¡Qué bien funciona Muface!

Viernes. Hacia el final de la mañana, me dirijo a Muface, una mutualidad de funcionarios de la que soy partícipe voluntario y que me cuesta un buen dinero al mes, para que me den el visado para cierta medicina que me acaba de recetar un médico especialista.  Una vez en la delegación de Madrid, y tras una cola considerable, un funcionario muy atento me informa de que, aunque la indicación del médico es para un año entero (lo que exige el tratamiento), sólo me pueden dar el visado correspondiente para dos meses. Le hago notar que me parece una restricción poco razonable, porque carece de sentido obligar al paciente (y nunca mejor dicho) a hacer seis visitas perfectamente inútiles a esa dependencia. Me dice que no se puede hacer nada y lo argumenta en función del período de validez de las recetas, una entidad teórica seguramente introducida en el sistema para agilizar casos como el presente. Le pregunto si acaso hay temor de que los pacientes especulen con las recetas en el mercado negro o algo así y me dice, con lo que le queda de sonrisa, que él no puede hacer nada,  justamente lo que suele decir un funcionario consciente de su lugar en el mundo y de los derechos imprescriptibles que le son inherentes, el primero de los cuales parece ser el derecho a  la inocencia.

Me conformo con aceptar la inevitabilidad de ese sextuplo de desplazamientos, siempre tan agradables en una ciudad abierta como es Madrid, y le ruego que proceda a facilitarme el visado. Me entero entonces de que el tal visado está reservado a un inspector médico que, casualmente,  “no se encuentra”, según confirma una jefa que aparece por allí, entiendo que alarmada por la amabilidad del personal de ventanilla que debe parecerle poco funcional. Pregunto entonces cuándo se va a “encontrar” el inspector médico (no hago notar que ese término es un oxímoron porque no quiero líos) y me responde que vuelva la semana que viene. Le digo que iré el lunes y la funcionaria jefe, que ya se ha hecho con el control de la situación, porque comprende que se encuentra ante un peligroso anarquista, me dice que el lunes no estará, que venga otro día. Intento enterarme de qué está haciendo exactamente el ausente, pero veo que eso puede acabar con un parte por lesiones y renuncio a esa curiosidad malsana. Con la mayor de las modestias, la del perro apaleado, pregunto si podría tener alguna manera de saber en qué momento podrá la ausente eminencia personarse en la oficina y realizar esa parte de su inmenso y delicado trabajo que me afecta personalmente. La funcionaria jefe aprecia reticencia en mi afán de concretar, de manera que se pone en jarras y comienza, con voz potente y ademanes de indignación dignos de un Catón, a recordarme que yo también soy funcionario y que, como debería saber muy bien, todos los funcionarios cumplen escrupulosamente sus rudas obligaciones y que el inspector ausente (lo que también es otro oxímoron, pero tampoco lo digo) es una persona muy ocupada. Le aclaro que yo no soy funcionario, sino mutualista voluntario, le digo que el inspector concernido puede ser todo lo competente que quiera, pero que no parece nada puntilloso, me temo, en eso de la obligación de presencia, como se dice ahora. La funcionaria me espeta que quién soy yo para poner en duda el recto proceder de, nada menos, que todo un inspector, y yo le digo que no pongo nada en duda, que me limito a constatar la desaparición del experto y, también, que no se le espera en las próximas jornadas, lo que, además de no ser  ni  razonable ni ejemplar, constituye un mal caso para que la funcionaria ejerza su derecho inalienable al magisterio moral mientras defiende la ineficiencia de sus servicios.

La cosa podría haber seguido indefinidamente pero, dado que, en el fondo, considero que el asunto es irremediable, me limito a protestar del mal servicio y a indicar  que probaré suerte en otra vida. El amable funcionario inicial acude en mi auxilio (este tipo no hará carrera) y me pide un teléfono para avisarme cuando el inspector comparezca y haya podido completar el complicado estudio de mi caso. Puede que me haya salvado la tecnología, pero ya veremos, porque cabe pensar que la jefa le impida utilizar el teléfono para llamar a un móvil por aquello de la contención del gasto (modelo Sebastián).