de la democracia liberal por la que siempre han luchado los mejores de entre nosotros y que muchos jóvenes apenas pueden valorar porque, muy equivocadamente, los dan por descontados, ignorando que la libertad siempre está en riesgo y que, como dijo Jiménez Lozano, es una capa muy fina la que siempre separa la civilización de la barbarie. A pesar de todos su feos e ingentes defectos del presente, la democracia ha significado para España una época de progreso y de bienestar, nada común en nuestra historia.
Pase lo que pase, la convocatoria de elecciones tendrá que servir para restaurar la confianza en la democracia y en los valores que la hacen preferible, ahora muy deteriorados, y eso dependerá, sobre todo, de la grandeza de miras y del patriotismo de nuestros líderes, pero también de la inteligencia y el valor de quienes no estamos dispuestos a consentir que esta crisis se pudra, y, con ella, nuestra esperanza, y la de toda una generación que ahora está asustada y desesperada porque no tiene horizonte, porque nadie le ofrece otra cosa que becas inútiles, aplazamientos, subsidios y mentiras.
Publicado en El Confidencial

A vueltas con el canon

Un malestar difuso

El lunes, cuando las manifestaciones de jóvenes, como la de la Puerta del Sol, no eran un fenómeno tan visible como lo es hoy, escribí el siguiente análisis que se publicó en El Confidencial el martes y se mantuvo en la portada hasta el miércoles, cuando ya lo de Sol había pasado a ser espectacular. Creo que puedo repetir cuanto escribí, pero hay que esforzarse en distinguir las voces de los ecos, las novedades de lo de siempre, que nunca pierde oportunidad de sacar ventaja infringiendo, disimuladamente o con descaro, las reglas del juego; lo  importante no es eso, que no hay que ignorar, sino el malestar de fondo de mucha gente decente, desesperada, tal vez ingenua y confundida, pero que merece algo mejor de lo que les ofrecemos.
……
No hace falta una capacidad muy aguda de análisis para constatar que, se mire por do se mire, el sistema político español está alcanzando unas altísimas costas de desprestigio, y que el malestar de muchísimos ciudadanos crece a ojos vista, muy especialmente entre las capas más ilustradas e independientes, de las que deberían nutrirse las instituciones políticas en una situación de plena normalidad. Las direcciones de los partidos, ocupadas siempre en un muy miope día a día, no son los lugares ideales para percibir con nitidez el fenómeno, pero mal harían en no analizarlo y tratar de buscarle remedio, y no mero lenitivo.
Este malestar no está, todavía, políticamente articulado, y afecta al conjunto de los partidos, más a los grandes, desde luego, y, muy especialmente, al partido en el poder, pero está creando un estado de opinión que supone una grave objeción a la forma de funcionamiento de esta democracia que, más pronto que tarde, debería de encontrar respuesta en una reforma de fondo que, de no hacerse bien y relativamente pronto, puede poner en un riesgo muy serio la viabilidad de la democracia.
Este malestar está cristalizando en un conjunto de ideas bastante coherentes a las que  nadie se ocupa de dar respuesta, confiando ciegamente en que la lealtad de los ciudadanos a la democracia, que nadie pone en cuestión, se traduzca inmediatamente en fidelidad a este sistema concreto que nos gobierna, lo que no es sino otro caso de cortedad de miras, del defecto de fondo que los descontentos señalan. Entre los argumentos que expresan el malestar de fondo, merece la pena destacar las siguientes:
1. Los partidos son sordos a los problemas reales de la sociedad española y los reducen, de manera irresponsable, a su aspecto puramente electoral; en consecuencia, las proclamas de los políticos tienden a parecer falsas, insensibles y oportunistas.
2. Como los partidos son conscientes de esta situación parecen haber decidido, hace tiempo, que no tienen nada que decir salvo a los muy convencidos, de manera que su acción política se vuelve dogmática, previsible y rígida. Ello acentúa más la distancia entre los ciudadanos y los partidos y convierte en retórica vaga cualquier intento de cumplir la función que les atribuye la Constitución de ser cauces de participación ciudadana.
3. Los ciudadanos tiene la impresión cada vez más firme de que la situación es inamovible y el bipartidismo reinante se les antoja una camisa de fuerza muy estrecha para la realidad en la que viven.
4. Técnicamente se dice que vivimos en un sistema de bipartidismo imperfecto, pero el sistema resulta ser imperfecto en otros muchos sentidos que provocan una honda frustración, por ejemplo, su incapacidad para consensuar reformas que todo el mundo entendería como necesarias, como la de la educación y la Justicia, o su resistencia interesada a poner remedio cierto y razonable a problemas que causan hastío y una ira sorda a muchos ciudadanos, como el terrorismo o, en otro orden de cosas, el abuso desmedido de determinadas fuerzas minoritarias.
5. Los políticos no inspiran ninguna confianza. Los electores no ven en ellos a personas, sino a siglas, y no comprenden su sumisión al liderazgo, por negativo que esté resultando al propio partido, como le ocurre ahora mismo al PSOE, ni la absoluta falta de iniciativa de la mayoría de ellos, además de su absoluto desinterés  por las cuestiones que realmente preocupan a quienes representan.
6. Cada vez se tiende a pensar más en los partidos como auténticas redes mafiosas en las que la protección de unos por otros es el mandato fundamental. Nadie puede entender el desinterés que muestran los partidos por limpiar sus propias filas y eso se interpreta, desgraciadamente, como una muestra de que la corrupción está metida en el seno mismo de las organizaciones, de manera que se tiende a pensar y a sentir que son los partidos mismos los  que promueven la corrupción como sistema para blindar su poder económico y la situación personal del conjunto del escalafón.
7. Por último, los electores piensan que el objetivo de los partidos es siempre distinto al que proclaman, de manera que les atribuyen una dosis estructural de mentira y de manipulación, una actitud que impide radicalmente cualquier intento de explicar con sinceridad, sin miedo, y de manera razonable las políticas que una buena mayoría de electores apoyaría. En consecuencia, los partidos se ven como meras máquinas para llegar al poder y permanecer allí el mayor tiempo posible, nada que ver, en último término, con someter propuestas a los electores para que estos decidan por si mismos lo que consideran mejor.
Este es el panorama una semana antes de unas elecciones decisivas. Muchos españoles van a interpretarlas, seguramente, como una manera de castigar a un personaje que les ha hecho mucho daño, pero el supuesto vencedor de esta convocatoria, haría muy mal en no darse cuenta de que tampoco ellos producen ningún entusiasmo.