Quienes crean que en la Justicia debe existir la presunción de inocencia, y que las responsabilidades políticas se han de sustanciar de forma homogénea y razonable, tendrán que reconocer que la saña con la que se ha perseguido a Federico Trillo ha roto todos los moldes.
En primer lugar, se quiso hacer al ministro de Defensa de Aznar responsable del accidente aéreo de un avión extranjero y contratado por la OTAN. Esto de la culpabilidad de los accidentes ya se sabe que es arma predilecta de la izquierda, y que no es de aplicación en ningún otro caso. Ya pueden morir centenares de civiles enteramente inocentes y ajenos al caso, que si el bombardeo es de Obama, como ocurrió recientemente en Afganistán, no pasa nada. Ya pueden morir abrasados decenas de bomberos y de agentes forestales en un incendio, como pasó en Guadalajara, que si la CCAA es del PSOE, tampoco pasa nada. A cambio, ya pudimos ver la que se armó con el Prestige, o el aquelarre de los muy decentes con motivo de los atentados del 11M. La derecha es siempre culpable, aunque delinque y asesina con enorme disimulo, pero eso jamás escapa a la atenta vigilancia de los inocentes e impecables izquierdistas que solo reclaman la objetividad y la presunción de inocencia si el sospechoso es de los suyos.
Como el caso aéreo contra Trillo, que no se dedicaba a alquilar aviones, aunque Bono se empeñase en suponerlo, no se tenía de píe, se convirtió el asunto de las identificaciones en la prueba indirecta de su maldad. Al parecer ha sido la prisa en recoger los restos para disimular su gravísima responsabilidad la causa de los errores cometidos y la prueba de la vileza que se le achaca. Ahora un Tribunal ha condenado a unos oficiales por razones más que discutibles y los socialistas, tan decentes, han vuelto a la carga contra Trillo. Sin embargo, nadie puso en duda la inocencia de Bono cuando dos helicópteros militares aterrizaron de manera precipitada y peligrosa a causa de desconocidas razones y murieron militares españoles en Afganistán. Bono no pilotaba, pero Trillo sí recogía desordenadamente los restos. Así pasa siempre.
Felipe González presidía un gobierno en el que altísimos cargos de interior, compañeros de Rubalcaba, cometieron gravísimos delitos condenados con sentencia firme, pero Felipe se enteraba por los periódicos, no como Trillo que, al parecer, se dedicaba a desordenar los restos mortales de Trebisonda con ánimo de hacer más doloroso el trance de los familiares. Lo dicho, una derecha criminal que, a Dios gracias, no pasa inadvertida merced al celo justiciero de nuestros decentísimos progresistas. Cuando a Lenin le recordaron que el PC ruso propugnaba el fin de la pena de muerte, y eso era contradictorio con el número de gente a la que estaban ejecutando, contesto: «¡paparruchas!» Viene de lejos esta ley del embudo.