Dogmatismo y mercado político

Si se pregunta a los españoles cómo valoran a los políticos, su respuesta no es nada halagüeña; algunos pensarán que este es un fenómeno reciente, pero bastará echar un vistazo a lo que ocurría en los primeros años de la democracia para certificar que ese desapego tiene  raíces más hondas de lo que parece. Lo que ocurre es que, quien más y quien menos, se acuerda de la resonante victoria electoral del PSOE en 1982, una mayoría absoluta con 202 diputados sobre un total de 350, e interpreta ese dato como una muestra de entusiasmo con los políticos de entonces, lo que no sería cierto. Los socialistas se beneficiaron entonces del suicido de la UCD, y de que muchos pensaran que esa era la mejor manera de ahuyentar para siempre los fantasmas del tejerazo, pero poco más.
En general, pues, los políticos españoles son juzgados conforme a unos criterios muy exigentes, y, sin que yo pretenda ninguna apología especial de su trabajo, si querría advertir que, en el caso de que decidieran pasar de las musas al teatro, seguramente ninguno de esos severos críticos obtendría mejores resultados que los que habitualmente se adjudican a los que, de hecho, ocupan actualmente el escenario político.
Hay varias razones para que esto sea así. La primera de ellas es que cada español tiene una ideología muy peculiar, y es por comparación con esa su plantilla como juzga el rendimiento de los que supone suyos, lo que, como es previsible, le conduce prontamente al desencanto. Ni que decir tiene que los adversarios están condenados de antemano. Una segunda razón está, a mi modo de ver, en que el voto de los españoles y sus tendencias políticas está mayoritariamente determinado por creencias y fidelidades, es decir, es muy poco flexible. Si los españoles pudiesen desprenderse de su voto, y votar algo distinto a lo que votaron, no tendrían tanta tendencia a desesperar de los políticos. Lo malo es que, como se sabe, las posibilidades de voto son habas contadas, y eso tampoco favorece la movilidad, consolida el cainismo y las formas muy extremas de polarización, lo que, en consecuencia, hace que los templados de cualquier partido sean vistos, por lo general, como gente sin convicciones ni valor. 
Hay dos fenómenos que me parece conviene examinar para entender el comportamiento electoral de los españoles. El primero es el de las discusiones sobre fútbol, en las que la mayor parte de la gente es incapaz de renunciar a la premisa mayor de que es verdad lo que favorece a su equipo, y falso lo que le perjudica, planteamiento que, entre otras cosas, impide el placer del deleite con el fútbol ajeno y el gustazo, aún mayor, de no estar sometido a servidumbres atávicas. Un segundo asunto es la popularización del tipo de debates que constituyen eso que llamamos la televisión basura, allí donde toda inmundicia tiene su asiento, un espacio público en el que todo queda reducido al insulto, al vocerío, a la sal gruesa y sin el mínimo gusto, y en el que ni siquiera es concebible que alguien escuche, y menos que trate de comprender, lo que diga la víctima, el adversario. Lo malo es que esta clase de criterios de debate y de identificación no están reducidos exclusivamente a temas menores, sino que han adquirido carta de naturaleza en muchos espacios en los que cabría esperar otras conductas, en la vida universitaria, por ejemplo, o en las elecciones internas de los partidos, cuando se celebran, en las que la etiqueta imperante exige acudir a las urnas con la papeleta que a cada cual le entregue el mando.
En resumidas cuentas, lo que seguramente ocurre es que estamos haciendo una democracia en una sociedad en la que abundan más el autoritarismo y las mafias que el debate abierto, características que no son del todo incompatibles con el individualismo que tanto se nos atribuye, y que encajan a la perfección con la tendencia a imponer nuestros criterios por las buenas o por las malas, siempre que se pueda, o, por el contrario, cuando no se pueda, comportarse mansamente, y mirar para otro lado aparentando un desinterés olímpico.
La solución más simple para esta clase de carencias sería alguna especie de milagro, pero no es frecuente que acontezcan. La única alternativa, por tanto, es la de tratar de cambiar las cosas desde abajo, pacientemente, aunque sin pausa. Los partidos políticos no podrán seguir siendo el coto cerrado que son, si los españoles se empeñan en participar activamente en la vida pública, en dar sus opiniones, en debatir, en exigir que las cosas colectivas se discutan públicamente, y con argumentos cada vez mejores, si cada cual, en sus respectivos ámbitos, se dispone a ejercer sin cortapisas su derecho a opinar y a respetar sin dobleces los argumentos que expongan los adversarios, Esa es la única manera en que resultará posible mejorar algo la calidad del mercado político, pero, aunque sea  por primera vez, la revolución tendrá que empezar desde abajo, como todo lo que ha merecido la pena.
[Publicado en El Confidencial

La limpieza de sangre

Así se denominaba en la España de inicios de la modernidad al supuesto honor de no tener antecedentes familiares de otras religiones, de no guardar parentesco ni con judío ni con musulmán. Esa clase de honores ya no se llevan entre nosotros, o no se llevan tanto, pero no podemos decir que se haya abandonado la costumbre de disputar por la pureza. Ahora los blasones son de otro tipo, pero sigue vigente el procedimiento declamativo, y el juicio de honor, en lugar de debatir tranquilamente las cuestiones. Muchos españoles se cuidan de que nadie ose poner en duda ni sus convicciones, ni sus lealtades, y exhiben con orgullo el cerrilismo de no entrar siquiera a examinarlas. Se tratan como si fueran cosa de honor, eso en lo que, al parecer, nadie nos gana.

Aquí hay una permanente carrera por bien quién es más ecologista, más antinuclear, o más nacionalista, y en todos los casos se pierde la estupenda oportunidad de poner en duda los prejuicios, las creencias que, a nuestro parecer, nos hacen ser lo que somos. En consecuencia, son infinitos los que actúan como si una convicción cualquiera fuese el argumento máximo. Es la herencia indeseada de la supuesta supremacía moral de la izquierda, que se sirve, lo que es paradójico solo en apariencia, con los modos autoritarios de la derecha de siempre, con desprecio al discrepante, y con la amenaza de Inquisición y del tormento. Debatir es cosa de cobardes, de traidores, de indignos. Dudar es una vileza.

Así se entiende, por ejemplo, que la señora Cospedal haya entrado en trance al saber que un alcalde de su partido ha cometido la felonía de ser consentir que su municipio sirva de sede a un cementerio nuclear. Cospedal debió de pensar que a ella a antinuclear no le gana nadie, faltaría más, y arremetió contra el hereje con las mismas armas de cualquier inquisidor, con la fe ciega de quien sirve a ideales inmarcesibles, a principios que solo un infame desalmado puede poner en duda. Por si nos faltaba poco, ahora tenemos también una derecha antinuclear que, para no perder la costumbre, en lugar de analizar, lanza anatemas.