En la época contemporánea, los ciudadanos se encuentran, al comienzo de su madurez cívica, con sociedades ya constituidas en las que los distintos poderes han forjado, en el mejor de los casos, alguna especie de equilibrio. La mayoría de las personas conciben su vida en términos de adaptación y encumbramiento personal, se adaptan a las reglas vigentes y tratan de prosperar, solos o con ayuda de otros. Por supuesto que en esa tarea se dan cuenta de que hay numerosas instituciones y relaciones sociales que son absurdas o disfuncionales, y, normalmente, tratan de evitar que les perjudiquen, pero apenas conciben seriamente la idea de que puedan ser modificadas. Muchas veces protestan y se enfrentan con ellas en el plano personal y profesional, pero raramente entienden que su misión en la vida sea dedicarse a abolirlas o cambiarlas por otras mejores. Sea que entiendan que eso es imposible, sea que asuman que no es esa su misión en este mundo, el hecho es que la mayoría de los hombres se han adaptado siempre y en todas partes a lo que les ha tocado vivir, a dictaduras, a estados fallidos, o a democracias corruptas; también, lógicamente, a los usos de las democracias más respetables, que, como dijo Lord Acton, están siempre en riesgo de corrupción, salvo que lo eviten políticos capaces y los ciudadanos responsables y atentos.
Frente a las personas comunes, el político cree en que el cambio es necesario y posible, y concibe su vida y su dedicación como una consagración a la tarea precisa para alcanzar tal meta. El político es, por tanto, un individuo ambicioso e inconformista, y lo seguirá siendo mientras no se corrompa, siempre que no olvide su vocación, ni la responsabilidad de su misión; cuando un político abdica de su función esencial, de su auténtico poder, y se dedique a pactar con el régimen establecido, se convierte en un funcionario del poder, en un escriba del emperador, en algo mucho menos importante que lo que podría ser.