¿Hay alguien ahí?

La democracia produce siempre la impresión de que todo está ya decidido. Son muchos los que actúan en elecciones dándolo por hecho: la inmensidad de los que se abstienen que, si pudiesen ser homologados positivamente,  constituirían casi siempre el partido más votado.

El ciudadano se siente impotente ante el espectáculo. ¿Qué puedo hacer yo, piensa, frente a los miles de funcionarios y de políticos profesionales y contra los fortísimos intereses que mueven ese tinglado lejano y difícil de comprender que ahora llamamos Europa, por ejemplo?

Se trata, sin duda, de una sensación apropiada al caso. De hecho, cuando alguien se aleja de la vida política experimenta una sensación muy similar, y cae en la cuenta de que las cosas que le movían, le aburren, y que quienes le parecían amigos y dignos de admiración, han pasado a ser personajes completamente ajenos a su existencia.  

Y, sin embargo, por detrás de toda esa turbamulta de las campañas, se mueve algo que, en ningún caso, debiera dejar de interesarnos. Es el curso de un río voluminoso que no sabemos a dónde va, es el futuro que pasa ante nosotros y nos pregunta: ¿y tú, qué harías? Y nuestra respuesta, la que sea, la de votar o la de abstenerse, la de votar a favor o votar en contra, la de elegir, sí que tiene consecuencias. A veces no sabemos medirlas, pero las tiene.

Lo que podemos reprochar a nuestra clase política es que confunda tanto sus asuntos con los nuestros, su acceso al poder con nuestro bienestar, sus pequeñas batallas con eso que los pensadores clásicos llamaron el bien común, un ideal que tantos se empeñan en negar, para que tomemos por tal, únicamente, lo que a ellos interesa.

La confusión deliberada entre los actores y el libreto es exasperante. La sociedad del espectáculo ha llevado esa identificación al paroxismo, y a la mera necedad. Que un grupo de creadores culturales (los de la ceja) se haya prestado a hacer mimos para apoyar a ZP, da muestra de un grado de disolución verdaderamente patético. Que algún rival haya hecho el chiste de “menos ceja y más Oreja”, no es menos lamentable: recuerda esa historia, mil veces repetida, de nuestros peliculeros que, a la hora de vender un bodrio, se dirigen a los atónitos espectadores y les cuentan aquello de “¡qué bien lo hemos pasado en el rodaje!”, como si esa diversión suya nos diera algún motivo para reír, o nos hiciera más capaces de soportar el tostón que pretenden endosarnos.

Muchos sienten impotencia y rabia al comprobar cómo los grandes partidos parecen ajenos a sus preocupaciones, o se dedican a simular que no lo son. Algunos se lanzan a la aventura de crear un nuevo partido, o acarician la idea de hacerlo con la esperanza ingenua de evitar esa clase de lacras en sus formaciones. Me encantaría que lo consiguieran, pero temo que equivocan el diagnóstico. La batalla pendiente para quienes sienten que la política democrática debería ser de otra manera, habrá que darla en la sociedad civil y en el interior de los partidos. Allí es difícil, pero es posible. Fuera parecerá fácil, pero seguramente será una ilusión.

En el seno de los partidos está el terreno de conquista, el espacio en el que se podrán modificar algunas de las cosas que no nos gustan. Es cierto que se trata de un terreno parecido al del salvaje oeste, con sus jueces de la horca y todo, pero es allí donde hay que pelear por una política más cercana a los ciudadanos, menos gratuitamente maniquea, más seria en el análisis de las cosas, menos abandonada a los trucos del comunicador de turno, o del gurú sempiterno, que de todo hay en la viña del señor.

La gente que se irrita con la burocratización de los partidos, con su patrimonialización de la democracia,  con su solipsismo y su arrogancia, suele pedir que se cambien las instituciones, que haya listas abiertas, distritos personales, toda clase de buenas ideas. A parte de que se trata de ideas discutibles y que, en cualquier caso, no obtendrían resultados mágicos, nunca podrán salir adelante si en la sociedad y en los partidos no hay vitalidad, participación, análisis, democracia. Y eso no depende sino de los ciudadanos, de los que quieran conseguirlo. Otra cosa es que sea gratis, que no lo es, pero es la batalla que merece la pena dar cuando, como sucede entre nosotros, las reglas del juego están suficientemente claras y son mínimamente razonables.

La democracia es mucho más aburrida y costosa de lo que sería en el país de las maravillas, pero cuando admiramos los frutos que otros obtienen, que haya podido surgir un líder como Obama, por ejemplo, no pensemos en sus instituciones, sino en el temple de su gente, en la disposición a poner tiempo, energía y dinero para que sus ideas salgan adelante, y en su lucha desde abajo, que es constante, y no solo en campaña. Aquí la mayoría de los partidos solo son interesantes si se está arriba, por eso hay que renovarlos y eso solo es posible sin empeñarse en empezar la casa por el tejado.   

[Publicado en El Confidencial]