Estos días, a propósito de las pugnas en el seno del PP, se han repetido las voces que llaman, siempre desde arriba, a posponer los intereses personales en beneficio del interés (¿supremo?) del partido. Creo que se trata de un consejo que oculta gravísimos errores, pese su apariencia sensata, y sin discutir su conveniencia en determinados casos, no sé si en éste.
Empieza a ser una evidencia que la democracia española está aquejada de un cáncer bastante grave, de una dolencia que algunos autores, más o menos confesadamente autoritarios, consideran enteramente incurable, a saber: la partitocracia ilimitada.
Los males españoles son bien conocidos: extralimitación del poder de los aparatos del partido, extrema politización del conjunto de la vida civil y, en especial, de los medios de comunicación, prohibición y caricaturización, en la práctica, de cualquier debate público, demonización de la disidencia, corrupción generalizada, etc. Las consecuencias más graves de ello son la paralización de la dinámica política, la neutralización total del parlamento, el apartamiento de la política de personas que pudieran ser realmente valiosas, la promoción, ajena a cualquier mérito y a toda suerte de competencia, de Bibianas y Pajines, y un largo etcétera que está en la mente de todos. En España, me gusta repetir, Obama no habría llegado ni a concejal.
Se trata de males que no tienen fácil arreglo, pero que, en todo caso, no se van a resolver fomentando un todavía más alto sometimiento de todos a los caprichos de los de arriba. Las cúpulas de los partidos tendrían que acostumbrarse a que su poder no fuese ilimitado, a que para ellos también existan el derecho y las formas. El PP, en particular, está dando estos días ejemplos realmente aparatosos de lo poco que parecen importar a sus dirigentes, a esos que claman por la sumisión de los demás, las formas, los reglamentos, la ley en general.
Seguramente ocurra que los problemas del PP vengan de su escaso hábito de debate interno, de una espantosa tradición hereditaria que ya va siendo hora de jubilar, de su concepción casi religiosa del liderazgo indiscutible que, como se ve, se lleva mal en los tiempos que corren, cuando los aciertos no acompañan. Al parecer, el presidente del partido se propone dar un golpe de autoridad; sin duda está mal aconsejado, tal vez porque le ciegan los aplausos de la gente a la que paga: en el PP no falta autoridad, sino otras cosas, pero es un sino de los autoritarios el considerar que esa sola clave sea capaz de mover el mundo. Ya verán que no, porque siempre que se actúa como si el fin justificase los medios, esos medios ilegítimos, contradictorios y cínicos, acaban por arruinar cualquier atractivo del fin.