El DRAE ofrece una definición excelente del arbitrista: “Persona que inventa planes o proyectos disparatados para aliviar la Hacienda pública o remediar males políticos”. ¿Les suena? Una de las primeras críticas al arbitrismo se encuentra en la literatura política de Quevedo, en su burla de los «locos repúblicos y razonadores» que, ante un panorama desastroso pergeñaban remedios sencillos e infalibles, pero perfectamente inanes.
El arbitrismo común es una mezcla indiscernible de bondad e ignorancia, un intento, meramente verbal, de acabar por las bravas con las cosas que van mal; si no llega a plaga, es un mal de naturaleza relativamente benigna, cuyo mejor diagnóstico está en la definición de Mencken: “Hay una solución fácil para todo problema humano: clara, plausible y equivocada”.
Lo peculiar es que ahora el arbitrismo se ha instalado en el Gobierno lo que no hace sino potenciar el más negro de los pesimismos. La gente sabe bien que los ciudadanos se pueden permitir las salidas de pata de banco, porque todo queda en un desfogue sin consecuencias, pero siente la tenaza del terror en torno a su cuello cuando ve que el gobierno desvaría, que sigue diciendo bobadas y esperando a que otros nos saquen del bache en que él nos ha metido.
Zapatero ha gobernado este país durante seis largos años con el manual del arbitrista creativo en la mano, lo que le ha llevado a actuar, como si su palabra fuese milagrosa. ZP no ha dejado nunca que los expertos le expliquen nada, de modo que siempre ha estado listo para decir cualquier cosa, para negar la crisis, o para afirmar que ya está acabando cuando apenas ha empezado. Mientras duró la cara amable de la economía, el arbitrismo de ZP podía ser visto como algo relativamente tolerable. Daba lo mismo que el gobierno perdiera el culo gallardamente saliendo de Irak (intentaron darle medallas, imagino que pensionadas, al ministro-jefe de la operación), o que se propusiera una célebre alianza de confusiones. Todo iría bien mientras la fiesta continuase. Y así cayeron sobre nosotros los tripartitos, los procesos de paz, una serie de maravillosas leyes sin fondos, el bachillerato sin exámenes, una política exterior surrealista, las subvenciones hasta para pedirlas… y la paz sindical.
Dada la situación en que nos encontramos no debiéramos extrañarnos de que, con el ejemplo risueño del presidente, el arbitrismo de los españoles esté alcanzando cotas memorables. Tanto quienes le votan como quienes le detestan han sido envenenados por la flojera mental de nuestro líder.
A una porción cada vez más alta de españoles les aburre la política y están empezando a no esperar nada de ella, pero no se dan cuenta de que esa actitud es la que proporciona un fundamento muy sólido al comportamiento rácano de los políticos, a que se dediquen a ver cuándo pasa el cadáver del enemigo, mientras la gente lo pasa realmente mal. Esto nos ocurre por haber empezado la casa por el tejado, por haber aplaudido con exceso a una democracia con serias limitaciones, por tolerar un partitocracia descarada y abusiva. Hay que volver a empezar, desde abajo, sabiendo qué queremos defender y qué combatimos, pero no hay otro remedio que hacerlo a través de los cauces actuales, por atascados y estrechos que sean. Hay que romper con la tendencia a degenerar que se apodera de nuestras instituciones, y hay que hacerlo presionando a los partidos, desde dentro y desde fuera, y creando un nuevo tejido ciudadano y político capaz de romper con la política ritualizada y sin nervio que se lleva en España.
Tenemos por delante dos caminos; el uno lleva a la continuidad, a cohonestar el paquete de desastres que se han hecho contra la libertad y el buen sentido; el otro es más exigente porque supone que los ciudadanos se movilicen, que aprendan a defenderse, que no se conformen con aplaudir, y no den su voto de manera rutinaria siempre a los mismos. Hay que aprender a castigar en las urnas para que los políticos, que no son tontos, caigan en la cuenta de que sus poltronas están en riesgo, y que pretendemos obligarles a ganarse el sueldo.
Se trata, pues, de hacer política, de trabajar desde donde se está por un país más decente, más libre y más eficiente. Los aparatos de los partidos no tienen la exclusiva de la política y, además, son miedosos, temen que se acabe el chollo, pero los ciudadanos no tenemos nada que perder. Solo desde abajo, con el empeño de quienes no quieran consentir los abusos, se podrán hacer de verdad las graves reformas que el país necesita, y que los políticos tratan de evitar.
No conviene olvidar que la política es siempre un reflejo de la sociedad y que, cuando no nos guste lo que vemos, no hay que romper el espejo, sino tratar de arreglar la realidad que refleja. Ahora estamos en un período de calma chicha, pero lo que no se haga ahora no servirá luego, cuando las urnas recuperen todo el espacio y otra vez haya que votar con la nariz tapada.