Dogmatismo y mercado político

Si se pregunta a los españoles cómo valoran a los políticos, su respuesta no es nada halagüeña; algunos pensarán que este es un fenómeno reciente, pero bastará echar un vistazo a lo que ocurría en los primeros años de la democracia para certificar que ese desapego tiene  raíces más hondas de lo que parece. Lo que ocurre es que, quien más y quien menos, se acuerda de la resonante victoria electoral del PSOE en 1982, una mayoría absoluta con 202 diputados sobre un total de 350, e interpreta ese dato como una muestra de entusiasmo con los políticos de entonces, lo que no sería cierto. Los socialistas se beneficiaron entonces del suicido de la UCD, y de que muchos pensaran que esa era la mejor manera de ahuyentar para siempre los fantasmas del tejerazo, pero poco más.
En general, pues, los políticos españoles son juzgados conforme a unos criterios muy exigentes, y, sin que yo pretenda ninguna apología especial de su trabajo, si querría advertir que, en el caso de que decidieran pasar de las musas al teatro, seguramente ninguno de esos severos críticos obtendría mejores resultados que los que habitualmente se adjudican a los que, de hecho, ocupan actualmente el escenario político.
Hay varias razones para que esto sea así. La primera de ellas es que cada español tiene una ideología muy peculiar, y es por comparación con esa su plantilla como juzga el rendimiento de los que supone suyos, lo que, como es previsible, le conduce prontamente al desencanto. Ni que decir tiene que los adversarios están condenados de antemano. Una segunda razón está, a mi modo de ver, en que el voto de los españoles y sus tendencias políticas está mayoritariamente determinado por creencias y fidelidades, es decir, es muy poco flexible. Si los españoles pudiesen desprenderse de su voto, y votar algo distinto a lo que votaron, no tendrían tanta tendencia a desesperar de los políticos. Lo malo es que, como se sabe, las posibilidades de voto son habas contadas, y eso tampoco favorece la movilidad, consolida el cainismo y las formas muy extremas de polarización, lo que, en consecuencia, hace que los templados de cualquier partido sean vistos, por lo general, como gente sin convicciones ni valor. 
Hay dos fenómenos que me parece conviene examinar para entender el comportamiento electoral de los españoles. El primero es el de las discusiones sobre fútbol, en las que la mayor parte de la gente es incapaz de renunciar a la premisa mayor de que es verdad lo que favorece a su equipo, y falso lo que le perjudica, planteamiento que, entre otras cosas, impide el placer del deleite con el fútbol ajeno y el gustazo, aún mayor, de no estar sometido a servidumbres atávicas. Un segundo asunto es la popularización del tipo de debates que constituyen eso que llamamos la televisión basura, allí donde toda inmundicia tiene su asiento, un espacio público en el que todo queda reducido al insulto, al vocerío, a la sal gruesa y sin el mínimo gusto, y en el que ni siquiera es concebible que alguien escuche, y menos que trate de comprender, lo que diga la víctima, el adversario. Lo malo es que esta clase de criterios de debate y de identificación no están reducidos exclusivamente a temas menores, sino que han adquirido carta de naturaleza en muchos espacios en los que cabría esperar otras conductas, en la vida universitaria, por ejemplo, o en las elecciones internas de los partidos, cuando se celebran, en las que la etiqueta imperante exige acudir a las urnas con la papeleta que a cada cual le entregue el mando.
En resumidas cuentas, lo que seguramente ocurre es que estamos haciendo una democracia en una sociedad en la que abundan más el autoritarismo y las mafias que el debate abierto, características que no son del todo incompatibles con el individualismo que tanto se nos atribuye, y que encajan a la perfección con la tendencia a imponer nuestros criterios por las buenas o por las malas, siempre que se pueda, o, por el contrario, cuando no se pueda, comportarse mansamente, y mirar para otro lado aparentando un desinterés olímpico.
La solución más simple para esta clase de carencias sería alguna especie de milagro, pero no es frecuente que acontezcan. La única alternativa, por tanto, es la de tratar de cambiar las cosas desde abajo, pacientemente, aunque sin pausa. Los partidos políticos no podrán seguir siendo el coto cerrado que son, si los españoles se empeñan en participar activamente en la vida pública, en dar sus opiniones, en debatir, en exigir que las cosas colectivas se discutan públicamente, y con argumentos cada vez mejores, si cada cual, en sus respectivos ámbitos, se dispone a ejercer sin cortapisas su derecho a opinar y a respetar sin dobleces los argumentos que expongan los adversarios, Esa es la única manera en que resultará posible mejorar algo la calidad del mercado político, pero, aunque sea  por primera vez, la revolución tendrá que empezar desde abajo, como todo lo que ha merecido la pena.
[Publicado en El Confidencial

El arte de razonar o las patadas a la lógica


Me parece que Descartes repite a Montaigne cuando dice aquello de que la inteligencia es el patrimonio mejor distribuido por Dios, ya que todo el mundo cree poseer la  mejor parte. Esto explica en buena medida la tendencia que tenemos a no dejarnos convencer por razones ajenas, las que otros nos muestran u ofrecen, pero hay una causa, me parece, de mayor peso, especialmente entre nosotros, a saber la distinción entre lo propio y lo ajeno que se traduciría en una máxima moral casi suicida pero que goza de enorme aprecio popular: prefiero mi interés y mi creencia, aunque pueda consistir en un error de bulto, en un disparate, a cualquier verdad ajena, a cualquier juicio que no sea el mío. Se trata, en suma, de la subordinación de la lógica al interés.
Siempre me ha llamado la atención las distorsiones que esa deformación acaba causando en las inteligencias comunes; tal vez el mejor ejemplo sean las discusiones acerca del fútbol en las que la mayor parte de la gente entra con la premisa mayor de que es verdad lo que favorece a mi equipo, y falso lo que le perjudica, planteamiento que, entre otras cosas, impide el placer del deleite con el fútbol ajeno y el gustazo, aún mayor, de no estar sometido a mandatos atávicos.
Nuestra mala educación, me refiero a la educación formal, aunque de los buenos modales también pueda decirse otro tanto, comienza con el estúpido autoritarismo de los profesores que impide radicalmente a los alumnos la libre expresión de sus ideas, que coarta su espontaneidad intelectual e impide la corrección lógica, y amable, de sus posibles errores. Esta tendencia al solipsismo lógico, que ya traemos de la escuela, se ve enormemente acentuada con la popularización del tipo de debates que constituyen eso que llamamos la televisión basura, allí donde toda inmundicia tiene su asiento, un espacio público en el que la mínima lógica es vilipendiada, y en el que únicamente se impone la fuerza ilógica del poder. Desgraciadamente, me temo que eso es lo que más gusta a muchos españoles, a quienes se identifican con enorme facilidad, Dios sabrá por qué, con los intereses de quienes más profunda y despiadadamente les sojuzgan.

Un hombre que se lleva los millones

Hay un poema de Cesar Vallejo, “Un hombre pasa con un pan al hombro”, que retrata cruel e irónicamente el absurdo de fingir la normalidad ante cierta especie de sucesos. Lo recordaré entero, porque es bellísimo:
Un hombre pasa con un pan al hombro
¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?
Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su
[axila, mátalo
¿Con qué valor voy a hablar del psicoanálisis?
Otro ha entrado a mi pecho con un palo en la
[mano
¿Hablar luego de Sócrates al médico?
Un cojo pasa dando el brazo a un niño
¿Voy, después, a leer a André Bretón?
Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre
¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?
Otro busca en el fango huesos, cáscaras
¿Cómo escribir, después, del infinito?
Un albañil cae del techo, muere y ya no almuerza
¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?
Un comerciante roba un gramo en el peso de
[un cliente
¿Hablar, después, de cuarta dimensión?
Un banquero falsea su balance
¿Con qué cara llorar en el teatro?
Un paria duerme con el pie a la espalda
¿Hablar, después, a nadie de Picasso?
Alguien va a un entierro sollozando
¿Cómo luego ingresar en la Academia?
Alguien limpia un fusil en su cocina
¿Con qué valor hablar del más allá?
Alguien pasa contando con sus dedos
¿Cómo hablar del no‑yo sin dar un grito?
Hay algo que, leyéndolo ahora, llama poderosamente la atención, a saber, que no se refiera a la corrupción política, que no haya un verso que aluda al que abusa de la confianza que depositamos en él para enriquecerse de manera vergonzosa. Yo he recordado del poema al pensar en las noticias relativas a Jaime Matas porque me duele la aparente indiferencia con que los partidos, y en este caso el PP, tratan la corrupción cuando les afecta. Los casos son tan abundantes y tan escandalosos que no se debiera consentir que los partidos no tomasen medidas efectivas para combatir una plaga que es indigna, bochornosa, y letal para la democracia.
Los partidos abusan de la presunción de inocencia, pero sobre todo, no hacen nada para evitar que pase lo que pasa; su condescendencia con la corrupción es, en realidad, la consecuencia de una subversión de fondo del sistema, de la absoluta ausencia de democracia interna, del cesarismo y el autoritarismo de los partidos que se hayan enteramente sometidos al puro capricho de sus cúpulas. En el interior de los partidos no hay competencia política, solo rivalidades personales entre los que están arriba y sus secuaces; así no es posible evitar que muchos metan la mano donde no debieran, y mientras no se cambien los hábitos de funcionamiento de los partidos es ridículo pensar en que la honradez se vaya a imponer por su propios méritos, tan ridículo como sería dejar la casa abierta o con las llaves puestas mientras nos vamos de veraneo.

Gramática y política

Una buena muestra de nuestra tradición autoritaria, de que los trabucaires del XIX se han convertido en la policía del pensamiento de nuestra época, es el hecho, realmente inaudito, de que a los que mandan les haya dado por emprenderla con la gramática, eso sí, sin entender ninguna de sus razones. Como consideran que los españoles somos como un hato de ganado, creen que nos pueden dar cuatro órdenes y nos ponemos en fila, aunque lo sorprendente es que el sistema funciona, no con todos, pero sí con muchos.

Un buen amigo, Andrés de la Poza, me manda un texto en el que se ponen al descubierto algunas de las memeces de la neo-lengua de las Pajines. Lo transcribo sin más, pues creo que es lo que desearía la, para mí, desconocida autora, una profesora de música en un instituto público.

CONTRA LA TONTUNA LINGÜÍSTICA, UN POCO DE GRAMÁTICA BIEN EXPLICADA

Yo no soy víctima de la LOGSE. Tengo 48 años y he tenido la suerte de estudiar bajo unos planes educativos buenos, que primaban el esfuerzo y la formación de los alumnos por encima de las estadísticas de aprobados y de la propaganda política. En párvulos (así se llamaba entonces lo que hoy es «educación infantil», mire usted) empecé a estudiar con una cartilla que todavía recuerdo perfectamente: la A de «araña», la E de «elefante», la I de «iglesia» la O de «ojo» y la U de «uña». Luego, cuando eras un poco más mayor, llegaba «El Parvulito», un librito con poco más de 100 páginas y un montón de lecturas, no como ahora, que pagas por tres tomos llenos de dibujos que apenas traen texto. Eso sí, en el Parvulito, no había que colorear ninguna página, que para eso teníamos cuadernos.

En EGB estudiábamos Lengua Española, Matemáticas (las llamábamos «tracas» o «matracas») Ciencias Naturales, Ciencias Sociales, Plástica (dibujo y trabajos manuales), Religión y Educación Física. En 8º de EGB, si en un examen tenías una falta de ortografía del tipo de «b en vez de v» o cinco faltas de acentos, te suspendían.

En BUP, aunque yo era de Ciencias, estudié Historia de España (en 1º), Latín y Literatura (en 2º) y Filosofía (en 3º y en COU). Todavía me acuerdo de las declinaciones (la 1ª.: rosa, rosa, rosa, rosae, rosae, rosa en el singular; -ae, -ae, -as, -arum, -is, -is, en el plural; la segunda;-us, -e, -um, -i, -o, -o, en el singular; -i, -i -os, -orum, -is, -is, en el plural; no sigo que os aburro), de los verbos (poto, potas, potare, potabi, potatum, el verbo beber), de algunas traducciones («lupus et agni in fluvi ripa aqua potaban; superior erat lupus longeque agni»: el lobo y elcordero bebían agua en el río; el lobo estaba arriba, lejos del cordero; «mihi amiticia cum domino erat»: yo era amigo del señor).

Leí El Quijote y el Lazarillo de Tormes; leí las «Coplas a la Muerte de su Padre» de Jorge Manrique, a Garcilaso, a Góngora, a Lope de Vega o a Espronceda… pero, sobre todo, aprendí a hablar y a escribir con corrección. Aprendí a amar nuestra lengua, nuestra historia y nuestra cultura. Aprendí que se dice «Presidente» y no Presidenta, aunque sea una mujer la que desempeñe el cargo.

Y… vamos con la Gramática. En castellano existen los participios activos como derivado de los tiempos verbales. El participio activo del verbo atacar es «atacante»; el de salir es «saliente»; el de cantar es «cantante» y el de existir, «existente». ¿Cuál es el del verbo ser? Es «el ente», que significa «el que tiene entidad», en definitiva «el que es». Por ello, cuando queremos nombrar a la persona que denota capacidad de ejercer la acción que expresa el verbo, se añade a este la terminación «-nte». Así, al que preside, se le llama «presidente» y nunca «presidenta», independientemente del género (masculino o femenino) del que realiza la acción. De manera análoga, se dice «capilla ardiente», no «ardienta»; se dice «estudiante», no «estudianta»; se dice «independiente» y no «independienta»; «paciente», no “pacienta»; «dirigente», no dirigenta»; «residente», o «residenta”.

Y ahora, la pregunta del millón: nuestros políticos y muchos periodistas (hombres y mujeres, que los hombres que ejercen el periodismo no son «periodistos»), ¿hacen mal uso de la lengua por motivos ideológicos o por ignorancia de la Gramática de la Lengua Española? Creo que por las dos razones. Es más, creo que la ignorancia les lleva a aplicar patrones ideológicos y la misma aplicación automática de esos patrones ideológicos los hace más ignorantes (a ellos y a sus seguidores).

No me gustan las cadenas de correos electrónicos (suelo eliminarlas) pero, por una vez, os propongo que paséis el mensaje a vuestros amigos y conocidos, en la esperanza de que llegue finalmente a esos ignorantes semovientes (no «ignorantas semovientas», aunque ocupen carteras ministeriales).

Lamento haber aguado la fiesta a un grupo de hombres que se habían asociado en defensa del género y que habían firmado un manifiesto. Algunos de los firmantes eran: el dentisto, el poeto, el sindicalisto, el pediatro, el pianisto, el golfisto, el arreglisto, el funambulisto, el proyectisto, el turisto, el contratisto, el paisajisto, el taxisto, el artisto, el periodisto, el violinisto, el taxidermisto, el telefonisto, el masajisto, el gasisto, el trompetisto, el violinisto, el maquinisto, el electricisto, el oculisto, el policío del esquino y, sobre todo, ¡el machisto!

La limpieza de sangre

Así se denominaba en la España de inicios de la modernidad al supuesto honor de no tener antecedentes familiares de otras religiones, de no guardar parentesco ni con judío ni con musulmán. Esa clase de honores ya no se llevan entre nosotros, o no se llevan tanto, pero no podemos decir que se haya abandonado la costumbre de disputar por la pureza. Ahora los blasones son de otro tipo, pero sigue vigente el procedimiento declamativo, y el juicio de honor, en lugar de debatir tranquilamente las cuestiones. Muchos españoles se cuidan de que nadie ose poner en duda ni sus convicciones, ni sus lealtades, y exhiben con orgullo el cerrilismo de no entrar siquiera a examinarlas. Se tratan como si fueran cosa de honor, eso en lo que, al parecer, nadie nos gana.

Aquí hay una permanente carrera por bien quién es más ecologista, más antinuclear, o más nacionalista, y en todos los casos se pierde la estupenda oportunidad de poner en duda los prejuicios, las creencias que, a nuestro parecer, nos hacen ser lo que somos. En consecuencia, son infinitos los que actúan como si una convicción cualquiera fuese el argumento máximo. Es la herencia indeseada de la supuesta supremacía moral de la izquierda, que se sirve, lo que es paradójico solo en apariencia, con los modos autoritarios de la derecha de siempre, con desprecio al discrepante, y con la amenaza de Inquisición y del tormento. Debatir es cosa de cobardes, de traidores, de indignos. Dudar es una vileza.

Así se entiende, por ejemplo, que la señora Cospedal haya entrado en trance al saber que un alcalde de su partido ha cometido la felonía de ser consentir que su municipio sirva de sede a un cementerio nuclear. Cospedal debió de pensar que a ella a antinuclear no le gana nadie, faltaría más, y arremetió contra el hereje con las mismas armas de cualquier inquisidor, con la fe ciega de quien sirve a ideales inmarcesibles, a principios que solo un infame desalmado puede poner en duda. Por si nos faltaba poco, ahora tenemos también una derecha antinuclear que, para no perder la costumbre, en lugar de analizar, lanza anatemas.

Una democracia por hacer

Javier Marías escribió que España es un país monoteísta. Suscribiría el diagnóstico, aunque habría que hablar, más bien, de maniqueísmo, de entrega al Uno y al Otro, sin la menor heterodoxia. De esa falta de herejes se quejaba Unamuno, y en ella se funda ese conformismo, nada quijotesco, que nos caracteriza, por encima de la passion for life que proclaman los carteles turísticos. 

El caso es que deberíamos de caer en la cuenta de que la democracia se ha desarrollado entre nosotros con un mínimo de debate, con auténticas carencias de participación, como una simple fachada, valiosa, sin duda, pero insuficiente. Me parece que eso es especialmente evidente si se mira de cerca la forma en que los españoles nos relacionamos con el poder. De Pío Cabanillas se cuenta una anécdota que me parece sirve para ilustrar el caso: alguien le hizo notar que el joven Aznar se parecía cada vez más a Fraga y le contestó, «a Fraga no, se parece directamente a Franco». El problema sería relativamente menor si solo Aznar se hubiese parecido a Franco, pero la verdad es que el general gallego hizo auténtica escuela por doquier. No solo se parecen a Franco los líderes de la derecha, sino los líderes de la izquierda, los directores de El País, los catedráticos, los líderes sindicales, los periodistas, los conductores de Metro, por no decir nada de los presidentes de Banco. Los españoles tendemos a creer que la única forma de mandar es que todo el mundo calle en torno a nosotros. No tenemos una tradición democrática y liberal, sino una educación autoritaria que, además, no se inició con el franquismo sino que viene muy de atrás. Se suponía que la democracia iba a acabar con eso, pero todavía no ha sido el caso. 

Las consecuencias del autoritarismo son muy pesadas, y tienen una tendencia a permanecer y multiplicarse.  El debate auténtico queda proscrito o criminalizado, y lo que se hace a cambio es tener monótonos y repetitivos contrastes de pareceres con escuetas fórmulas en las que no cabe profundizar. Nuestra atmósfera política es extremadamente cansina: se puede leer un periódico de hace seis meses, o seis años, y tomarlo por uno de ayer, sin mayor problema. Y, a cambio de ese quietismo rutinario, una absoluta anomía práctica: en todo lo que a nadie importa, como la educación,  movida a tope. Lo único que parece interesarnos son los sucesos, si son con mujeres bellas, como las que le gustan a Berlusconi, mejor. 

En una atmósfera así, es casi imposible que aparezca nada realmente nuevo y competitivo porque tendería a ser ahogado desde las dos esquinas del peculiar planeta ibérico con un entusiasmo inquisitorial, aunque ahora se vilipendie a la Inquisición para disimular las nuevas reglas de obligado cumplimiento. La devotio ibérica, que ya llamó la atención a los romanos, sigue muy viva entre nosotros, de manera que la adhesión al líder sustituye cualquier capacidad de análisis de la situación, cualquier patriotismo,  el mero buen sentido: una conducta interesada que oculta la cobardía. Esta ausencia de competencia real mata por completo cualquier pluralismo y subvierte la legitimidad. No son los de abajo los que eligen al de arriba, sino el de arriba el que elige a los de abajo. Ya no se trata de ser representativo, sino de ser un hombre-de o una mujer-de, que también las hay. 

En esta atmósfera moral, la izquierda se ha transformado en un partido de posibilistas que sigue a ciegas las ocurrencias del líder, aunque muchos sean conscientes de que todo puede acabar en un desastre; ni rastro de esa izquierda liberal que podría haber surgido, si creyésemos en los milagros. Aquí la izquierda pasó, a toda prisa, de ser dogmática y marxista a ser oportunista y disciplinada: ha comprobado la eficacia de la táctica y conoce el desdén de los españoles por las verdades abstractas, sin dueño y sin provecho.  

La derecha, bien nutrida de altos funcionarios que aprenden a servir al que manda por encima de cualquier otra moral, ha conseguido, hasta ahora con éxito, reprimir su componente liberal para que triunfe su matriz autoritaria. Para certificar su mal fario, enteramente ajena al debate al que teme más que al demonio,  comete además, muy frecuentemente, el error de adoptar las ideas y el lenguaje del enemigo, se ejercita en gestos absurdamente tardo-progres esperando a que la fruta le caiga madura en la boca, por efectos de un turnismo no apoyado en el mérito, sino en el hartazgo.   

Lo demás, viene por si solo: subvenciones por doquier para que aprendamos que todo don viene de lo alto, protección al que forma parte del equipo aunque sea un robaperas de primera, y mucho darle leña al mono hasta que se aprenda el catecismo. Lo escribió Galdós al final de sus Episodios: “Un país sin ideales, que no siente el estímulo de las grandes cuestiones tocantes al bienestar y a la gloria de la Nación, es un país muerto. […] Prensa, Gobierno, Partidos, altos y bajos Poderes, todo ello anuncia su irremediable descomposición”: ¿Estamos a tiempo de evitarlo?

[Publicado en El Confidencial]

Realpolitik y el caos de las golondrinas

Este post comenzó como un comentario a Los peligros de la Wikipedia un texto de Vicente Luis Mora, pero me fue creciendo y he pensado que daba para una nueva entrada. Me parece que el ejemplo que aduce Vicente es muy divertido y, digamos, bastante hispánico. Sin embargo, una golondrina no hace verano (y discutir cuál es el número de golondrinas necesario para cambiar de estación es cosa prudencial, siempre bajo la amenaza del sorites o paradoja del montón), lo que me lleva a seguir creyendo, de momento, en la ejemplaridad de la Wikipedia y en que hay muchísimas formas de uso razonable de ella, aunque sea muy obvio que tiene sus riesgos. Yo la uso casi exclusivamente para dudas en las que creo que voy a tener un cierto grado de olfato para reconocer lo que es correcto, pero no descarto que me juegue cualquier mala pasada. 

De cualquier manera, me parece que tras esta clase de discusiones se oculta, de alguna forma, un prejuicio autoritario, la presunción de que, en el fondo, solo unos pocos pueden garantizar el bienestar de muchos frente a, diríamos, los desórdenes del mercado. En el caso de las cuestiones relacionadas con el conocimiento, es obvio que los necios son mayoría respecto de los sabios y que una democracia no bien calibrada puede tener efectos deletéreos. Esto no autoriza, sin embargo, a legitimar sin excusas un régimen papal de autoridad, algo que es desgraciadamente más común de lo deseable, como lo muestra, por ejemplo, la tendencia conservadora de muchas de las cúpulas de los distintos sectores del saber, o de diferentes empresas intelectuales, con poderes que casi siempre son bien visibles y efectivos, y que resultan o pueden resultar castrantes y, a veces, también deshonestos y falsarios.

Cuando se sale uno de los ámbitos en los que un cierto proceder  aristocrático es comprensible, las cosas son mucho menos claras todavía, es decir, el grado de tolerancia hacia los desórdenes de la democracia debería ser aún más relevante. La cuestión decisiva creo que debería plantearse del siguiente modo, a saber, si el desarrollo de los sistemas espontáneos, aunque sometidos a un cierto número de reglas formales y morales (como ocurre con la  Wikipedia) no siempre es peor que la planificación dirigida por sabios, por decirlo suavemente. Me parece que Wikipedia es un caso relevante para dar una respuesta positiva a esa pregunta general, lo que no impide que crea que se puede mejorar la eficiencia de esa clase de sistemas añadiéndoles más fuentes de información, más procesos de cálculo para toma de decisiones, etc. pero sin sustituirlos nunca con   una toma de decisiones centralizada a cargo de los super expertos de turno. 

Además, creo, por supuesto, en la buena fe de la mayoría y en que, como decía Thomas Gold, la ciencia no sería tan divertida si no fuesen posibles los errores. Por cierto, alguien que sepa del asunto debería corregir cuanto antes las morcillas que se han incluido en la versión española, pero también en la inglesa, sobre la pobre realpolitik

[publicado en otro blog]