Don Rodrigo y los bonus


Rodrigo Rato ha pasado al imaginario político de los españoles, tanto de la derecha como de la izquierda, como una de esas posibilidades incumplidas, uno de esos posibles herederos a los que no acompañó la Justicia o el Destino. Al margen de la urdimbre legendaria con la que se fabrican esas imágenes, Rato vuelve estos días por méritos propios a eso que suele llamarse la rabiosa actualidad, expresión cursi donde las haya, como ha puesto de manifiesto el Marqués de Tamarón en alguno de sus incisivos comentarios lingüísticos. El actual presidente de Caja Madrid se ha opuesto a que se abonen unos cuantiosos bonus a antiguos directivos en un gesto que le honra y, que, seguramente, favorece su estrategia para salvar a la entidad de males mayores que derivan, en gran parte, de la no excesivamente hábil dirección de los que pretendían tan abusivos como cuantiosos premios en metálico.
Toda la doctrina de los bonus está basada en principios que difícilmente pueden dejar de considerarse inicuos si se examinan con cierta imparcialidad. En España, si la memoria no me falla, el tema se puso de moda en los primeros años del gobierno del PP, y a iniciativa del entonces presidente de Telefónica, señor Villalonga, quien consiguió que la operadora alcanzase grandes benéficos y un fuerte incremento en el precio de sus acciones pese a embarrarse en negocios tan ruinosos, al menos para muchos, como el lanzamiento de Terra, o la escandalosa compra de la productora audiovisual holandesa que tenía los derechos de esa joya de la cultura que se conoce como Gran Hermano.
Por aquella época tuve una discusión desafortunada con quien era uno de los mejores clientes de mi empresa de comunicación, porque defendía la práctica de los bonus como una de las excelencias del capitalismo más genuino, en contra de mi opinión que los veía como algo difícilmente justificable. Aunque se pueda considerar irrelevante, he de decir que perdí al cliente, pero, al menos, no he cambiado de criterio.
Lo peor que tiene la práctica de esa forma retributiva, que supuestamente premia la eficiencia de los altos directivos al vincularla al crecimiento del valor de las acciones y/o a la mejora de algún otro parámetro, es que se hace al amparo de una notable oscuridad, a la que me referiré de inmediato. Sin embargo, en el caso de Caja Madrid, una entidad que ni cotiza en Bolsa ni tiene nada parecido a una asamblea general de accionistas, no existe ni siquiera esa mínima estratagema por lo que hay que considerar el acuerdo de pagarse esas cantidades por parte de los consejeros de la casa como una forma pura y descarada de arbitrariedad, como una obscenidad, por no decir cosas peores. Ha hecho bien Rato en cortar con esa acción escandalosa, como había hecho muy bien Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, en salir al paso de esa posibilidad con suficiente denuedo.
Hablaba de la oscuridad con la que se establecen las recompensas a directivos. Se trata, sin duda, del mismo tipo de estrategia con la que se llevan a cabo formas bien conocidas de estafa cuyo ejemplo más notable está en el caso que relata El general Della Rovere, la magnífica película de Rossellini a partir de un excelente relato del inolvidable Indro Montanelli. En ella el protagonista, un auténtico sinvergüenza, magistralmente interpretado por Vittorio Gassman, se dedica a cobrar un tanto a compatriotas italianos detenidos por los nazis para gestionar su liberación por parte del ejército invasor alemán; en realidad no hace nada, pero como los alemanes acaban liberando a un porcentaje alto de los detenidos, vive magníficamente a expensas de semejante práctica rufianesca. Que los directivos atribuyan de manera tan arbitraria a los beneficios de su gestión los efectos de una mejora en Bolsa, algo siempre azaroso, o cualesquiera otras formas de beneficio, no deja de ser un abuso de su poder en la empresa, una maniobra que no se castiga en épocas de bonanza y que, como no se cobra si las cosas van mal, puede parecer que depende de un acierto. Pero no está justificado en la medida en que lo establecen quienes se benefician de él, (¿qué diríamos de que los trabajadores pudieran subirse a su arbitrio el sueldo si las cosas van bien para la empresa?). Esto no significa que no sean razonables los pagos relacionados con el éxito, con ciertos límites y garantías que, en ningún caso se daban en el inaudito acuerdo de Caja Madrid por la que sus barandas se apropiaban de unas sustanciosas cantidades que en nada se les deberían, digan lo que dijeren esos Juan Palomo financieros.
Las Cajas han entrado, por fin, en un proceso de racionalización y fiscalización de su actividad, un proceso delicado cuyo buen fin no puede ser garantizado, a día de hoy, dada la condición del Gobierno que lo pilota. Tranquiliza pensar que Rato esté por medio, y que puedan salir a la luz algunas de las tropelías elegantes cometidas en despachos sin ventilación alguna.

Investigar en España

Esta mañana, a muy primera hora,  he tenido lo que se llamaba antes una videoconferencia a través del PC con un amigo que está en Harvard y que es algo noctivago. Aunque son varias las razones por las que no está del todo encantado en los EEUU no tiene más remedio que reconocer que las universidades son una maravilla (aunque seguro que también allí las hay peores). Luego me desayuno leyendo, en este mismo periódico, un análisis de los sueldos de los investigadores en todo el mundo en el que, como es de esperar, se muestra que España ocupa el penúltimo lugar en este asunto.

Con mi amigo había hablado de porqué las cosas son como son y me ha dicho una frase lapidaria: en lo que se refiere a este tipo de asuntos, casi todo lo que se dice y se hace en España es mentira, mientras que en Estados Unidos casi todo es verdad. Esto genera entre nosotros una paradójica e inagotable desconfianza que da origen a una burocracia absurda y agotadora que acaba por paralizar completamente la  mayoría de las iniciativas. Eso y la manera de repartir el dinero que responde al principio de café para todos, es decir, para ninguno, un principio que desactiva radicalmente cualquier atisbo de competitividad. Hay algunos proyectos de investigación, sobre todo en las áreas de humanidades, que implican a decenas de  investigadores cuyo presupuesto no llega a los 50.000 euros. Ya me dirán para que puede servir ese dinero, que parece poco pero que es una sustanciosa cantidad si se multiplica por el número de cientos de proyectos similares que obtienen unas gotitas de financiación en diversas instancias. El resultado es una investigación rutinaria que para lo único que sirve es para multiplicar el número de burócratas. El panorama internacional no es más halagüeño porque apenas somos capaces de recuperar para proyectos españoles lo que invertimos en financiación comunitaria, es decir, que nuestro dinero acaba financiando proyectos de otros.

Este Gobierno se ha propuesto mejorar las cosas y ha nombrado a un equipo que conoce el problema y que podría hacer algo, pero, para empezar, ha debido desgajar del plan nacional todo lo que afecta al país Vasco con lo que eso implica de ganancia para todos (vascos incluidos).

Detrás de todo esto hay un problema de moralidad pública, de falta de costumbre de rendir cuentas, de opacidad, de corporativismo mediocre y de ineficacia en la gestión. Puede parecer que es cosa que importa poco a la mayoría, pero ahora que se nos ha gripado uno de los motores de la economía, todo el mundo se acuerda de lo importante que sería investigar y hacerlo bien. Pues que se sepa que hace falta mover mucha burocracia e introducir trasparencia y competitividad aunque sea a cañonazos. Como estamos no vamos a ninguna parte.

[publicado en Gaceta de los negocios]