La ley del aborto

Este Gobierno ha dado una muestra más de su idea de lo que es la política con la modificación de la ley del aborto, que será hábilmente pulida en el trámite parlamentario para ser todavía más inane. Desde luego no es una ley peor que la vigente, sirve al menos para que veamos a las feministas oficialmente de izquierdas decir tonterías a todo trapo y a mucha gente que muestra una idea muy clara del respeto que tiene a la inteligencia de los españoles y de la idea que se hacen, y quieren que nos hagamos, de la libertad. Puede que los grupos pro vida vean un progreso, no me atrevo a discutirlo, pero me parece un nuevo acto de cobardía política y un ejemplo alquitarado de oportunismo. Nada con sifón, que es en lo que ha venido a parar el PP, el puro cinismo sin habilidad alguna. Pocas cosas muestran mejor el acierto de considerar esta derecha como una izquierda envejecida que lo que ha dicho Rajoy: es la ley Felipe con todas sus triquiñuelas, hipocresías, y con su valor progresista a los ojos de Mariano. 
Para qué sirve la UE

La crisis, esa máscara

Los políticos debieran temer las crisis, pero, en realidad, más parece que las adoren. Las crisis constituyen un auténtico paño de lágrimas en la desgracia, y así el PSOE se lame las heridas pensando que ha sido la crisis, y no los electores, quien les ha sacado por la puerta de atrás de su lugar natural, de La Moncloa. En lo que se suponía ser la otra orilla, en el PP que ha llegado al Gobierno, la crisis está siendo, cada vez más, el único tema de conversación, la gran excusa para hacer lo que se supone que hay que hacer, esto es para gobernar sin asumir responsabilidades, con derecho a esperar la más amplia de las comprensiones, incluso una sonrisa de complicidad, de los afectados por decisiones tan dolorosas como discutibles, tal que la subida del IRPF, que naturalmente ha habido que tomar… a causa de la crisis. Ya no hay política, sólo crisis, hasta el punto que el Gobierno mismo podría entrar ya en crisis de manera natural y súbita, para mimetizarse en el paisaje, para hacer más creíbles esas expresiones de condolencia con las que nos comunican las malas noticias que, de momento, solo son ligeramente mejores que las que nos atizan observadores menos preocupados por el qué dirán, como el FMI y otros  servicios escasamente atentos a procurar el sosiego debido a quienes nos dirigen.
Las reformas se ralentizan por miedo a encalabrinar la crisis, y las que afectan a otras cuestiones menos susceptibles a los vaivenes del dinero, se relegan a la espera de momentos más proclives a la mudanza, conforme al dicho ignaciano  de que son poco aconsejables en tiempos de tribulación. Lo primero que llama la atención es que se pretenda superar la crisis sin alterar los fundamentos de nuestra peculiar constitución económica, eso que nos encamina a los seis millones de parados. Este gobierno parece haberse creído la parte más tonta de su previa propaganda electoral, la atribución a Zapatero de ser la causa universal de las desgracias, cuando lo que Zapatero hizo, que es no hacer nada, capear el temporal, da la sensación de que se está convirtiendo en la tentación dominante del nuevo ejecutivo. Si las cosas fueren a seguir así, lo que se podrá discutir es el número, siempre escaso, de meses que tardaremos en atribuirle a este gobierno la responsabilidad de que todo se deteriore aún más, hasta que Zapatero y Pajín acaben por parecernos víctimas de una honda incomprensión, víctimas inocentes de la naturaleza virulenta de esta crisis, capaz de comerse a un nuevo gobierno que se esperaba milagroso, y que da la sensación de estar a la espera de que su mera existencia, sin hacer gran cosa, obre el prodigio.
Es un error muy de fondo tratar de sobrevivir a la crisis sin afrontar sus causas, sin alterar los errores políticos de fondo, sin corregir el despilfarro de los servicios públicos, sin poner coto al abuso de tantas grandes empresas a costa de la infinita paciencia de los consumidores, sin abolir los privilegios de sindicatos y partidos políticos, su derecho a la pereza, sin tocar los renglones más significativos del gasto público, ya que el servicio de la deuda no podemos ni anularlo ni aplazarlo. El problema es que no se puede salir de la crisis sin decir qué educación se quiere, o qué sanidad se quiere, y eso es pura política, algo que, efectivamente, puede resultar explosivo, pero el miedo al desorden puede  acabar por ahogarnos, llevarnos a la muerte por inanición.  En este Gobierno hay quienes pretenden disculparse de hacer política emboscándose en la crisis económica. Otros exhiben una variante más historicista para explicar la sensación, apenas levemente corregida tras algunos anuncios como el de la reforma del Poder Judicial, de que el gobierno adora la calma chicha y no quiere líos, ni en Televisión, ni en Tráfico, ni en la reforma laboral, en ninguna parte. Se alude entonces a la necesidad de esperar a la victoria, al parecer histórica, en Andalucía, pero la verdad es que tras la histórica victoria en las autonómicas y municipales, y la histórica derrota del PSOE en las generales, aquí no ha pasado nada, salvo Montoro al PSOE por la izquierda, y más o menos eso será lo que puede seguir ocurriendo si los afectados no se encalabrinan lo suficiente y a tiempo.
El gobierno apenas lleva un mes, pero es muy preocupante su tendencia a desdibujarse en la crisis, a envolverse en una retórica churrigueresca sobre sus consecuencias de todo tipo, sin hacer gran cosa por eliminar sus causas. Pretender que podamos salir de nuestra situación porque nos lleve cualquier ola es ignorar el estado del mundo, cosa sobre la que muy bien podría ilustrar al gobierno el ministro que dedica su tiempo a hablar de la Europa federalo a reivindicar castizamente el Gibraltar español. El PP se equivoca posponiendo reformas esenciales con la pepla de la crisis, y puede naufragar muy pronto si no acierta a aprovechar una oportunidad única, la muy amplia convicción de que no podemos seguir así.
[Publicado en El Confidencial]
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Un discurso más para vivir del cuento

La vieja sabiduría de los españoles da por cierto que es inevitable que un determinado número de personas se empeñen en vivir a costa de lo que trabajan los demás, a cuenta de nuestros sudores. Soportar a esa clase de granujas implica el pago de un canon asumible cuando no se exceden en el ejercicio de sus habilidades, pero se convierte en algo insoportable si se sobrepasan ciertos límites. Es lo que ocurre ahora mismo con la  incorregible tendencia de algunos políticos a la verborrea, a la solemnidad fuera de caso, a la conmemoración y el regodeo en la historia, en  lo desgraciados que hemos sido hasta que notemos contado con su benéfica presencia. Este tipo de vividores necesita justificarse y, como no puede apoyarse en lo que realmente hacen, andan siempre a la búsqueda de oportunidades para su lucimiento. A este género de ocasiones es al que hay que referir las palabras que dirigió a los Diputados el presidente del Congreso al finalizar una de las últimas sesiones. 
Aprovechando la proximidad del septuagésimo quinto aniversario del comienzo de la Guerra Civil, el Presidente del Congreso se ha sentido en la necesidad de perpetuar su memoria con unas palabras perfectamente prescindibles, y que no representan otra cosa que su personalísima manera de promover un discurso apartidista sobre la historia. Da grima, de cualquier modo, oír al pobre y decente Azaña en boca del riquísimo Bono.
La excusa de que resulta necesaria alguna conmemoración de la guerra civil es un recurso muy pobre, como lo muestra el hecho de que el propio Bono no haya sentido la necesidad de plantear de manera formal este asunto, y se haya limitado a forzar una especie de autorización de los grupos para que él pueda decir algo que supuestamente no moleste a nadie.
El Congreso de los Diputados ya realizó en 2002 una declaración institucional sobre esta cuestión, y cabría esperar que no se piense en renovarla cada año, como si se tratase de un rito. El Congreso de los Diputados hará bien en no excederse en sus celos historicistas pues son muchas las responsabilidades que ahora mismo le atosigan como para perder tiempo alanceando moros muertos. El buen sentido de los grupos lo ha sabido ver así, pero Bono no ha sido capaz de resistirse a unos minutos de efímera gloria pronunciándose de nuevo sobre un asunto que no está ni en la mente ni en el corazón de ningún español de a píe, que solo preocupa, en realidad, a aquellos que han sabido hacer de este asunto una buena percha de la que colgar subvenciones con la excusa de la Memoria histórica. Ha sido precisamente una de estas asociaciones tan escasamente desinteresadas quien se ha dirigido a la Cámara para pedir que no se pasase por alto el aniversario.
Izquierda Unida, ¿quién si no? había propuesto también una sarta de obviedades para recordar, como si hiciese falta, que nadie está legitimado para establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y la dignidad de todos los ciudadanos, sin que nadie pueda explicar las razones de que Izquierda Unida no trata de promover esta clase de condenas allí donde podrían tener pleno sentido, en la Venezuela de Chaves o en la Cuba de los Castro.
Quizá se entiendan algo más estas triquiñuelas, si se ponen en relación con el intento de llevar a la Cámara a modificar la Ley de Amnistía vigente, y que tan buenos efectos ha tenido, para poder enjuiciar a quienes, según ellos, cometieron esta clase de crímenes en pleno franquismo. Bonita manera de entender la reconciliación y de seguir viviendo del cuento, en ausencia de beneficios más tangibles que los electores puedan llevarse a la boca.
ABC pierde un lector

Bono y los nueve viajeros del tren


En su edición de ayer El Confidencial publicaba una noticia que puede parecer meramente técnica, pero que está dotada de un trasfondo político de primer rango. La noticia señalaba que Renfe suprimirá el servicio de trenes de alta velocidad entre Toledo y Albacete, pasando por Cuenca porque no pasaba de los nueve viajeros al día. No quiero entretener a los lectores calculando el precio al que ha salido cada uno de esos billetes, pero les aseguro que sería una cifra que nos produciría vértigo, un gasto que jamás debiéramos habernos permitido.
En el trasfondo de esta noticia está la política de un personaje secundario pero decisivo de la vida política española, don José Bono, Presidente de Castilla la Mancha durante varias legislaturas, ministro de Defensa en el primer gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y actual presidente del Congreso de los Diputados. Bono ejerció a tope su influencia para conseguir que todas las capitales de Castilla la Mancha tuviesen tren de alta velocidad, costara lo que costase. Así tanto Cuenca, como Toledo, Ciudad Real, Albacete y Guadalajara tienen un servicio de trenes del que carecen ciudades como Londres, Chicago,  Nueva York, Berlín o Los Ángeles.  Al tiempo que conseguía culminar esta proeza, Bono se ha presentado como un líder nacional, como alguien singularmente contrario  a las veleidades de los nacionalistas. Ahora bien, lo que Bono no estará en condiciones de contestar es si el esfuerzo presupuestario, financiero y económico que todos los españoles, también los catalanes, por cierto, han debido hacer para que en su autonomía se pudiese tomar el tren de alta velocidad ha merecido la pena.
No sé si los lectores recordarán otras dos escenas de caudillismo regional protagonizadas por Bono: su oposición a que los aviones del ejército del aire utilizasen un campo de tiro en la provincia de Toledo, en las inmediaciones de Cabañeros, y su oposición a que se cerrase la autovía entre Madrid y Valencia debido a la cercanía de las  hoces del Cabriel, un enclave ecológico de enorme importancia, según el político manchego. El empeño en que el AVE pasase por Cuenca, en particular, retrasó bastante la terminación de las obras, ha supuesto el alargamiento de la línea, un importantísimo incremento de gastos tanto en la construcción como el mantenimiento, y ha hecho que el tiempo de viaje entre Madrid y Valencia, que debiera haber sido el objetivo esencial de la nueva línea,  sea superior al que se hubiera logrado con una línea directa, por lo demás de trazado bastante obvio, y que habría permitido unir Madrid con Valencia en menos de  una hora.
En este punto, Bono tenía a quién imitar. También las capitales catalanas pueden presumir de idéntico nivel de dotaciones: Lérida, Tarragona, Barcelona, donde se convertirá la línea de AVE en una especie de ferrocarril metropolitano, en lugar de situar la estación en las afueras de la ciudad, como era la recomendación unánime de los técnicos, y Gerona disfrutarán de línea de alta distancia. Se entiende, pues, que Bono no quisiera ser menos, y a fe que lo ha conseguido, aunque los manchegos, unos desagradecidos que acaban de votar a María Dolores de Cospedal, no hayan estado a la altura de su responsabilidad, y no se dignen usar un servicio tan exquisito para atender el enorme tráfico profesional, comercial y turístico entre Toledo, Cuenca y Albacete.
Aunque ahora están un poco más atenuados los gritos contra el sistema, no vendría mal caer en la cuenta de que los supuestos vicios del sistema son, en realidad y con mínimas excepciones, vicios de quienes lo protagonizan. El sistema no funciona, se dice, los políticos no solo no resuelven nuestros problemas sino que constituyen un problema que preocupa a muchos. Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que no funciona? Casos como el del particularismo disimulado de Bono ilustran perfectamente lo que ha estado pasando con demasiada frecuencia; no es que el sistema falle, sino que algunos se han especializado en explotar la bisoñez política de una gran mayoría de españoles barriendo para dentro, preocupándose de sus intereses particulares antes que nada, inflando las nóminas de las Autonomías mucho más allá de lo razonable, aunque se profese, como es el caso de Bono, un encendido españolismo retórico.
Que un político haya conseguido torcer la mano del interés general en beneficio de su región puede merecer ciertas simpatías, pero solo hasta cierto punto. La conducta de ese tipo de políticos suele considerarse como nacionalismo, pero pocos políticos habrán dado tantas muestras de apego a los símbolos comunes como el señor Bono, y sin embargo le ha hecho unos rotos muy considerables al interés general.
El caso del AVE manchego es una parábola sobre la supuesta modernización de España: obras de relumbrón, que han podido enriquecer a muchos contratistas, y seguramente a varios más, pero incapaces de generar esa dinámica virtuosa de las buenas inversiones, que solo se han traducido en trenes vacíos. Publicado en El Confidencial

Garzón busca salidas



El señor Garzón, que no sabe estarse quieto y, mucho menos,  esperar pacientemente a que se le juzgue con calma e imparcialidad, da la sensación de estar pensando en ofrecerse como líder indiscutido de esa multitud de indignados que parece estar dispuesta a estar contra todo, menos contra lo que tenía que estar. Indignados & Garzón podría ser una marca con tirón electoral, aunque a la postre no vaya a servir para otra cosa que para buscar la inmunidad que pudiere proteger a este pintoresco aventurero con el manto de los electos. Garzón, que ha demostrado más allá de cualquier duda su enorme excelencia en los procesos en que se la ha consentido ser juez y parte, debe temer como a un nublado la mera posibilidad de que jueces de verdad le acaben poniendo en su sitio. Como mago que es del intrusismo oportunista trata de encabezar un movimiento que justifique sus yerros como un exceso más de los indignados.
Solo así se entiende el elogio de los indignadanos que acaba de perpetrar en la prensa más adicta. Su texto es un ejemplo estelar de prosa laudatoria, de halagos a gente que supone no ha leído ni a Esopo ni a Samaniego, y a la que no se le alcanza que el elogio al pico de oro del cuervo pueda ocultar la zorrísima intención de quedarse con su queso. “Señor bobo, / pues sin otro alimento, / quedáis con alabanzas / tan hinchado y repleto, /digerid las lisonjas / mientras yo como el queso. / Quien oye aduladores, / nunca espere otro premio”.
Sin vergüenza alguna, ha compuesto una pieza que no se sabe si produce mayor pena por su pésimo estilo, o por la endeblez de sus razones. Pero el propósito resulta tan obvio que no se recata en formularlo en clave  poética: “si bien es cierto que, como dice el aforismo africano, el desierto se puede cruzar solo, es más seguro y fiable hacerlo acompañado”. Garzón ofrece un camino de salvación a la alegre muchachada para que le acompañe en su búsqueda del Grial de la inmunidad, para llegar a esa posición en la que ni siquiera un juez de la horca, como los del viejo oeste, pudiera ponerle la mano encima.
Lo que más asombro produce es la confianza de Garzón en que los indignados le identifiquen sin apenas vacilación como uno de los suyos, tan enemigo del capital como del despilfarro, un incorruptible, a prueba de comisionistas, un tipo sencillo, discreto, sin afán alguno de protagonismo.
Tal vez recuerden los indignados como ha tratado de tu a tu al señor Botín, “Querido Emilio”, sin abajarse a tener en cuenta ni la grandeza ni el poder del banquero, instándole muy dignamente a pagar un curso en defensa de los afligidos, y sin reparar en que el banquero tuviese un asuntillo de su entidad en su juzgado. ¿Cabe mayor ejemplo de decencia?
Tampoco dejarán de notar los más avispados de los indignadanos la flexibilidad del señor juez para condenar o liberar de las mismas penas y por los mismos casos a las mismas personas, en horas veinticuatro, con solo una ligera variación de la dirección del viento político. Eso es un líder, deberán pensar, porque,  como decía  el verso quevediano, Garzón sabe muy bien que si quieres que las gentes te sigan, “ándate tú delante dellas”.
Garzón muestra ser un gran pensador, no un simple oportunista, y eso es algo que los chicos acampados necesitan de forma inmediata. Garzón advierte, que nadie se llame a engaños que “el siglo XXI ha revolucionado (sic) para siempre los viejos mecanismos de participación política”, y que, pase lo que pase, ahí estará él para dirigir lo que fuere.

Oliart, el Inquisidor

Es bien sabido que una buena parte de los conversos experimentan una fuerte tendencia a extremar el rigor de sus nuevas convicciones, tal vez para hacerse perdonar su pasado; se trata de una patología, no cabe duda, que debería mover a la piedad, aunque produce sonrojo el ahínco que ponen algunos en defender lo que nunca creyeron. Nos parece que este es el caso que afecta al presidente de la corporación Radio Televisión Española, Alberto Oliart, un político conservador en su ya lejana juventud, y al que no se le recuerda ninguna clase de veleidades animalistas ni antitaurinas. Ahora, sin embargo, llevado por el celo con el que procura no ser señalado por quienes tal vez no le consideren enteramente suyo, ha decidido colocarse a la vanguardia de una de esas ortodoxias memas que definen a los progres de opereta que nos gobiernan. Oliart acaba de decidir que en el Manual de Estilo de RTVE las corridas de toros deberán ser consideradas como un caso claro de “violencia con animales”, lo que le lleva a vetar la exhibición futura de corridas de toros en la televisión que, al menos en teoría, pertenece a todos los españoles.

Oliart comete, sin duda alguna, un exceso de celo, una prevaricación competencial, se deja arrebatar por una sumisión ridícula y excesiva a las nuevas ortodoxias y pretende colocarse en la primera línea de pancarta de la nueva moral. Al actuar así, está atribuyéndose unas funciones que nadie le ha otorgado y está usurpando funciones que, sin duda alguna, no le corresponden. Las corridas de toros son un espectáculo rotundamente español y que cuenta con el respaldo de una amplísima mayoría de ciudadanos, de derecha, de centro y de izquierda. TVE ha exhibido desde su fundación un buen número de corridas que han sido contempladas con gozo por millones de españoles de todas las edades y condiciones. Al suprimir de un plumazo lo que ya se puede considerar una tradición, Oliart muestra el escaso respeto que le merece la cultura española, las instituciones de la democracia y el sistema de derecho vigente. Si se hubiese dado el caso de que hubiere que plantear una nueva actividad política frente a la legítimamente conocida como Fiesta nacional, habría debido ser el Parlamento, como efectivamente sucedió en Cataluña, quien se pronunciase al respecto, de manera que lo que no es tolerable es que un mero director general se atribuya competencias que están enteramente reservadas al legislativo, a quienes sí pueden decidir en nombre de todos. Seguramente entienda Oliart que al actuar como lo ha hecho está haciendo un señalado favor a sus nuevos señores, evitándoles el mal trago que tener que defender ante los electores una medida que, indudablemente, no goza del aprecio popular de una enorme mayoría de españoles. De hecho, el PSOE, que seguramente se regocijará secretamente de la cacicada de su lacayo, no se priva de señalar su reconocimiento a los toros como una parte importante de nuestro españolísimo patrimonio cultural.

Hay personajes que no saben qué hacer para encontrarse con un rengloncito en los registros históricos; sin embargo, Oliart no debería preocuparse por semejantes minucias, porque ya ha tenido su minuto histórico de gloria, o de ridículo, cuando siendo ministro de Defensa, se dejó colocar por los militares en una sillita enteramente inadecuada a su rango. Ahora parece que quiere sacar pecho en esta nueva cruzada en que se mezclan toda clase de bobas ortodoxias. Pues bien, ni es su competencia, ni le vamos a reconocer otra cosa que un oportunismo desorejado.

Manu militari

El gobierno parece haberle tomado el gusto a su proclamación del estado de alarma y acaricia la idea de prolongarlo, si las circunstancias lo hiciesen oportuno, es decir, si, como hasta ahora, no se le ocurre algo mejor. Que unos centenares de controladores persuadidos de su fuerza y literalmente enloquecidos, hayan sido capaces de forzar al gobierno a proclamar el estado de alarma, algo que nunca había sucedido en los anales de la democracia española, indica muy claramente las graves limitaciones en cuanto a capacidad e iniciativa que aquejan a este gobierno falsamente renovado, porque su presidente sigue al frente de la mesa del consejo de ministros. Nadie razonable puede exculpar a los controladores, y hay que esperar que recaigan sobre ellos las sanciones ejemplares que prevea la legislación. Los controladores, sin embargo, no están sometidos al escrutinio político, y es el conjunto de las acciones del gobierno en relación con la situación de base y en relación con el conflicto presente el que merece ser sometido a disección sin que debamos dejarnos impresionar por las solemnes proclamas que el gobierno ha ido realizando para envolver en una nube de buenas intenciones una actuación, cuando menos, notoriamente imprudente, burda e improvisada. Son muy numerosas las voces autorizadas que advierten que el decreto de estado de alarma puede ser radicalmente inconstitucional, pero, aún sin pronunciarnos sobre ese extremo, parece evidente que el gobierno ha querido tapar con gruesos brochazos su incapacidad para evitar que se produjese una situación de caos como la del último fin de semana. No se elige un gobierno para que se dedique a ganarle pulsos a colectivos mesiánicos, o para que haga exhibición de la panoplia de recursos legales que tiene a su alcance ante cualquier conflicto. Lo que cabe esperar de un gobierno es que sepa afrontar las dificultades antes de que se haga inevitable el conflicto, antes que la cerrazón de algunos pueda causa daños irreparables al conjunto de los ciudadanos, y eso, este gobierno no ha sabido hacerlo. Conforme a su oportunismo habitual, el gobierno se ha dejado deslizar por el camino fácil; en lugar de enfrentarse al desafío de los controladores con firmeza y paciencia, parece haber preferido un escenario en el que pueda producirse un escarmiento, si es que finalmente no acaba escaldado en los tribunales.
No se trata solo de que las medidas de gobierno bordeen la constitucionalidad, sino de que este gobierno no sabe actuar más que a trompicones, es incapaz de trazar una estrategia minuciosa y seguirla paso a paso sin trastabillarse. Nos parece muy peligroso y altamente significativo que este gobierno haya decidido dar un golpe sobre la mesa y refugiarse en la legislación militar. Mucho antes de llegar ahí, tendría que haber acometido una serie de reformas legales, la ley de huelga, por ejemplo, en la que estuviesen perfectamente previstos escenarios como el que hemos vivido, pero seguramente sus prejuicios ideológicos y sus alianzas sindicales le impedirán hacer tal cosa, con grave quebranto del interés y los derechos de todos los españoles.
El gobierno ha procedido con notoria imprudencia, con la precipitación propia de quien no conoce bien sus recursos, y ha puesto en peligro la integridad del ordenamiento legal con la excusa fácil de la eficacia; se trata de un precedente muy peligroso que crea, efectivamente, alarma, conscientes como somos de los abundantes tics totalitarios del gobierno.

El bloqueo

Ayer mientras hablaba con un grupo de amigos, entre los que creo que no hay ningún tonto, afirmación arriesgada en cuanto se pasa de tres personas, uno de ellos me preguntó sobre las implicaciones éticas de firmar un manifiesto contra Cuba, es decir, contra el castrismo. No soy ninguna autoridad en ética, aunque, profesionalmente hablando, fuese el más cercano de los presentes a esa clase de cuestiones. Traté de averiguar qué quería decir exactamente mi amigo al interrogarse por las implicaciones éticas de una firma contra el castrismo, pues a primera vista no se me alcanzaba ningún problema, tonto que es uno.
Enseguida apreció la cuestión del bloqueo. Pregunté cuál era la relación entre el bloqueo y la existencia de presos de conciencia, sin obtener ninguna respuesta concluyente. Dije que tal vez el bloqueo pudiese explicar, por ejemplo, la escasez de maquinaria, pero que no era capaz de ver su relación con la práctica de detener a personas por su opiniones, o con la vieja costumbre, anterior a cualquier bloqueo, de no celebrar elecciones libres, y haber laminado cualquier forma de poliarquía. Se habló entonces de las repercusiones morales de apoyar a los de Miami, lo que al parecer se tiene por algunos como algo muy siniestro. Yo mostré mi asombro por imaginar que la disidencia cubana viviese en la abundancia, y les hablé de mis modestísimos esfuerzos por ayudar a que les lleguen algunos libros, ordenadores usados o alimentos. Algunos me miraban perplejos, como si el primer mandamiento consistiese en condenar siempre los Estados Unidos, cosa que no creo.
No pude dejar de observar que pudiera ser que, más que un manifiesto contra el castrismo, estuviésemos asistiendo a un cierre de filas de cierta izquierda para apuntarse el éxito de su derribo, ahora que es algo menos improbable. Algunos son especialistas en quedar siempre en buen lugar, pero, pese a eso, sean bienvenidos como trabajadores de la última hora a una causa evidente, aunque ya vieja.
Luego me quede pensando en el bloqueo, en el bloqueo que pueden producir en gentes habitualmente despiertas algunas consignas, ciertas ideas sobre la perversidad moral del capitalismo, el deseo de mantener en pie la ficción de que algo de lo que pueda quedar en Cuba tenga que ver con ideales evidentes, sublimes, más allá de cualquier análisis. Eso sí que es un bloqueo, el mejor invento de Castro desde Sierra Maestra.