Baroja, Rubia y Oakeshott

Una de mis citas favoritas ha sido siempre la de Baroja, dejemos las conclusiones para los imbéciles. Es favorita, sobre todo in foro conscientiae, porque decirla en voz alta, como ahora, te puede crear enemigos innecesarios. Me he acordado de ella tras leer en una pagina web dedicada a temas de filosofía de la mente un par de referencias a algo que yo había leído, a un artículo de F. J. Rubia, y otros que lo acompañan, en el último número de Revista de Occidente sobre viejas cuestiones como el determinismo, la libertad, la memoria y el cerebro. Son temas que nunca te consigues quitar del todo de encima si te dedicas a según qué clase de filosofías, y, tras haber leído algunos cientos de páginas, y haber escrito unas decenas, casi sólo te quedan perplejidades y una cierta sensación de abismo que te hace sospechar de tratamientos más ligeros, aunque se supongan bien informados. Así, los que se dedican a maquinar con el cerebro suelen creer que saben cosas que los demás, según su parecer, ignoramos, y seguro que es así, pero es muy frecuente que ignoren hasta qué punto están manejando ideas que desconocen, cargadas de problemas y de paradojas, llenas de historia, pero que ellos confunden con los nombres de una avenida mediterránea. En estas estaba cuando me tropecé con un libro extraordinario de Oakeshott que me había regalado hace unos años un amigo y que no había leído hasta la fecha. Leerlo ha sido un placer, un verdadero festín para la inteligencia, bueno, eso creo, y he buscado unas líneas que subrayé que, aunque parezcan no tener nada que ver con lo anterior, me parecen muy iluminadoras. Dice el filósofo británico: “La ley y la moral normalmente tienen el mismo centro pero no la misma circunferencia”. Abunda la gente que se coloca en un centro y se dedica a cerrar la circunferencia de las ideas hasta que se confunde con las suyas, más o menos eso es lo que se suele llamar una conclusión.

Zapatero no es tan malo

No quisiera dar la sensación de que el espíritu navideño me haya conducido al desvarío, de tal modo que, en una bienintencionada confusión, hubiera podido olvidar las más notorias hazañas de nuestro presidente. No es eso, no es eso. Lo que ocurre es que he leído en alguna parte que Alfonso Guerra ha decidido que ya es hora de cambiar de líder en el PSOE, y presumo que su análisis no se derive directamente de la admiración al Maquiavelo de León. Ha sido esta recomendación guerrista la que me lleva a defender, relativamente, a Zapatero.
Veamos: en primer lugar, si Zapatero fuese tan malo, peores serían los que le han sostenido, entre otros Guerra, de modo que aunque nos felicitemos del arrepentimiento, no podemos olvidar el disparate colectivo de sus secuaces y aduladores, de los miembros de la gran orquesta roja y oportunista, proporción que se autoregula muy adecuadamente. No hay más que recordar lo de Russell, en una democracia los elegidos nunca pueden ser peores que los electores, pues cuanto mayor fuere la maldad de aquellos, peor sería la calaña de quienes los consagran.
Zapatero es, por tanto, y, en cierto modo, el mejor de los suyos, y por tal lo han tenido durante años, meses y días. Lo que ocurre es que ahora han descubierto que ya no vende, que vende peor incluso que ese pésimo adversario de derechas que nunca se sabe si va o si viene. Bien, pues que sean consecuentes: lo que ocurre no es que Zapatero sea malo, y, menos aún, que se haya vuelto malo de repente. Lo que ocurre es que las políticas de Zapatero son espantosas, que no sirven más que para empeorar las cosas.
Lo grave es que esas políticas de Zapatero no son solo suyas sino que son, sobre todo, de quienes ahora le critican y lo echan de más. En realidad casi es posible que Zapatero no sea socialista ni pro-nacionalista: escogió ser eso como podía haber sido cualquier otra cosa, lo que ahora está intentando ser, por ejemplo, pero lo escogió, precisamente, porque eso era lo que le pedían los suyos.
Cuando los partidos se confunden y no aciertan a ser lo que tienen que ser, tienden a perder el tiempo discutiendo sobre el liderazgo. Eso ha pasado casi infinitamente en la derecha, Fraga, Suárez, Hernández Mancha… e tutti quanti, hasta que llegó Aznar, el que se fue antes de tiempo. Ahora le puede pasar al PSOE, ya le ha pasado en cierto modo con Almunia, Borrell, hasta que saltó la sorpresa de Zapatero. De tal modo el PSOE olvidó hacer sus deberes, buscar una política razonable y coherente, atractiva a ser posible. Como no la ha encontrado, Zapatero ha ejercido la vieja política que heredó de Felipe González, sin la astucia y la largueza del sevillano. Es la política del PSOE lo que es malo, no Zapatero. Es la demagogia social, el cainismo frente a la derecha, la falta de respeto a la ley y a la Constitución, la ausencia de una ética pública exigente, su rendición ante el nacionalismo, que no es otra cosa sino la manifestación de su afán de poder a cualquier precio, el dogmatismo autocomplaciente de la izquierda… esto es lo que hace aguas, y no Zapatero, aunque su elección seguramente haya sido una de las peores que jamás se hayan hecho en una democracia.

La disonancia moral de cierta izquierda

Cualquiera que haya reflexionado mínimamente sobre lo difícil que resulta cambiar los hábitos de conducta, reconocerá el acierto de aquella afirmación del Príncipe de Lampedusa, según la cual es preciso que todo cambie para que todo siga igual. En particular son muchos los españoles que, acostumbrados por nuestra larga tradición católica a plantear las cosas en términos teológicos, como una lucha entre el Bien y el Mal, emplean de manera bastante inconsciente esa contraposición para juzgar los acontecimientos políticos, y caen como pardillos en la trampa de promover en la práctica aquello que creen detestar en la teoría. Este fenómeno que se conoce como disonancia cognitiva, puede resultar sorprendente a los poco avisados, pero es muy fácilmente identificable para cualquiera que se dedique a los estudios sociales. Pondré un par de ejemplos muy fáciles de comprobar; un cierto porcentaje de votantes de izquierda se identifican como liberales en las encuestas del CIS, aunque, en la práctica, voten políticas explícitamente antiliberales.

Hay un ejemplo muy reciente y, dicho sea de paso, más doloroso, de esa disonancia. Apenas puede haber alguna duda de que si se preguntase a los españoles, en especial a los de izquierdas, si son partidarios de alguna clase de privilegios, contestarán con una rotunda negativa, y es incluso probable que se sintiesen agredidos por la mera pregunta. Y, sin embargo, buena parte de esos decididos enemigos, supuesta y radicalmente opuestos a cualquier privilegio, no dudan en defender determinados privilegios cuando el caso, por las razones que fuere, les pueda convenir. Piénsese, por poner un ejemplo muy obvio, en la oposición de ciertos sectores de izquierda a alguno, o a todos, los procesamientos que amenazan al juez Garzón. Nadie lo dice de manera abierta, pero tras muchos de los argumentos que se han empleado en su defensa, se esconde una doctrina absurda y contradictoria que todos ellos rechazarían si se les preguntase abiertamente por ella. La doctrina que dicen defender se podría formular del siguiente modo: “todos los españoles son iguales ante la ley”, pero lo que de hecho defienden con su oposición al procesamiento del conocido juez, es un argumento que se expresaría mejor del siguiente modo “todos los españoles son iguales ante la ley, salvo que se trate de juzgar a quienes tenemos por un héroe, por un santo o por un símbolo”. También dirían que están de acuerdo con que “todos los españoles tienen el derecho de acceder en condiciones de igualdad a la justicia”, pero en la práctica defienden con rotundidad una versión totalmente diferente del principio, a saber, “todos los españoles tienen el derecho de acceder en condiciones de igualdad a la justicia, salvo que sean de extrema derecha, o pretendan juzgar a un intocable”.

Estos supuestos izquierdistas que se dejan dirigir por argumentos de calidad intelectual enteramente impresentable, están haciendo realidad en la práctica el principio totalitario que tan brillantemente satirizó Orwell en su Rebelión en la granja: “todos los animales son iguales, aunque unos son más iguales que otros”.

La izquierda debería alarmarse de que cualquiera de los suyos emplease argumentos tan obscenamente opuestos a una igualdad esencial para cualquier demócrata, la igualdad ante la ley. El problema está en que muchos supuestos izquierdistas siguen pensando en términos teológicos, que aprendieron en la época franquista, y creen todavía que sólo la verdad tiene auténticos derechos; naturalmente no se les pasa por la cabeza ni el absurdo de esa idea, ni la estupidez de pretender que solamente ellos están en esa supuesta verdad. Para esta gente, la alternancia democrática es un invento de Satanás y, consecuentemente, dedican gran parte de sus energías a atacar a cualquiera que parezca una amenaza a sus derechos imprescriptibles a imponerse.

Pensar por cuenta propia suele ser psicológicamente muy costoso, puesto que nos señala como elementos peligrosos en el seno del clan. Muchos son incapaces de vivir a la intemperie, sin esos lazos de lealtad y sumisión, especialmente fuertes cuando se transforman en un mecanismo de retribución, en un interés material o simbólico. Por eso me parece que uno de los signos más alentadores de este momento es que haya jueces que se atrevan a ser independientes, que se rebelen frente a la sumisión a los caprichos y arbitrariedades de los políticos, que rechacen el comportamiento servil de los jueces complacientes. Desde que el PSOE destruyó el modelo judicial que establecía la Constitución, con la amable aquiescencia de ese PP que siempre confía en la herencia, los jueces han estado sometidos a una tutela casi vergonzosa. Que algunos de ellos se atrevan a desafiar los privilegios de los políticos, y a desenmascarar a quienes han confundido su función con la de instrumentos de la mayoría dominante, es una noticia extraordinaria.

Gramática y política

Una buena muestra de nuestra tradición autoritaria, de que los trabucaires del XIX se han convertido en la policía del pensamiento de nuestra época, es el hecho, realmente inaudito, de que a los que mandan les haya dado por emprenderla con la gramática, eso sí, sin entender ninguna de sus razones. Como consideran que los españoles somos como un hato de ganado, creen que nos pueden dar cuatro órdenes y nos ponemos en fila, aunque lo sorprendente es que el sistema funciona, no con todos, pero sí con muchos.

Un buen amigo, Andrés de la Poza, me manda un texto en el que se ponen al descubierto algunas de las memeces de la neo-lengua de las Pajines. Lo transcribo sin más, pues creo que es lo que desearía la, para mí, desconocida autora, una profesora de música en un instituto público.

CONTRA LA TONTUNA LINGÜÍSTICA, UN POCO DE GRAMÁTICA BIEN EXPLICADA

Yo no soy víctima de la LOGSE. Tengo 48 años y he tenido la suerte de estudiar bajo unos planes educativos buenos, que primaban el esfuerzo y la formación de los alumnos por encima de las estadísticas de aprobados y de la propaganda política. En párvulos (así se llamaba entonces lo que hoy es «educación infantil», mire usted) empecé a estudiar con una cartilla que todavía recuerdo perfectamente: la A de «araña», la E de «elefante», la I de «iglesia» la O de «ojo» y la U de «uña». Luego, cuando eras un poco más mayor, llegaba «El Parvulito», un librito con poco más de 100 páginas y un montón de lecturas, no como ahora, que pagas por tres tomos llenos de dibujos que apenas traen texto. Eso sí, en el Parvulito, no había que colorear ninguna página, que para eso teníamos cuadernos.

En EGB estudiábamos Lengua Española, Matemáticas (las llamábamos «tracas» o «matracas») Ciencias Naturales, Ciencias Sociales, Plástica (dibujo y trabajos manuales), Religión y Educación Física. En 8º de EGB, si en un examen tenías una falta de ortografía del tipo de «b en vez de v» o cinco faltas de acentos, te suspendían.

En BUP, aunque yo era de Ciencias, estudié Historia de España (en 1º), Latín y Literatura (en 2º) y Filosofía (en 3º y en COU). Todavía me acuerdo de las declinaciones (la 1ª.: rosa, rosa, rosa, rosae, rosae, rosa en el singular; -ae, -ae, -as, -arum, -is, -is, en el plural; la segunda;-us, -e, -um, -i, -o, -o, en el singular; -i, -i -os, -orum, -is, -is, en el plural; no sigo que os aburro), de los verbos (poto, potas, potare, potabi, potatum, el verbo beber), de algunas traducciones («lupus et agni in fluvi ripa aqua potaban; superior erat lupus longeque agni»: el lobo y elcordero bebían agua en el río; el lobo estaba arriba, lejos del cordero; «mihi amiticia cum domino erat»: yo era amigo del señor).

Leí El Quijote y el Lazarillo de Tormes; leí las «Coplas a la Muerte de su Padre» de Jorge Manrique, a Garcilaso, a Góngora, a Lope de Vega o a Espronceda… pero, sobre todo, aprendí a hablar y a escribir con corrección. Aprendí a amar nuestra lengua, nuestra historia y nuestra cultura. Aprendí que se dice «Presidente» y no Presidenta, aunque sea una mujer la que desempeñe el cargo.

Y… vamos con la Gramática. En castellano existen los participios activos como derivado de los tiempos verbales. El participio activo del verbo atacar es «atacante»; el de salir es «saliente»; el de cantar es «cantante» y el de existir, «existente». ¿Cuál es el del verbo ser? Es «el ente», que significa «el que tiene entidad», en definitiva «el que es». Por ello, cuando queremos nombrar a la persona que denota capacidad de ejercer la acción que expresa el verbo, se añade a este la terminación «-nte». Así, al que preside, se le llama «presidente» y nunca «presidenta», independientemente del género (masculino o femenino) del que realiza la acción. De manera análoga, se dice «capilla ardiente», no «ardienta»; se dice «estudiante», no «estudianta»; se dice «independiente» y no «independienta»; «paciente», no “pacienta»; «dirigente», no dirigenta»; «residente», o «residenta”.

Y ahora, la pregunta del millón: nuestros políticos y muchos periodistas (hombres y mujeres, que los hombres que ejercen el periodismo no son «periodistos»), ¿hacen mal uso de la lengua por motivos ideológicos o por ignorancia de la Gramática de la Lengua Española? Creo que por las dos razones. Es más, creo que la ignorancia les lleva a aplicar patrones ideológicos y la misma aplicación automática de esos patrones ideológicos los hace más ignorantes (a ellos y a sus seguidores).

No me gustan las cadenas de correos electrónicos (suelo eliminarlas) pero, por una vez, os propongo que paséis el mensaje a vuestros amigos y conocidos, en la esperanza de que llegue finalmente a esos ignorantes semovientes (no «ignorantas semovientas», aunque ocupen carteras ministeriales).

Lamento haber aguado la fiesta a un grupo de hombres que se habían asociado en defensa del género y que habían firmado un manifiesto. Algunos de los firmantes eran: el dentisto, el poeto, el sindicalisto, el pediatro, el pianisto, el golfisto, el arreglisto, el funambulisto, el proyectisto, el turisto, el contratisto, el paisajisto, el taxisto, el artisto, el periodisto, el violinisto, el taxidermisto, el telefonisto, el masajisto, el gasisto, el trompetisto, el violinisto, el maquinisto, el electricisto, el oculisto, el policío del esquino y, sobre todo, ¡el machisto!

La limpieza de sangre

Así se denominaba en la España de inicios de la modernidad al supuesto honor de no tener antecedentes familiares de otras religiones, de no guardar parentesco ni con judío ni con musulmán. Esa clase de honores ya no se llevan entre nosotros, o no se llevan tanto, pero no podemos decir que se haya abandonado la costumbre de disputar por la pureza. Ahora los blasones son de otro tipo, pero sigue vigente el procedimiento declamativo, y el juicio de honor, en lugar de debatir tranquilamente las cuestiones. Muchos españoles se cuidan de que nadie ose poner en duda ni sus convicciones, ni sus lealtades, y exhiben con orgullo el cerrilismo de no entrar siquiera a examinarlas. Se tratan como si fueran cosa de honor, eso en lo que, al parecer, nadie nos gana.

Aquí hay una permanente carrera por bien quién es más ecologista, más antinuclear, o más nacionalista, y en todos los casos se pierde la estupenda oportunidad de poner en duda los prejuicios, las creencias que, a nuestro parecer, nos hacen ser lo que somos. En consecuencia, son infinitos los que actúan como si una convicción cualquiera fuese el argumento máximo. Es la herencia indeseada de la supuesta supremacía moral de la izquierda, que se sirve, lo que es paradójico solo en apariencia, con los modos autoritarios de la derecha de siempre, con desprecio al discrepante, y con la amenaza de Inquisición y del tormento. Debatir es cosa de cobardes, de traidores, de indignos. Dudar es una vileza.

Así se entiende, por ejemplo, que la señora Cospedal haya entrado en trance al saber que un alcalde de su partido ha cometido la felonía de ser consentir que su municipio sirva de sede a un cementerio nuclear. Cospedal debió de pensar que a ella a antinuclear no le gana nadie, faltaría más, y arremetió contra el hereje con las mismas armas de cualquier inquisidor, con la fe ciega de quien sirve a ideales inmarcesibles, a principios que solo un infame desalmado puede poner en duda. Por si nos faltaba poco, ahora tenemos también una derecha antinuclear que, para no perder la costumbre, en lugar de analizar, lanza anatemas.

¡Que inventen ellos!

Ayer uno de esos periodistas que pueden pasar por personas cultas, ya sé que no hay muchos, dijo que había que olvidar la frase de Unamuno (el «¡que inventen ellos!») porque nos había hecho mucho daño.

Unamuno escandalizó con esa frase, pero lo peor ha sido el equívoco que se ha creado en torno a ella. Unamuno pretendía responder a los positivistas sin ambición, haciéndoles ver que antes que imitar la ciencia foránea, lo que había que hacer era tener vivo el espíritu, y no se cansaba de reprochar a los españoles esa vaguedad espiritual que es la raíz de nuestros males, de la falta de ciencia también.

Por una serie de curiosas vericuetos Unamuno ha sido interpretado como una especie de energúmeno opuesto a la ciencia, a la técnica y a la razón. Lo que Unamuno zahería no era la ciencia sino el conformismo, también en ciencia. Unamuno estaba muy cerca del espíritu cajaliano en su actitud frente a la investigación, claro que también Ramón y Cajal decía de sí que no era un sabio sino un patriota. Lo que molestaba a Unamuno era nuestra tendencia a imitar, a no arriesgar en nada. Lo curioso es que ese es el auténtico espíritu científico, una capacidad para no convertir la ciencia en una fe muerta, en un sistema.

Unamuno no es culpable de otra cosa que de haber tratado de despertar al Quijote que hay detrás de cada Sancho demasiado conformista, un Sancho que, por mucho que se disfrace de científico y de moderno, sigue siendo el creyente acomodaticio y dogmático que tanto abunda entre nosotros.