Noticias como las de la cacería conjunta del intrépido y justiciero Garzón y el simpático ministro de justicia nos traen resonancias de las más rancias y cutres costumbres ibéricas. Nuestra larga marcha hacia la modernidad no corre riesgo de descarrilar por el ritmo cansino que lleva.
Me llama la atención el sinnúmero de cosas asombrosas que pueden pasar cada día sin que nadie parezca del todo sorprendido. Creo que se puede repetir el diagnóstico de Tito, un personaje galdosiano de su novela sobre la primera república cuando dice que “las cosas que se veían entonces en España no se vieron jamás en parte alguna”.
Se suele echar la culpa de todo esto a los partidos, se les reprocha que no estén sabiendo ser agentes de una transformación de la sociedad española, que hayan pactado tranquilamente con los vicios y las triquiñuelas de una sociedad abúlica, y, a la vez, desconfiada y pícara. Resulta, en verdad, sorprendente la cantidad de cosas que no son lo que parecen, que ni de lejos son lo que proclaman ser, la cantidad de mentira bien envuelta y presentada que circula con todos los honores. No negaré yo la responsabilidad de los dirigentes políticos en toda esa serie de desventuras y falsedades. Pero los ciudadanos deberíamos ser más exigentes con nosotros mismos y no olvidar que lo que aflora es, de uno u otro modo, un retrato impresionista de nuestros defectos.
Los militantes de los partidos se han dejado convertir en una grey afecta, cuando debieran ser agentes de cambio, impulsores de mejora. Los lectores siguen siendo fieles a fuentes de información que no les dan sino bazofia. Muchos funcionarios siguen cobrando a fin de mes, y reclamando mejoras, aunque sean muy conscientes de que nunca pagarían lo que cobran porque alguien les haga lo que ellos hacen: se refugian en las retóricas que justifican su momio mientras se alegran de que el frío exterior no les amenace, por ahora. Es decir, que en todas partes cuecen habas aunque nos hayamos acostumbrado a señalar con el dedo para que la gente no nos mire a la cara.
Es posible que la tremenda crisis en la que estamos dramáticamente inmersos, y de la que cada día se atisban menos posibilidades de salir con bien, nos haga reflexionar sobre la responsabilidad de cada cual y sobre la necesidad de ser valientes para ser efectivamente libres y decir lo que no nos gusta como primer paso para tratar de cambiarlo. Julián Marías recordaba que la pregunta adecuada en una democracia que hay que hacerse no es la de ¿qué va a pasar?, sino ¿qué hay que hacer? Hace muchísima falta que nos dispongamos a no consentir por más tiempo el esperpento y a ejercer la paciencia para encontrar con lucidez una solución estable que no nos obligue a sentir vergüenza.