El gobierno parece haberle tomado el gusto a su proclamación del estado de alarma y acaricia la idea de prolongarlo, si las circunstancias lo hiciesen oportuno, es decir, si, como hasta ahora, no se le ocurre algo mejor. Que unos centenares de controladores persuadidos de su fuerza y literalmente enloquecidos, hayan sido capaces de forzar al gobierno a proclamar el estado de alarma, algo que nunca había sucedido en los anales de la democracia española, indica muy claramente las graves limitaciones en cuanto a capacidad e iniciativa que aquejan a este gobierno falsamente renovado, porque su presidente sigue al frente de la mesa del consejo de ministros. Nadie razonable puede exculpar a los controladores, y hay que esperar que recaigan sobre ellos las sanciones ejemplares que prevea la legislación. Los controladores, sin embargo, no están sometidos al escrutinio político, y es el conjunto de las acciones del gobierno en relación con la situación de base y en relación con el conflicto presente el que merece ser sometido a disección sin que debamos dejarnos impresionar por las solemnes proclamas que el gobierno ha ido realizando para envolver en una nube de buenas intenciones una actuación, cuando menos, notoriamente imprudente, burda e improvisada. Son muy numerosas las voces autorizadas que advierten que el decreto de estado de alarma puede ser radicalmente inconstitucional, pero, aún sin pronunciarnos sobre ese extremo, parece evidente que el gobierno ha querido tapar con gruesos brochazos su incapacidad para evitar que se produjese una situación de caos como la del último fin de semana. No se elige un gobierno para que se dedique a ganarle pulsos a colectivos mesiánicos, o para que haga exhibición de la panoplia de recursos legales que tiene a su alcance ante cualquier conflicto. Lo que cabe esperar de un gobierno es que sepa afrontar las dificultades antes de que se haga inevitable el conflicto, antes que la cerrazón de algunos pueda causa daños irreparables al conjunto de los ciudadanos, y eso, este gobierno no ha sabido hacerlo. Conforme a su oportunismo habitual, el gobierno se ha dejado deslizar por el camino fácil; en lugar de enfrentarse al desafío de los controladores con firmeza y paciencia, parece haber preferido un escenario en el que pueda producirse un escarmiento, si es que finalmente no acaba escaldado en los tribunales.
No se trata solo de que las medidas de gobierno bordeen la constitucionalidad, sino de que este gobierno no sabe actuar más que a trompicones, es incapaz de trazar una estrategia minuciosa y seguirla paso a paso sin trastabillarse. Nos parece muy peligroso y altamente significativo que este gobierno haya decidido dar un golpe sobre la mesa y refugiarse en la legislación militar. Mucho antes de llegar ahí, tendría que haber acometido una serie de reformas legales, la ley de huelga, por ejemplo, en la que estuviesen perfectamente previstos escenarios como el que hemos vivido, pero seguramente sus prejuicios ideológicos y sus alianzas sindicales le impedirán hacer tal cosa, con grave quebranto del interés y los derechos de todos los españoles.
El gobierno ha procedido con notoria imprudencia, con la precipitación propia de quien no conoce bien sus recursos, y ha puesto en peligro la integridad del ordenamiento legal con la excusa fácil de la eficacia; se trata de un precedente muy peligroso que crea, efectivamente, alarma, conscientes como somos de los abundantes tics totalitarios del gobierno.