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La España desigual
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Historiadores, filósofos y biógrafos nos advierten de que algunas decisiones, aparentemente irrelevantes, llegan a tener consecuencias imprevisibles. Pienso en esto a propósito del lío en que está envuelto Francisco Camps. No tengo ni idea de cuál pueda ser la verdad del caso, pero sí creo que, independientemente de lo que resulte, se puede extraer alguna moraleja sobre el particular.
Supongamos que Camps fuese inocente por completo. Aunque su actuación, a primera vista, pueda considerarse enteramente lógica, ha obtenido unos resultados pésimos para su imagen, además de exponerse a una condena judicial. Puede verse fuera de la política por su forma imprudente de actuar, dando por sentado que su inocencia podría ser verificada sin duda alguna por el universo mundo. Esa conducta hubiera sido la lógica en caso de poseer los correspondientes justificantes de pago, pero, puesto que Camps no los tenía, como parece ser el caso, su conducta dejó de ser razonable para pasar a ser extremadamente arriesgada.
Camps dio un mal paso al no saber valorar adecuadamente el problema al que se enfrentaba, y escogió una estrategia de máximo beneficio considerando que su posición era inatacable, lo que, como claramente se ha visto, ha constituido un grueso error de consecuencias incontrolables, para él y para quienes le han avalado. Dado que no podría probar el pago de las prendas supuestamente adquiridas, y ya que se había hecho pública, en forma risible, por otra parte, su amistad personal con uno de los implicados, seguramente hubiese sido más inteligente admitir que se trataba de un regalo, y centrarse en mostrar que el obsequio no había tenido especial transcendencia, puesto que, efectivamente no parecería razonable que la tuviera, ni por su importe ni por sus efectos.
En ese caso, Camps habría mostrado una debilidad, habría admitido la comisión de una falta o de un delito leve, pero no se hubiera expuesto a una imputación muchísimo más grave como la que ahora le amenaza: la de haberse dejado corromper por una ridiculez de trajes, pero, sobre todo, la de mentir, la de tratar de imponer su prestigio, su poder y la fortaleza de sus apoyos populares a la marcha implacable de una maquinaria, que por más que pueda considerarse arbitraria en su origen e inspiración, ha de tratar de actuar con un criterio de igualdad implacable, aún cuando resulte evidente que en muchas y notorias ocasiones no la haya hecho.
El verdadero mal paso de Camps ha consistido, por tanto, no en la ligereza de aceptar un regalo comprometedor de parte de personas que debiera haber considerado poco recomendables, sino en suponer que su poder pudiera protegerle de la aplicación de las normas ordinarias de la Justicia, en actuar como pudiera hacerlo, por poner un ejemplo cualquiera, un González, un Polanco, un Alberto o un Botín.
Camps ha cometido un error político muy grave al sobreestimar su poder, y al subestimar a sus enemigos. Sea cual fuere su íntima convicción, debiera haber considerado que el terreno de juego está marcado por unas reglas que son enteramente ciegas a lo que pueda haber en el santuario de su conciencia. Ha cometido otro error al no saber valorar el juicio popular. El público perdona con facilidad al que comete un desliz, quizá sin llegar a los límites de los italianos con su presidente, porque sabe que la impecabilidad es siempre fantástica, puesto que todo el mundo comete en alguna ocasión una falta o un descuido de ese tipo. Una estrategia equivocada le ha colocado a los píes de los caballos y, con él, corre un alto riesgo la honorabilidad del partido que le defiende de manera tan berroqueña como equívoca.
Es evidente que Camps ha podido dar un mal paso, pero más grave es que no haya sabido cómo evitar las consecuencias una vez que se ha visto acusado. La acusación de corrupción se ha convertido en un virus, en algo que ataca de manera impensada y, en cualquier caso, sin ninguna atención a principios de proporcionalidad, equidad, gravedad o evidencia. Los que ejercen un cargo político deben de pisar con pies de plomo y, si se manchan impensadamente, deberían aprender a ser humildes y a pedir disculpas, a no tratar de convencer a todo el mundo de que son impecables, incluso aunque lo fuesen. Son las reglas del oficio que han escogido y no pueden decir que no les gustan. Respecto a la corrupción deberían de pensar lo que Gracián decía de los tontos, “que lo son todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”.
Más allá de una peripecia llena de enseñanzas, es seguro que no escapará a los electores que alguien maneja los hilos de la Justicia de manera escasamente equitativa y virtuosa. Precisamente por eso, creo que los daños para el PP serán menores, en especial si sus dirigentes aprenden de una vez dos enseñanzas básicas: la nula tolerancia con gentes equívocas, y una buena estrategia para minimizar los costes cuando se pita un penalti injusto, como pudiera ser el caso.
[Publicado en El Confidencial]
Una de las escasas sorpresas de estos últimos días de campaña ha sido la cerrada defensa que los máximos dirigentes del PP han hecho de la honorabilidad del presidente valenciano, supuestamente en entredicho a causa de una acusación de haber recibido regalos inusuales a cambio de favores políticos en Valencia. Doy por supuesto que las acusaciones no tendrán fundamento y que, consecuentemente, el señor Camps verá reconocida su inocencia en el proceso en el que se ha visto inmerso. Creo que la presunción de inocencia, y la artificiosidad y mala intención de todo el proceso educador, dan muestras suficientes de que la cosa no pasará a mayores desde el punto de vista penal. Ahora bien, ¿justifica esto que el señor Rajoy haya manifestado su solidaridad incondicional y eterna al afectado, o que el señor Mayor haya afirmado que se trata del español más honorable? Me parece que es evidente que no, y que las razones para ello son muy poderosas.
En primer lugar, los dirigentes del PP pueden estar dando la impresión de que presionan a la justicia, siempre tan atenta a las delicadas especies de la política, lo que dice muy poco a favor de los ideales que dicen defender al respecto.
En segundo lugar, sus defensas prolongan en la opinión pública, aún sin quererlo, un juicio inicuo y en el que la sentencia depende muy poco de los esfuerzos verbales de los líderes del PP.
En tercer lugar, esa clase de defensa no hace sino jugar al ritmo que ha querido hacerlo el rival, lo que no es muy recomendable, ni siquiera en política.
Además, al defender de manera tan apasionada y exagerada a uno de sus miembros, el PP puede corroborar la impresión de que lo único que importa realmente a los partidos son los intereses inmediatos de sus dirigentes, impresión que se confirma fuertemente cuando se comprueba la intensidad de los lazos familiares que guardan entre sí muchos cargos, lo que está contra cualquier probabilidad e imparcialidad.
Por último, ese tipo de defensa solo sirve para excitar el celo y el entusiasmo de los muy ebrios, y deja completamente indiferente, en el mejor de los casos, al público al que se debería conquistar. Cualquiera puede comprender que el incidente procesal que afecta al señor Camps, es un tema minúsculo en relación con los miles de asuntos que se deberían ventilar en una campaña respetable. Al darle una importancia desmedida, se acentúa la impresión de que los partidos se han convertido en unos auténticos reinos de taifas en los que los señores locales imponen su agenda de manera terminante a los líderes nacionales: otro motivo más para haber olvidado ese tema en un momento tan característico. Pese a numerosos aciertos de este tipo, el PP, seguramente, ganará. Quede para la imaginación qué podría ser de otra manera.
[Publicado en Gaceta de los negocios]
Noticias como las de la cacería conjunta del intrépido y justiciero Garzón y el simpático ministro de justicia nos traen resonancias de las más rancias y cutres costumbres ibéricas. Nuestra larga marcha hacia la modernidad no corre riesgo de descarrilar por el ritmo cansino que lleva.
Me llama la atención el sinnúmero de cosas asombrosas que pueden pasar cada día sin que nadie parezca del todo sorprendido. Creo que se puede repetir el diagnóstico de Tito, un personaje galdosiano de su novela sobre la primera república cuando dice que “las cosas que se veían entonces en España no se vieron jamás en parte alguna”.
Se suele echar la culpa de todo esto a los partidos, se les reprocha que no estén sabiendo ser agentes de una transformación de la sociedad española, que hayan pactado tranquilamente con los vicios y las triquiñuelas de una sociedad abúlica, y, a la vez, desconfiada y pícara. Resulta, en verdad, sorprendente la cantidad de cosas que no son lo que parecen, que ni de lejos son lo que proclaman ser, la cantidad de mentira bien envuelta y presentada que circula con todos los honores. No negaré yo la responsabilidad de los dirigentes políticos en toda esa serie de desventuras y falsedades. Pero los ciudadanos deberíamos ser más exigentes con nosotros mismos y no olvidar que lo que aflora es, de uno u otro modo, un retrato impresionista de nuestros defectos.
Los militantes de los partidos se han dejado convertir en una grey afecta, cuando debieran ser agentes de cambio, impulsores de mejora. Los lectores siguen siendo fieles a fuentes de información que no les dan sino bazofia. Muchos funcionarios siguen cobrando a fin de mes, y reclamando mejoras, aunque sean muy conscientes de que nunca pagarían lo que cobran porque alguien les haga lo que ellos hacen: se refugian en las retóricas que justifican su momio mientras se alegran de que el frío exterior no les amenace, por ahora. Es decir, que en todas partes cuecen habas aunque nos hayamos acostumbrado a señalar con el dedo para que la gente no nos mire a la cara.
Es posible que la tremenda crisis en la que estamos dramáticamente inmersos, y de la que cada día se atisban menos posibilidades de salir con bien, nos haga reflexionar sobre la responsabilidad de cada cual y sobre la necesidad de ser valientes para ser efectivamente libres y decir lo que no nos gusta como primer paso para tratar de cambiarlo. Julián Marías recordaba que la pregunta adecuada en una democracia que hay que hacerse no es la de ¿qué va a pasar?, sino ¿qué hay que hacer? Hace muchísima falta que nos dispongamos a no consentir por más tiempo el esperpento y a ejercer la paciencia para encontrar con lucidez una solución estable que no nos obligue a sentir vergüenza.
Me parece que esta es la pregunta que se hacen muchos ciudadanos ante la plaga de escándalos que ensucian la imagen del PP, con mayor o menor motivo. Seguramente serán ciertos los toros, al menos algunos toros, pero no menos ciertas ni instructivas son las circunstancias de esta espectacular corrida fuera de temporada.
Como estamos en una democracia consolidada y en la que todo el mundo se atiene escrupulosamente al principio de separación de poderes, no cabe pensar sino en la casualidad para explicar el celo conjunto de Rubalcaba, de la fiscalía y del juez Garzón en depurar esa clase de supuestos y viejos delitos. Pero, en fin, como nuestro país ha hecho suyo el dicho de “piensa mal y acertarás”, dejaremos a nuestros lectores que ensayen en conciencia explicaciones alternativas a la mera fortuna.
Porque es coincidencia muy notable que cuando el país esté hecho un desastre, ZP no convence ya ni a los que le prepara TVE para su lucimiento, y el porvenir es acusadamente oscuro, debido a la inacción y al disparate que cada día nos procura el gobierno, justamente en ese día, se ponga misteriosamente en marcha el perezoso ventilador de la justicia y toda la mierda provisional que avente contribuya a intensificar el tufo de corrupción en las inmediaciones del PP y solo del PP.
Primero parecía que la cosa iba contra la presidenta de Madrid, una persona que ha tenido el atrevimiento de ganar por goleada al partido del gobierno. Cierta prensa, independiente, por supuesto, ha ayudado lo que ha podido mostrando los frutos sazonados de un riguroso trabajo de investigación periodística en que se ve cómo parece que este hizo algo que al otro le parecía que podía ser perjudicial para alguien y que todo eso fue vigilado por no se sabe quién aunque nos dicen que es evidente que no podía sino seguir órdenes directas de la Presidenta quien, en su increíble torpeza, estaba procurando espiarse al tiempo que espiaba a los que espiaron a quienes ella pretendía espiar, o algo así.
En estas estábamos cuando, de repente, la cosa tomó un cariz distinto, lo que da que pensar sobre las prisas del estado mayor que dirige el asunto. De manera inesperada, los espías se vieron alejados del primer plano por una auténtica falange de corruptos que, ¡oh casualidad! parecían haberse sentado todos juntos en la mesa de una boda ya lejana pero, al parecer, decisiva en la historia política del PP.
¿No será que está fallando la coordinación de funciones, siempre tan necesaria, entre los servicios de policía y la judicatura con cuya garantía de independencia nos sentimos cada día más libres y más seguros? Por algo puso Felipe González, en su momento, a Belloch como ministro de ambos asuntos, para que no pasaran estas cosas tan inoportunas, pero no ha habido valor para mantener con el debido vigor esa innovación en defensa de la democracia y así nos va.
En la boda del Escorial estaban todos juntos. ¡Tate, tate! El español, siempre capaz de atar a las moscas por el rabo, saca las consecuencias del caso inmediatamente, y comprende que el tiro va por elevación, que ya se pasa de Esperanza, que se supone es caso cerrado, y se apunta más arriba. Con esto va a pasar como con la transición: que nos hicieron creer que fue una cosa maravillosa y ahora se ha descubierto que fue una época de vileza, silencio cómplice y traición. Ahora, tras la paciente investigación de Rubalcabas y Garzones se va a descubrir que el progreso aznarí no fue sino un improvisado manto con el que cubrir las miserias de una corrupción generalizada, y muchos parecen pensar que ya va siendo hora de que se diga la verdad. Esta preocupación por el pasado siempre acucia cuando el futuro se adivina de color hormiga.
Tratan de implicar a Aznar porque le temen y aunque se profesan pacifistas, han aprendido la utilidad que pueda tener la guerra preventiva, siempre que se haga con los apoyos necesarios de la opinión, que no les han de faltar. Se malician que Aznar pueda decidirse a intervenir, a poner su autoridad al servicio de los votantes y los militantes del PP para que el partido se enderece como conviene, y saben que con un PP medianamente en forma el batacazo podría ser de espanto.