Tal es el título de una excelente película australiana, escrita y dirigida por David Michôd que he tenido la suerte de ver en uno de esos cines en que, en cuanto te descuidas, te colocan un verdadero tostón, pretencioso, aburrido, ininteligible, aunque ese no suela ser el caso con películas anglos, en un sentido amplio. Vayan a verla, que me temo dure poco en pantalla.
La historia es original y está contada con enorme honestidad, sin trucos ni jeribeques, pero de tal modo que es imposible no identificarse con la suerte, muy perra, del protagonista, un chaval de diecisiete años cuya vida es un ejemplo de cómo pueden florecer las rosas en cualquier estercolero, de cómo hemos podido avanzar algo a pesar de la cantidad de tipos, y de tipas, sin escrúpulos, venales, falsos y letales que pueblan el universo mundo, y más, parece razonable concederlo, en el ambiente de delincuencia que se retrata. El análisis es tan fino y los actores lo hacen tan bien que la película puede ser, y lo es, muy parca en palabras, las cosas se ven que siempre es lo mejor que puede pasar en el cine. No cabe duda de que los humanos formamos un bestiario muy peculiar, muy diverso, y este retrato hace justicia a un buen número de elementos, de los peores, de los mejores, y de los que sufren por unos y otros sin poder hacer ni siquiera uso de su inocencia.