La España desigual


Los liberales corremos el riesgo de amar tanto la libertad, aunque una buena mayoría se dediquen simplemente a decirlo, que nos olvidemos de que no toda desigualdad es tolerable. Es obvio, por ejemplo, que la desigualdad ante la ley merece el repudio de cualquier liberal, y el de cualquier persona decente, pero hay más desigualdades intolerables que nada tiene que ver con la envidia sino con esa igualdad esencial, y con la condena de las formas que se ingenian para burlarla. Con las desigualdades económicas muchos tienden peligrosamente a decir aquello de que cada cual haga con su dinero lo que le de la gana, sentencia con la que estoy completamente de acuerdo, aunque el problema, me temo, es la excesiva ligereza con la que se concede a mucha gente ciertas especies espureas de derecho a lo propio.
Viene esto a cuento del rechazo que merecen las actuaciones, de auténtico juanpalomismo, las descritas con aquello de “yo  me lo guiso y yo me lo como”, en aquellas situaciones en que, por ejemplo, los políticos suavizan, sin apenas sonrojo, las condiciones para disfrutar de una pensión espléndida, al tiempo que endurecen esas mismas condiciones para el común. Esa desigualdad es realmente intolerable, obscena, y es un buen índice de cómo están las cosas entre nosotros. 
Si vamos al mundo de la empresa, considero que es realmente inadmisible que, por ejemplo, los consejeros de Iberdrola se adjudiquen una millonada en comisiones, cincuenta y cinco millones de euros, cuando estamos pagando todos la luz a un precio que me parece abusivamente alto, y cuando no hay nada que se parezca ni lejanamente a un mercado libre de energía, es decir cuando Iberdrola obtiene sus beneficios, en muy buena medida, de su capacidad de presionar al ejecutivo para la fijación de unas tarifas muy favorables a su gigantesco beneficio. Otra noticia muy similar me parece igualmente repulsiva, resulta que Vasile, el genio de la lámpara de Telecinco, ese manantial inagotable de cultura y bienestar propiedad del ejemplar Berlusconi, se sube el sueldo un 25 por ciento, simplemente  porque le parece oportuno.
Se me puede decir que no entiendo nada de todo este asunto y les diré que, en efecto, entiendo muy poco, pero creo tener alguna razón para decir que el abuso me parece que nada tiene que ver con la libertad, y que en una democracia que se precie, claro que no es el caso, esta clase de conductas deberían estar perseguidas por las leyes. No creo, además, que eso perjudicase en lo más mínimo ni la competencia, ni la libertad económica, simplemente aumentaría un poco nuestra decencia colectiva, que anda muy mal parada. 


Google lo hace bien y trata de hacerlo mejor

Los males de la patria

Vivimos tiempos en los que nos es inevitable pensar de manera doliente en el destino de nuestro país, en los males de la patria. Tras una larga etapa de progreso político y económico, tal vez más aparente que real, pero que, al fin y al cabo, ha supuesto un buen número de mejoras, una crisis económica, larga, profunda y pésimamente abordada por el gobierno de Zapatero, nos está haciendo cuestionar gran parte de los argumentos optimistas y orgullosos de hace menos de una década, del «España va bien», para resumirlo en un slogan.

Es lógico que, ante el brusco y desagradable despertar de un sueño que estaba siendo suavemente placentero, un buen número de españoles sienta la tentación de echar la culpa de todo a los políticos, cuya irresponsabilidad, por otra parte, sería necio negar. Pero ese recurso expiatorio nos hace olvidar algo decisivo, en lo que nunca se insistirá bastante, a saber, los males de nuestro sistema son un reflejo de nuestros vicios comunes, de lacras que lastran no solo la vida política sino todos los aspectos de nuestra convivencia y que, mientras no sean combatidos de manera eficaz por el conjunto de los españoles seguirán multiplicando nuestras dificultades, favoreciendo nuestra mala suerte. Somos un país viejo, hipócrita, envidioso, escasamente dispuesto a cambiar, en el que ha predominado una cultura barroca bastante incompatible con el cambio social; un país con el con una fortísima tendencia al disparate, a crearlos y a mantenerlos, porque, a base de viejos y escépticos, somos capaces de tolerarlos, y aún de corregirlos y aumentarlos. Esas características morales de la sociedad española se reflejan y amplifican con errores políticos, algunos de ellos muy persistentes y graves: la partitocracia, el cantonalismo, el nepotismo, la corrupción no son invenciones de los políticos sino la consecuencia en esa esfera de nuestros hábitos escasamente razonables.
La política democrática debiera haber podido ser una palanca de cambio social pero lo ha sido en una medida mucho más pequeña de lo posible por las resistencias sociales a la libertad, a la competitividad, al juego limpio, a los hábitos más sanos y abiertos que permiten las libertades.
Uno de los problemas que más nos afligen en la actualidad es el de la elefantiasis del sistema autonómico, el insoportable crecimiento de las burocracias, el peso creciente de los diversos poderes públicos. Parece haber una conciencia creciente de la necesidad de someter a revisión lo que hemos hecho en estos años al confundir una muy conveniente y razonable descentralización con la generalización de una fórmula cuasi federal que, necesaria en algunas regiones como Cataluña y el País Vasco, no ha servido para otra cosa que para promover las ambiciones alicortas e insolidarias, cantonalistas, de las clases políticas locales, esa clase de necedades a las que acaba de incorporarse el inefable Cascos descubriendo a redopelo que Asturias le necesita. Es un tema muy complejo que no pretendo despachar con cuatro verdades elementales, y sobre el que, además, no tengo más que verdades negativas sin que sepa a ciencia cierta cuál debiera ser la solución, aunque sí crea que debe salir de un debate civilizado, hondo y sincero sobre las deformidades disfuncionales absurdas e insoportables a las que hemos dado lugar. Recomiendo que se lea, sobre el particular, el extraordinario artículo de Enric Juliana que cuenta algunos de los hechos decisivos que condicionaron el nacimiento de nuestro estado de las autonomías y que deberían ser tenidos en cuenta a la hora de tomarse en serio una reforma a fondo del mismo, algo que habrá que hacer, y hacer bien, sin duda alguna.

Vengan días, caigan duros

Hay días en que la actualidad es pródiga en ejemplos de generosidad y de altruismo, lo que desmiente esa visión pesimista de la vida que siempre lleva a sospechar de los poderosos, la mayoría de las veces sin motivo. Pondré dos ejemplos que, de manera harto casual, afectan a dos amigos, a dos personajes progresistas que se profesan un afecto tierno y duradero, a Bono y a Garzón.
Un amigo, que vive en los EEUU desde hace cuarenta años, me contó una vez que un tío suyo, médico, tenía una filosofía de la vida que se resumía en “Vengan días, caigan duros”, un optimismo pegado al terreno propio de quien ocupa una posición social en que, como le ocurría a él, cabe esperar que el tiempo pase y toda vaya bien.
Esa será, supongo, la actitud de José Bono, que lleva años viendo como se engrosa discretamente su patrimonio, sin hacer nada por evitarlo. Le caen los duros, porque la gente le regala caballos, le construye cosas gratuitamente, le ofrecen permutas ventajosas, le decoran las habitaciones, o porque la administración, siempre amigable, le recalifica unos terrenillos, aunque, eso sí, sin que nada de eso tenga que ver con su condición de mandamás político en Castilla la Mancha y en el PSOE. Véase, el último ejemplo que ha salido a la luz, la recalificación de una finquilla de Bono que le permitiría ganar cerca de un millón de euros, si decidiese venderla, aunque me parece a mí que le gustan mucho las fincas, y no la venderá. Bono debe ser un hombre feliz, porque apenas se le puede pedir más a la vida, ser decente, progresista, creyente en lo que conviene, poderoso, amado de los suyos y cada día más rico, sin haber cogido nada que no le perteneciese. Es maravilloso vivir en una sociedad que se las arregla para premiar de manera tan discreta y eficaz a sus buenos políticos.
El caso de Garzón también mueve a gozo. Resulta que el Consejo ha decidido concederle la posibilidad de trasladarse a La Haya, que es un lugar apacible y discreto donde Garzón estará muy a sus anchas haciendo justicia universal, y sin que nadie lo note, pese a que ese mismo Consejo le suspendiese como juez tan solo 24 horas antes. ¡Qué admirable resulta la sutileza cuando se aplica en beneficio del perseguido! ¡Qué enorme alegría para todos los funcionarios, aun los más oscuros, que ven cómo, en adelante, se les aplicará a todos ellos esta clase de beneficios! Digo esto, porque nadie debiera suponer que el Consejo haya actuado en esta ocasión sin los ojos vendados, dejándose influir por el hecho, anecdótico e irrelevante, a todas luces, de que Garzón sea, si es que lo es, juez, como quienes le han concedido semejante oportunidad. “Justicia para todos” debiera ser, y es, el lema de esta clase de órganos, y a ver si vamos aprendiendo a distinguir la justicia de la mera igualdad, y si no nos sale, pues a leer a Orwell, que es muy instructivo.

El estado gaseoso

Una de las más desconsoladoras evidencias que atosigan a quienes observamos la política, y la vida, para qué engañarnos, es el desparpajo con lo que la gente va a lo suyo, y arrolla, siempre que le dejen, lo de los demás. Lo que ocurre es que la teoría no ha previsto suficientemente el caso de que quienes se ofrecen a trabajar por los demás lo hagan de forma tan excluyente para sí mismos. La corrupción es la consecuencia de eso… sí, pero es algo más, es su nombre verdadero.
Es una verdadera desvergüenza esta utilización de la política para hacerse el asiento a la medida. Pero no podemos quejarnos, en realidad. Para nuestra desgracia esos son los representantes que hemos elegido, aunque nos quede el muy relativo consuelo de que todavía podamos despedirlos. La gran pregunta es hasta dónde va a llevarnos esta orgía de gastos a la medida de políticos que solo buscan su perpetuación, y que regalarán becas y caramelos mientras no estalle nada.
ZP ha fabricando una España gaseosa, en la que los más listos se van a quedar con la caja, mientras unos dormitan con el opio identitario, y otros se dedican a inventar culpables, a llamar criminales a los especuladores, por si su nombre fuera poca cosa, como ha hecho el muy servicial Fiscal del Estado de ZP. Me parece que les odian tanto porque les conocen bien: son como ellos mismos. En un estado se puede flotar, pero los gases también puede envenenarnos, o estallar: es lo peor que tienen, que son más inestables que la mentira.

¡Qué alivio!

Al conocer la declaración de Garzón ante el Supremo según la cual, el señor juez no ha recibido ningún dinero del Banco que gobierna el señor Botín (¡qué nombre para un banquero!), se ha adueñado de mí un gozo indescriptible.
¡Qué contraste de sutileza frente a los argumentos romos de los soviets de obreros e intelectuales reunidos en la UCM con Berzosa a la cabeza! ¡Así da gusto!
Para que lo entiendan todos: que el señor Garzón cobre una modesta cantidad de dinero de la Universidad de Nueva York, que coincide casualmente con la cantidad que el señor Garzón le había pedido al banquero Botín, no significa de ninguna manera que el señor Botín haya pagado favores del señor Garzón, ni que el señor Garzón haya cobrado dinero del señor Botín.
El día que se aplicasen estas doctrinas tan sutiles e ingeniosas acabaríamos con la corrupción. Por ejemplo nunca se podrá probar que un preboste cualquiera, haya cobrado dinero de un constructor por hacer algo que no debiera, porque seguro que, de haber habido cobro, que esa es otra, hubiera sido por algo perfectamente razonable, un acto mercantil perfectamente legal y completamente amparado por la presunción de inocencia, faltaría más.
Es por falta de sutileza por la que se han iniciado grandes desastres en la historia, por ejemplo, la cosa de los protestantes, que no entendían que el Papa no vendía indulgencias, sino que, por un lado, recibía limosnas, y por otro, propiciaba los favores eternos.
El pensamiento moderno se suele recrear en la sospecha, pero no me parece que eso sea aplicable a un caso que se ha desarrollado tan a las claras. ¿Cómo iba Garzón a pedir dinero a Botín de manera tan ostensible si sospechara que alguna mente fascista y corrompida fuere a interpretar una acción tan filantrópica de manera torcida? Lo que ocurre con la gente inocente es que, de vez en cuando, se ve atrapada por los malos pensamientos de gentes corruptas, incapaces de ver la nobleza de las intenciones y la limpieza de las ejecutorias. Garzón fue a predicar a tierra de infieles, un acto valiente y gratuito, fruto de su inextinguible generosidad para con los perseguidos, y ha sido una mera coincidencia que el Banco, siempre interesado en la cultura, le haya dado a la universidad un dinerillo, menos de medio millón de dólares, que no es nada comparado con la justicia universal, y que luego esa institución, también del modo más inocente, aunque un poco torpe, le haya pagado esa misma cantidad, un estipendio modesto, al fin y al cabo, al señor Garzón. Bastará con probar que los cheques fueron distintos para que se disuelva cualquier equívoco. ¡Qué alivio! Ya solo quedan un par de malentendidos.

Un hombre que se lleva los millones

Hay un poema de Cesar Vallejo, “Un hombre pasa con un pan al hombro”, que retrata cruel e irónicamente el absurdo de fingir la normalidad ante cierta especie de sucesos. Lo recordaré entero, porque es bellísimo:
Un hombre pasa con un pan al hombro
¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?
Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su
[axila, mátalo
¿Con qué valor voy a hablar del psicoanálisis?
Otro ha entrado a mi pecho con un palo en la
[mano
¿Hablar luego de Sócrates al médico?
Un cojo pasa dando el brazo a un niño
¿Voy, después, a leer a André Bretón?
Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre
¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?
Otro busca en el fango huesos, cáscaras
¿Cómo escribir, después, del infinito?
Un albañil cae del techo, muere y ya no almuerza
¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?
Un comerciante roba un gramo en el peso de
[un cliente
¿Hablar, después, de cuarta dimensión?
Un banquero falsea su balance
¿Con qué cara llorar en el teatro?
Un paria duerme con el pie a la espalda
¿Hablar, después, a nadie de Picasso?
Alguien va a un entierro sollozando
¿Cómo luego ingresar en la Academia?
Alguien limpia un fusil en su cocina
¿Con qué valor hablar del más allá?
Alguien pasa contando con sus dedos
¿Cómo hablar del no‑yo sin dar un grito?
Hay algo que, leyéndolo ahora, llama poderosamente la atención, a saber, que no se refiera a la corrupción política, que no haya un verso que aluda al que abusa de la confianza que depositamos en él para enriquecerse de manera vergonzosa. Yo he recordado del poema al pensar en las noticias relativas a Jaime Matas porque me duele la aparente indiferencia con que los partidos, y en este caso el PP, tratan la corrupción cuando les afecta. Los casos son tan abundantes y tan escandalosos que no se debiera consentir que los partidos no tomasen medidas efectivas para combatir una plaga que es indigna, bochornosa, y letal para la democracia.
Los partidos abusan de la presunción de inocencia, pero sobre todo, no hacen nada para evitar que pase lo que pasa; su condescendencia con la corrupción es, en realidad, la consecuencia de una subversión de fondo del sistema, de la absoluta ausencia de democracia interna, del cesarismo y el autoritarismo de los partidos que se hayan enteramente sometidos al puro capricho de sus cúpulas. En el interior de los partidos no hay competencia política, solo rivalidades personales entre los que están arriba y sus secuaces; así no es posible evitar que muchos metan la mano donde no debieran, y mientras no se cambien los hábitos de funcionamiento de los partidos es ridículo pensar en que la honradez se vaya a imponer por su propios méritos, tan ridículo como sería dejar la casa abierta o con las llaves puestas mientras nos vamos de veraneo.

El mal paso de Camps

Historiadores, filósofos y biógrafos nos advierten de que algunas decisiones, aparentemente irrelevantes, llegan a tener consecuencias imprevisibles. Pienso en esto a propósito del lío en que está envuelto Francisco Camps. No tengo ni idea de cuál pueda ser la verdad del caso, pero sí creo que, independientemente de lo que resulte, se puede extraer alguna moraleja sobre el particular.

Supongamos que Camps fuese inocente por completo. Aunque su actuación, a primera vista, pueda considerarse enteramente lógica, ha obtenido unos resultados pésimos para su imagen, además de exponerse a una condena judicial. Puede verse fuera de la política por su forma imprudente de actuar, dando por sentado que su inocencia podría ser verificada sin duda alguna por el universo mundo. Esa conducta hubiera sido la lógica en caso de poseer los correspondientes justificantes de pago, pero, puesto que Camps no los tenía, como parece ser el caso, su conducta dejó de ser razonable para pasar a ser extremadamente arriesgada.

Camps dio un mal paso al no saber valorar adecuadamente el problema al que se enfrentaba, y escogió una estrategia de máximo beneficio considerando que su posición era inatacable, lo que, como claramente se ha visto, ha constituido un grueso error de consecuencias incontrolables, para él y para quienes le han avalado. Dado que no podría probar el pago de las prendas supuestamente adquiridas, y ya que se había hecho pública, en forma risible, por otra parte, su amistad personal con uno de los implicados, seguramente hubiese sido más inteligente admitir que se trataba de un regalo, y centrarse en mostrar que el obsequio no había tenido especial transcendencia, puesto que, efectivamente no parecería razonable que la tuviera, ni por su importe ni por sus efectos.

En ese caso, Camps habría mostrado una debilidad, habría admitido la comisión de una falta o de un delito leve, pero no se hubiera expuesto a una imputación muchísimo más grave como la que ahora le amenaza: la de haberse dejado corromper por una ridiculez de trajes, pero, sobre todo, la de mentir, la de tratar de imponer su prestigio, su poder y la fortaleza de sus apoyos populares a la marcha implacable de una maquinaria, que por más que pueda considerarse arbitraria en su origen e inspiración, ha de tratar de actuar con un criterio de igualdad implacable, aún cuando resulte evidente que en muchas y notorias ocasiones no la haya hecho.

El verdadero mal paso de Camps ha consistido, por tanto, no en la ligereza de aceptar un regalo comprometedor de parte de personas que debiera haber considerado poco recomendables, sino en suponer que su poder pudiera protegerle de la aplicación de las normas ordinarias de la Justicia, en actuar como pudiera hacerlo, por poner un ejemplo cualquiera, un González, un Polanco, un Alberto o un Botín.

Camps ha cometido un error político muy grave al sobreestimar su poder, y al subestimar a sus enemigos. Sea cual fuere su íntima convicción, debiera haber considerado que el terreno de juego está marcado por unas reglas que son enteramente ciegas a lo que pueda haber en el santuario de su conciencia. Ha cometido otro error al no saber valorar el juicio popular. El público perdona con facilidad al que comete un desliz, quizá sin llegar a los límites de los italianos con su presidente, porque sabe que la impecabilidad es siempre fantástica, puesto que todo el mundo comete en alguna ocasión una falta o un descuido de ese tipo. Una estrategia equivocada le ha colocado a los píes de los caballos y, con él, corre un alto riesgo la honorabilidad del partido que le defiende de manera tan berroqueña como equívoca.

Es evidente que Camps ha podido dar un mal paso, pero más grave es que no haya sabido cómo evitar las consecuencias una vez que se ha visto acusado. La acusación de corrupción se ha convertido en un virus, en algo que ataca de manera impensada y, en cualquier caso, sin ninguna atención a principios de proporcionalidad, equidad, gravedad o evidencia. Los que ejercen un cargo político deben de pisar con pies de plomo y, si se manchan impensadamente, deberían aprender a ser humildes y a pedir disculpas, a no tratar de convencer a todo el mundo de que son impecables, incluso aunque lo fuesen. Son las reglas del oficio que han escogido y no pueden decir que no les gustan. Respecto a la corrupción deberían de pensar lo que Gracián decía de los tontos, “que lo son todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”.

Más allá de una peripecia llena de enseñanzas, es seguro que no escapará a los electores que alguien maneja los hilos de la Justicia de manera escasamente equitativa y virtuosa. Precisamente por eso, creo que los daños para el PP serán menores, en especial si sus dirigentes aprenden de una vez dos enseñanzas básicas: la nula tolerancia con gentes equívocas, y una buena estrategia para minimizar los costes cuando se pita un penalti injusto, como pudiera ser el caso.

[Publicado en El Confidencial]

¿Es inteligente una defensa tan cerrada del señor Camps?

Una de las escasas sorpresas de estos últimos días de campaña ha sido la cerrada defensa que los máximos dirigentes del PP han hecho de la honorabilidad del presidente valenciano, supuestamente en entredicho a causa de una acusación de haber recibido  regalos inusuales a cambio de favores políticos en Valencia. Doy por supuesto que las acusaciones no tendrán fundamento y que, consecuentemente, el señor Camps verá reconocida su inocencia en el proceso en el que se ha visto inmerso.  Creo que la presunción de inocencia, y la artificiosidad y mala intención de todo el proceso educador, dan muestras suficientes de que la cosa no pasará a mayores desde el punto de vista penal. Ahora bien, ¿justifica esto que el señor Rajoy haya manifestado su solidaridad incondicional y eterna al afectado, o que el señor Mayor haya afirmado que se trata del español más honorable? Me parece que es evidente que no, y que las razones para ello son muy poderosas.

En primer lugar, los dirigentes del PP pueden estar dando la impresión de que presionan a la justicia, siempre tan atenta a las delicadas especies de la política, lo que dice muy poco a favor de los ideales que dicen defender al respecto.

En segundo lugar, sus defensas prolongan en la opinión pública, aún sin quererlo, un juicio inicuo y en el que la sentencia depende muy poco de los esfuerzos verbales  de los líderes del PP.

En tercer lugar, esa clase de defensa no hace sino jugar al ritmo que ha querido hacerlo el rival, lo que no es muy recomendable, ni siquiera en política.

Además, al defender de manera tan apasionada y exagerada a uno de sus miembros, el PP puede corroborar la impresión de que lo único que importa realmente a los partidos son los intereses inmediatos de sus dirigentes, impresión que se confirma fuertemente cuando se comprueba la intensidad de los lazos familiares que guardan entre sí muchos cargos, lo que está contra cualquier probabilidad e imparcialidad.

Por último, ese tipo de defensa solo sirve para excitar el celo y el entusiasmo de los muy ebrios, y deja completamente indiferente, en el mejor de los casos,  al público al que se debería conquistar. Cualquiera puede comprender que el incidente procesal que afecta al señor Camps, es un tema minúsculo en relación con los miles de asuntos que se deberían ventilar en una campaña respetable. Al darle una importancia desmedida, se acentúa la impresión de que los partidos se han convertido en unos auténticos reinos de taifas en los que los señores locales imponen su agenda de manera terminante a los líderes nacionales: otro motivo más para haber olvidado ese tema en un momento tan característico. Pese a numerosos aciertos de este tipo, el PP, seguramente, ganará. Quede para la imaginación qué podría ser de otra manera. 


[Publicado en Gaceta de los negocios]

La farsa que no cesa

Noticias como las de la cacería conjunta del intrépido y justiciero Garzón y el simpático ministro de justicia nos traen resonancias de las más rancias y cutres costumbres ibéricas. Nuestra larga marcha hacia la modernidad no corre riesgo de  descarrilar por el ritmo cansino que lleva.

Me llama la atención el sinnúmero de cosas asombrosas que pueden pasar cada día sin que nadie parezca  del todo sorprendido. Creo que se puede repetir el diagnóstico de Tito, un personaje galdosiano de su novela sobre la primera república cuando dice que “las cosas que se veían entonces en España no se vieron jamás en parte alguna”.

Se suele echar la culpa de todo esto a los partidos, se les reprocha que no estén sabiendo ser agentes de una  transformación de la sociedad española, que hayan pactado tranquilamente con los vicios y las triquiñuelas de una sociedad abúlica, y, a la vez, desconfiada y pícara.  Resulta, en verdad, sorprendente la cantidad de cosas que no son lo que parecen, que ni de lejos son lo que proclaman ser, la cantidad de mentira bien envuelta y presentada que circula con todos los honores. No negaré yo la responsabilidad de los dirigentes políticos en toda esa serie de desventuras y falsedades. Pero los ciudadanos deberíamos ser más exigentes con nosotros mismos y no olvidar que lo que aflora es, de uno u otro modo, un retrato impresionista de nuestros defectos. 

Los militantes de los partidos se han dejado convertir en una grey afecta, cuando debieran ser agentes de cambio, impulsores de mejora. Los lectores siguen siendo fieles a fuentes de información que no les dan sino bazofia. Muchos funcionarios siguen cobrando a fin de mes, y reclamando mejoras, aunque sean muy conscientes de que nunca pagarían lo que cobran porque alguien les haga lo que ellos hacen: se refugian en las retóricas que justifican su momio mientras se alegran de que el frío exterior no les amenace, por ahora. Es decir, que en todas partes cuecen habas aunque nos hayamos acostumbrado a señalar con el dedo para que la gente no nos mire a la cara.

Es posible que la tremenda crisis en la que estamos dramáticamente inmersos, y de la que cada día se atisban menos posibilidades de salir con bien, nos haga reflexionar sobre la responsabilidad de cada cual y sobre la necesidad de ser valientes para ser efectivamente libres y decir lo que no nos gusta como primer paso para tratar de cambiarlo. Julián Marías recordaba que la pregunta adecuada en una democracia que hay que hacerse no es la de ¿qué va a pasar?, sino ¿qué hay que hacer? Hace muchísima falta que nos dispongamos a no consentir por más tiempo el esperpento y a ejercer la paciencia para encontrar con lucidez una solución estable que no nos obligue a sentir vergüenza.

¿Qué está pasando?

Me parece que esta es la pregunta que se hacen muchos ciudadanos ante la plaga de escándalos que ensucian la imagen del PP, con mayor o menor motivo. Seguramente serán ciertos los toros, al menos algunos toros, pero no menos ciertas ni instructivas son las circunstancias de esta espectacular corrida fuera de temporada.

Como estamos en una democracia consolidada y en la que todo el mundo se atiene escrupulosamente al principio de separación de poderes, no cabe pensar sino en la casualidad para explicar el celo conjunto de Rubalcaba, de la fiscalía y del juez Garzón en depurar esa clase de supuestos y viejos delitos. Pero, en fin, como nuestro país ha hecho suyo el dicho de “piensa mal y acertarás”, dejaremos a nuestros lectores que ensayen en conciencia explicaciones alternativas a la mera fortuna.

Porque es coincidencia muy notable que cuando el país esté hecho un desastre, ZP no convence ya ni a los que le prepara TVE para su lucimiento, y el porvenir es acusadamente oscuro, debido a la inacción y al disparate que cada día nos procura el gobierno, justamente en ese día, se ponga misteriosamente en marcha el perezoso ventilador de la justicia y toda la mierda provisional que avente contribuya a intensificar el tufo de corrupción en las inmediaciones del PP y solo del PP.

Primero parecía que la cosa iba contra la presidenta de Madrid, una persona que ha tenido el atrevimiento de ganar por goleada al partido del gobierno. Cierta prensa, independiente, por supuesto, ha ayudado lo que ha podido mostrando los frutos sazonados de un riguroso trabajo de investigación periodística en que se ve cómo parece que este hizo algo que al otro le parecía que podía ser perjudicial para alguien y que todo eso fue vigilado por no se sabe quién aunque nos dicen que es evidente que no podía sino seguir órdenes directas de la Presidenta quien, en su increíble torpeza, estaba procurando espiarse al tiempo que espiaba a los que espiaron a quienes ella pretendía espiar, o algo así.

En estas estábamos cuando, de repente, la cosa tomó un cariz distinto, lo que da que pensar sobre las prisas del estado mayor que dirige el asunto.  De manera inesperada, los espías se vieron alejados del primer plano por una auténtica falange de corruptos que, ¡oh casualidad! parecían haberse sentado todos juntos en la mesa de una boda ya lejana pero, al parecer, decisiva en la historia política del PP.

¿No será que está fallando la coordinación de funciones, siempre tan necesaria, entre los servicios de policía y la judicatura con cuya garantía de independencia nos sentimos cada día más libres y más seguros? Por algo puso Felipe González, en su momento, a Belloch como ministro de ambos asuntos, para que no pasaran estas cosas tan inoportunas, pero no ha habido valor para mantener con el debido vigor esa innovación en defensa de la democracia y así nos va.

En la boda del Escorial estaban todos juntos. ¡Tate, tate! El español, siempre capaz de atar a las moscas por el rabo, saca las consecuencias del caso inmediatamente, y comprende que el tiro va por elevación, que ya se pasa de Esperanza, que se supone es caso cerrado, y se apunta más arriba. Con esto va a pasar como con la transición: que nos hicieron creer que fue una cosa maravillosa y ahora se ha descubierto que fue una época de vileza, silencio cómplice y traición. Ahora, tras la paciente investigación de Rubalcabas y Garzones se va a descubrir que el progreso aznarí no fue sino un improvisado manto con el que cubrir las miserias de una corrupción generalizada, y muchos parecen pensar que ya va siendo hora de que se diga la verdad. Esta preocupación por el pasado siempre acucia cuando el futuro se adivina de color hormiga.

Tratan de implicar a  Aznar porque le temen y aunque se profesan pacifistas, han aprendido la utilidad que pueda tener la guerra preventiva, siempre que se haga con los apoyos necesarios de la opinión, que no les han de faltar. Se malician que Aznar pueda decidirse a intervenir, a poner su autoridad al servicio de los votantes y los militantes del PP para que el partido se enderece como conviene, y saben que con un PP medianamente en forma el batacazo podría ser de espanto.

Yo no sé lo que Aznar pueda estar pensando, pero creo que cada vez son más los españoles que aplaudirían alguna forma de intervención para evitar que colapse un partido que es bastante importante para que en España siga habiendo algo mínimamente parecido a una democracia. Aznar ha dicho ya en público que la situación política actual está más allá de una mera crisis de alternancia, y es seguro que será consecuente, más allá de consideraciones  acerca del grado de responsabilidad que le pueda caber, dado el hecho indiscutible de que conserva una autoridad moral y una capacidad de liderazgo que ahora no abundan. El futuro del PSOE es efectivamente oscuro, aunque haya que reconocer que, sin duda, tienen un buen departamento de efectos especiales.

[Publicado en El Confidencial]