Liberales y absolutistas, doscientos años después

Por una de esas casualidades de la historia, se han cumplido los doscientos años de la Constitución gaditana al tiempo  que culmina una de las más extraordinarias concentraciones de poder político en la España contemporánea, sobre todo si el domingo que viene se confirman los pronósticos. De este modo, Mariano Rajoy, uno de los políticos con perfil menos agresivo de la democracia, tendría en su manos una enorme cantidad y variedad de poder político, una supremacía perfectamente comparable a la de Felipe González en 1982.   Ni que decir tiene que este extraordinario capital político estará inexorablemente sometido a la lógica de la erosión, no puede sino ir a menos, de forma que la pregunta relevante habría de ser a cambio de qué.
Una tentación comprensible podría llevar a los usufructuarios de esa extensísima legitimidad a administrarla de manera parsimoniosa, a relajarse y gozar de un momento extraordinario que, además, bien pudieran imaginar duradero. Adoptar una actitud  de este tipo constituiría, con toda probabilidad, un error histórico, tanto a corto como a medio plazo. En primer lugar, porque el predominio político no asegura el bienestar general, ni tampoco la calma ciudadana. De persistir el tipo de crisis que padecemos, bien pudiera suceder que las cañas se tornen lanzas, y que un amplio y profundo descontento popular de gravedad inusitada venga a alterar las ensoñaciones placenteras de los partidarios del relajo. Pero, aunque eso no llegase a suceder, cabe suponer que todo lo que le espera al PP, si no hace nada por evitarlo, es que se repita el ciclo del 96, y que en apenas dos legislaturas se desvanezca el espejismo: si se dan las mismas causas y circunstancias, cabe suponer que se producirán los mismos efectos, incluso en España.
La alternativa a este conformismo se encuentra, evidentemente, en aprovechar la supremacía política para apostar a fondo por las reformas, tratando de reorientar la cultura política de los españoles. No cabe duda de que esto provocará duelos y quebrantos, pero, a la larga, facilitará un panorama más risueño.
La historia de estos años de democracia muestra un desequilibrio radical en la manera de ejercer el poder entre la derecha y la izquierda. La derecha apenas se atreve a ejecutar su programa, más allá de la apuesta por la buena gestión económica, y la izquierda no tarda ni dos segundos en poner en marcha la versión más radical del suyo, cosa que no cuadra solo a Zapatero sino también a los gobiernos de Felipe González. A consecuencia de esas dos maneras distintas de entender el gobierno, la derecha acepta el marco legal de sus adversarios, mientras que la izquierda no ha vacilado en cambiarlo.
Algo parecido ocurrió con la Constitución de 1812, los liberales querían cambiar, y no dudaron en ofrecer, como forma de aplacar el adversario, la conservación de cosas que se suponía muy queridas para estos, pero de nada les sirvieron esas precauciones para evitar un largo y profundo absolutismo que barrió rápidamente las modestas reformas liberales. Ahora los papeles están ligeramente cambiados, pero la regla sigue en píe: el absolutismo de izquierdas no vacila en demoler las reformas liberales, como la independencia de la Justicia, por ejemplo, mientras que la derecha tiende a conformarse con ocupar el gobierno sin alterar el orden, y, en consecuencia, los liberales son pasajeros y los socialistas tardan poco en volver al poder del que solo son ocasionalmente desalojados por su incompetencia o su mano larga.
En suma, o Rajoy acierta a poner en marcha reformas profundas y atrevidas, o pronto volverán las aguas a su cauce… y los socialistas a escribir en el BOE con la alegría que les es característica. El hecho de que el poder de Rajoy parezca inmenso puede resultar enormemente equívoco si no se actúa a fondo en Justicia, en Educación, en Política territorial, en Hacienda y en las Administraciones  públicas.
El tiempo, decía Quevedo, ni vuelve ni tropieza, y desaprovechar esta oportunidad se pagará muy caro. Nuestra circunstancia  presenta caracteres extraordinarios para facilitar la adopción de cambios profundos: los españoles se sienten expoliados, detestan la corrupción pública, y comprueban que las administraciones suelen ser tan voluminosas como inútiles; van experimentando cómo muchos de los avances sociales se están quedando en agua de borrajas: que tener un título universitario no sirve de mucho para evitar el paro o el subempleo, o que acudir a la justicia es siempre una desgracia, además de un completo azar.  Demandan unos servicios menos onerosos y más eficientes, una administración menos ensimismada y más transparente, un poder que no se multiplique ni les maree con exigencias barrocas e incomprensibles, una autoridad pública que no les persiga como si fuesen delincuentes mientras los malhechores  campan a sus anchas por las calles. Nada de esto se puede conseguir dejando que pase el tiempo, siempre más fugaz de lo que parecía.

El político vocacional, si es que existe

El político vocacional es, constitutivamente, una especie de iluso, porque profesa la creencia de que hay cosas esenciales que pueden ser cambiadas o mejoradas, y, además, está convencido de que esa será y tendrá que ser la voluntad de sus conciudadanos. El político comienza, por lo tanto, por creer en tres entidades de las que se mofan frecuentemente los escépticos, los supuestos maquiavelos, y los hombres con sentido práctico: la perfectibilidad de la ciudad, la virtud de los ciudadanos, y la libertad humana. Hay, naturalmente, muchas otras formas de hacer lo que aparentemente hace el político, pero lo que constituye la sustancia de la actuación política propiamente dicha, es la triple creencia en la existencia de un Bien común, por decirlo a la manera clásica, en la relevancia de los imperativos morales, y en la inviolabilidad de la conciencia de las personas.  Es obvio que esas tres son las cosas que olvida de manera sistemática el corrupto,  el que no hace política sino que se consagra, exclusiva o preferentemente, a su beneficio personal, sea en términos de poder, sea en términos de recompensa económica, o, lo que es más frecuente, en función de ambas.

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Del maniqueísmo al no es para tanto (España en crisis 6)

Este mediodía discutía con algunos amigos sobre la razón de ser de nuestra tendencia al maniqueísmo político; mis amigos, que son listos y de derechas, aunque algunos crean que esto es imposible, afirmaban que se trataba de una consecuencia de la guerra y los cuarenta años del franquismo. Yo no estuve de acuerdo, aun reconociendo la importancia de esa clase de factores. Me parece más operativo el hecho de que, al no ser una República, todas nuestras elecciones se transforman en enfrentamientos de bloques. Si fuésemos una República, como Francia, o, mejor, como los Estados Unidos, la elección del presidente introduciría un factor balsámico en el enfrentamiento de bloques, cosa que de hecho sucede en estos países. Junto a este factor institucional, el fondo cultural y religioso del que se nutre la sociedad española, que es más viejo y decisivo que la guerra y el franquismo, meros episodios de esa lucha agónica de unos españoles contra otros, favorece el enfrentamiento porque da a entender que unos tienen la razón y el bien, mientras los adversarios persiguen el desvarío y la maldad.
Ya va siendo hora de que abandonemos estas necedades y aprendamos a ser algo más relativistas, aunque la palabra tenga tan merecida y mala fama, que aprendamos a ser menos barrocos y teológicos y más empiristas. Yo creo que serán cada vez más los españoles que juzguen de la política por cómo les va a ellos, por cómo nos va a todos, lo que es muy razonable, y que se sientan felices por comprender y compartir las buenas razones y causas de sus adversarios que, además, son siempre un acicate para la mejora de las nuestras. Hay que aprender a ser menos dogmáticos y más competitivos, con reglas iguales para todos. No es casualidad que el fútbol nos guste tanto, pero nuestro dogmatismo habitual nos priva de admirar el buen juego de los contrarios que, en ocasiones, es extraordinario, como pasa ahora con el Barça a los que somos madridistas.
A mí me parece que Zapatero ha fracasado con sus operaciones de memoria histórica, en sus intentos de ahondar las diferencias entre españoles, pero no basta ese fracaso: deberíamos ser cada vez más los dispuestos a no empeñarnos en luchas fratricidas, en extremismos ideológicos. Es un hecho que el bipartidismo no ayuda, pero tenemos que esforzarnos en que ese bipartidismo sea cada vez más en beneficio de todos, y no en honor a un nuevo guerra-civilismo que sería una causa especialmente estúpida.

La grande y la pequeña maniobra (España en crisis 5)

El excesivo culto a la palabra, a la retórica vacía, tiene una consecuencia demoledora en el debate público, a saber, que tienden a imponerse las grandes palabras, que se deprecia el espíritu crítico, siempre tan escaso porque requiere valor, y se concede un valor enteramente exagerado a lo sentimental, a lo fácil. Visto desde otro ángulo, esa actitud favorece el prestigio de las grandes promesas, de la idea según la cual cualquier mejora requiere la adopción de medidas mucho más radicales y generales que las que suponen necesarias los reformistas, dígase con tono despectivo. Como es natural, esa actitud trae consigo el que, en realidad, nunca se cambie nada, que, en el fondo, se promueva el ideal hipócrita y cínico que establece que sea preciso que todo cambie para que todo siga igual.

En algunas ocasiones he comparado esas dos actitudes frente a los defectos españoles con las posturas contrapuestas de Ramón y Cajal y de Ortega y Gasset en torno al problema de la ciencia en España, de la universidad y de la cultura española, en general. Ortega, además de inspirarse en un modelo que ya casi agonizaba, pretendía que cualquier cambio positivo requeriría reformas muy de fondo, mientras Ramón y Cajal se limitaba a escucharle con gusto, y con cierto escepticismo, y a trabajar de manera incansable, investigando con rigor y audacia, dejándose los ojos en el microscopio y poniendo a los laboratorios españoles bajo su influencia a la vanguardia de la ciencia de su época, pese a las innegables dificultades que trataban de impedirlo.

En el mismo terreno universitario se podría poner un ejemplo mucho más reciente, estrictamente contemporáneo. Es verdad que la universidad española es muy mediocre, que no tenemos, en el año corriente, ninguna entre las 200 mejores del mundo, pero ello no ha impedido, por ejemplo, que el Departamento de Matemáticas de la Universidad Autónoma de Madrid ocupe un lugar mucho más brillante en la jerarquía internacional (está entre el lugar quincuagésimo y el septuagésimo quinto) que el que corresponde al conjunto de las universidades. Los males de la universidad española no impiden a esos matemáticos madrileños hacer un trabajo excelente, aunque sean, o seamos, legión los que se refugien, o los que nos refugiemos, en la mediocridad general para justificar la propia. Todo mejoraría el día que aprendiésemos a trabajar en las reformas posibles, por humildes que parezcan, sin que eso haya de significar ninguna renuncia al ideal, entre otras cosas porque al ideal se llega, únicamente, paso a paso.

El arbitrismo y la política

El DRAE ofrece una definición excelente del arbitrista: “Persona que inventa planes o proyectos disparatados para aliviar la Hacienda pública o remediar males políticos”. ¿Les suena? Una de las primeras críticas al arbitrismo se encuentra en la literatura política de Quevedo, en su burla de los «locos repúblicos y razonadores» que, ante un panorama desastroso pergeñaban remedios sencillos e infalibles, pero perfectamente inanes.
El arbitrismo común es una mezcla indiscernible de bondad e ignorancia, un intento, meramente verbal, de acabar por las bravas con las cosas que van mal; si no llega a plaga, es un mal de naturaleza relativamente benigna, cuyo mejor diagnóstico está en la definición de Mencken: “Hay una solución fácil para todo problema humano: clara, plausible y equivocada”.
Lo peculiar es que ahora el arbitrismo se ha instalado en el Gobierno lo que no hace sino potenciar el más negro de los pesimismos. La gente sabe bien que los ciudadanos se pueden permitir las salidas de pata de banco, porque todo queda en un desfogue sin consecuencias, pero siente la tenaza del terror en torno a su cuello cuando ve que el gobierno desvaría, que sigue diciendo bobadas y esperando a que otros nos saquen del bache en que él nos ha metido.
Zapatero ha gobernado este país durante seis largos años con el manual del arbitrista creativo en la mano, lo que le ha llevado a actuar, como si su palabra fuese milagrosa. ZP no ha dejado nunca que los expertos le expliquen nada, de modo que siempre ha estado listo para decir cualquier cosa, para negar la crisis, o para afirmar que ya está acabando cuando apenas ha empezado. Mientras duró la cara amable de la economía, el arbitrismo de ZP podía ser visto como algo relativamente tolerable. Daba lo mismo que el gobierno perdiera el culo gallardamente saliendo de Irak (intentaron darle medallas, imagino que pensionadas, al ministro-jefe de la operación), o que se propusiera una célebre alianza de confusiones. Todo iría bien mientras la fiesta continuase. Y así cayeron sobre nosotros los tripartitos, los procesos de paz, una serie de maravillosas leyes sin fondos, el bachillerato sin exámenes, una política exterior surrealista, las subvenciones hasta para pedirlas… y la paz sindical.
Dada la situación en que nos encontramos no debiéramos extrañarnos de que, con el ejemplo risueño del presidente, el arbitrismo de los españoles esté alcanzando cotas memorables. Tanto quienes le votan como quienes le detestan han sido envenenados por la flojera mental de nuestro líder.
A una porción cada vez más alta de españoles les aburre la política y están empezando a no esperar nada de ella, pero no se dan cuenta de que esa actitud es la que proporciona un fundamento muy sólido al comportamiento rácano de los políticos, a que se dediquen a ver cuándo pasa el cadáver del enemigo, mientras la gente lo pasa realmente mal. Esto nos ocurre por haber empezado la casa por el tejado, por haber aplaudido con exceso a una democracia con serias limitaciones, por tolerar un partitocracia descarada y abusiva. Hay que volver a empezar, desde abajo, sabiendo qué queremos defender y qué combatimos, pero no hay otro remedio que hacerlo a través de los cauces actuales, por atascados y estrechos que sean. Hay que romper con la tendencia a degenerar que se apodera de nuestras instituciones, y hay que hacerlo presionando a los partidos, desde dentro y desde fuera, y creando un nuevo tejido ciudadano y político capaz de romper con la política ritualizada y sin nervio que se lleva en España.
Tenemos por delante dos caminos; el uno lleva a la continuidad, a cohonestar el paquete de desastres que se han hecho contra la libertad y el buen sentido; el otro es más exigente porque supone que los ciudadanos se movilicen, que aprendan a defenderse, que no se conformen con aplaudir, y no den su voto de manera rutinaria siempre a los mismos. Hay que aprender a castigar en las urnas para que los políticos, que no son tontos, caigan en la cuenta de que sus poltronas están en riesgo, y que pretendemos obligarles a ganarse el sueldo.
Se trata, pues, de hacer política, de trabajar desde donde se está por un país más decente, más libre y más eficiente. Los aparatos de los partidos no tienen la exclusiva de la política y, además, son miedosos, temen que se acabe el chollo, pero los ciudadanos no tenemos nada que perder. Solo desde abajo, con el empeño de quienes no quieran consentir los abusos, se podrán hacer de verdad las graves reformas que el país necesita, y que los políticos tratan de evitar.
No conviene olvidar que la política es siempre un reflejo de la sociedad y que, cuando no nos guste lo que vemos, no hay que romper el espejo, sino tratar de arreglar la realidad que refleja. Ahora estamos en un período de calma chicha, pero lo que no se haga ahora no servirá luego, cuando las urnas recuperen todo el espacio y otra vez haya que votar con la nariz tapada.