Una imagen precisa

Viendo esta imagen me quedé de piedra: resulta que los reyes dan el pésame a los familiares de las víctimas de un accidente y ni uno solo de los saludados se pone de píe, algo que parece obligado con cualquier persona que se acerque a saludarnos cuando estamos sentados. Creo que es una imagen que muestra hasta qué punto ha llegado el olvido de las más elementales reglas de la urbanidad, de qué manera la chabacanería y la mala educación se han hecho los dueños del espacio público. 
Podría aducirse en disculpa de los afectados su estado de postración, pero no me parece excusa suficiente. Hay que llamar la atención, también, sobre la inutilidad de los ayudantes y encargados de protocolo de los reyes que no han sabido hacer una mínima indicación a los familiares para evitar una imagen tan desmoralizadora. No quisiera exagerar, pero me parece una metáfora de la situación real de España, todos sentados, sin hacer nada, y esperando que alguien venga a homenajearnos y a resolvernos la vida. ¡Le llaman democracia y no lo es!
Pro Google, dentro de un orden

Todo es difícil

Los españoles gastamos fama de envidiosos. Sin poner en duda el diagnóstico, me inclino a pensar que, ahora, nos cuadran más otros epítetos no menos sonrojantes. Por ejemplo: somos irrespetuosos, chabacanos. La chabacanería es la degeneración de la campechanía, la llaneza, una virtud que se nos reconoce. Bien mirado, nuestra falta de respeto, podría tener una raíz común con la envidia. Denigrando, no llegamos a apreciar y eso nos libra del tormento de la envidia.

Creo que ese mal está haciéndonos mucho daño y que la mayoría de la gente que lo padece lo disimula poniéndose una albarda partidaria, algo que, a su entender, le legitima para negar el pan y la sal al enemigo. Para evitar el campo de minas de la política, me referiré a un terreno no menos polémico. Confieso que veo en ocasiones programas de debate, así se llaman, futbolístico, y que llego a leer, incluso, los comentarios de algunos lectores en las columnas de Internet que se dedican al fútbol. Se tiene la sensación, al hacerlo, de que somos un país de energúmenos, de gente sin otra cosa que rabia y miopía. Se oyen y se leen cosas realmente increíbles para un espectador mínimamente neutral. La ortografía de los que escriben es un pálido reflejo de su barbarie.

No querría ponerme ni estupendo ni trascendente, pero me parece que esta clase de vicios son consecuencia directa del más torpe y necio de los relativismos. Uno tiene cierto respeto por los relativistas con fondo, por aquella gente que, sabiendo mucho, llega a la conclusión de que las cuestiones más arduas están fuera de su competencia y de la de cualquiera. No comparto la solución, pero la entiendo. Lo que no alcanzo a entender es que alguien pueda creer que lo que siente, piensa o dice, sea verdad por el hecho de ser él quien lo sostenga, pero me parece que eso es lo que pasa. Yo recomendaría a esta clase de relativistas que pensaran algo más en el fútbol, y, ya puestos, que salten al campo e intenten dar un pase de cabeza mínimamente preciso: ya verán lo difícil que resulta.

[Publicado en Gaceta de los negocios]

¿Nombres de partido para edificios públicos?

            [Talgo procedente de Madrid entrando en Burgos Rosa de Lima]

Ayer me acerqué, como buen aficionado a los ferrocarriles, a ver la nueva estación de Burgos, recientemente inaugurada. No siendo burgalés, por aquello de que nadie es perfecto, resultó un auténtico calvario localizar la nueva estación pues no había ni en la ciudad ni en las carreteras de acceso la más ligera indicación. Uno debería estar acostumbrado a esta clase de incurias, pero lo consigno por si vale. Por supuesto el acceso supone una auténtica carrera de obstáculos; supongo que será una medida para promover la afición a los rallyes, pero llegué.  

La estación es llamativa y, aunque está sucia y destartalada, como suelen estarlo las cosas que aquí se inauguran (puertas que no se abren, polvo infinito, caminos que dicen llevar a lugares a los que no se puede ir, y un largo etcétera), mi sorpresa mayor fue ver que en su frontispicio lucia un nombre que no era, como cabría esperar, Estación de Burgos, sino Burgos Rosa de Lima. Pregunté las razones a un par de personas y nadie supo explicarme la causa de una denominación tan exótica. 

En cuanto pude, me puse a investigar la razón de tal nombre. Transcribo lo que pude ver en un suelto del Diario de Burgos: “Fiel a la nueva política de poner nombres a las estaciones de ferrocarril, el Ministerio de Fomento tiene ya decidido cómo quiere que se conozca a la de Burgos. Para ello, y tras las pertinentes consultas a la Subdelegación de Gobierno y a los dirigentes provinciales del PSOE, ha elegido la figura Rosa de Lima Manzano, la que fuera directora general de Tráfico durante el segundo Gobierno de Felipe González y que falleció en un accidente el 30 de junio de 1988. De esta forma, el Gobierno central quiere rendir un homenaje a una socialista comprometida con la igualdad de derechos. Fue la primera mujer nombrada gobernadora civil y también hizo historia al convertirse en la primera mujer al frente de la Dirección General de Tráfico.” 

Vista la explicación hay que reconocer que doña Rosa de Lima fue persona de mérito, pero lo que me pregunto es si es lógico que alguien decida por sí y ante sí (aunque consultando a la agrupación socialista del lugar) cuáles han de ser los nombres que se ejemplaricen adjudicando su nombre a diversos edificios públicos. 

Este hecho muestra de manera muy clara la escasa capacidad de diferenciar lo público de lo privado que es típica de personas escasamente liberales, absolutamente insensibles a las opiniones ajenas. Ni siquiera se paran a considerar que lo que a ellos puede parecer admirable no siempre tendrá el mismo grado de reconocimiento general. Si doña Rosa fue ejemplar, pues dedíquenle una escuela de verano, editen a su costa, y no a la de todos, un libro de homenaje, o denle su nombre a la mencionada agrupación local. Para denominar los espacios públicos deberían escogerse personas de méritos más obvios y de mayor consenso. 

Como ha mostrado el reciente incidente de la cacería garzonesca y justiciera, abundan quienes están tan persuadidos de ser la personificación de todas las virtudes públicas que ni siquiera rinden un mínimo culto a las apariencias. Ni saben ser neutrales y respetuosos de los puntos de vista ajenos, ni consideran que se haya de guardar ninguna clase de formas, tan convencidos están de su excelencia.