La literatura política ha echado mano de manera muy frecuente de la metáfora de la nave para referirse a los asuntos del Estado, a la deriva de los problemas nacionales. La nave española parece encontrarse ante una serie de amenazas que si no llegan a constituir la tormenta perfecta, tampoco le andan muy lejos. Seguramente lo más peculiar que nos pasa es que se han juntado varias situaciones agónicas, a la vez que hemos debido soportar los efectos de un desgobierno realmente muy pernicioso porque ha jugado con nuestras vidas y haciendas tratando de ahuyentar los peligros con frases pomposas y con acciones ridículas y contraproducentes. Además del castigo que siempre inflige un mal gobierno, sobre todo si es persistente, como es el caso, padecemos, al tiempo y como mínimo, una crisis financiera, una crisis de modelo productivo, una crisis constitucional, y una fortísima crisis de credibilidad, además de un buen número de graves desajustes en asuntos nada menores como la Justicia o la Educación.
Una crisis que amenaza pudrirse
Ante un panorama tan sombrío y amenazante, a mucha gente le pasa que no sabe si viene o si va, si ponerse a servir o tomar criada. Les ocurre lo que a los indignados, que saben dónde duele, pero ignoran la causa, y discuten de forma confusa y bastante primitiva, contaminada del voluntarismo poético con el que Zapatero ha deteriorado el ambiente, sobre lo que habría que hacer. En una situación política normal, es evidente que estaríamos a punto de adoptar medidas excepcionales con el apoyo de todos, pero con la política que padecemos eso es hablar de lo excusado.
La solución que debiera imponerse desde un punto de vista lógico, una vez descartado por inimaginable, lo que es tremendo, un pacto de estado en forma de gran coalición, es la convocatoria inmediata de elecciones generales. Es lo que acabará sucediendo, porque apenas queda tiempo útil para otra cosa, pero hay que subrayar que nunca podrán tener el mismo efecto político unas elecciones que se convocasen con gallardía y convicción para pedir al pueblo, incluso con dramatismo, que se pronuncie con claridad sobre las políticas contrapuestas, que unas elecciones a redopelo, que se celebren porque no se pueden evitar.
Como estamos ante este escenario, resultaría verdaderamente preocupante que los fenómenos en que se concreta el clima de rechazo hacia las instituciones se volcasen sobre las elecciones y sobre su vencedor, que se arriesgaría a ganarlas con una notable merma de legitimidad. Es obvio que una manipulación de tal calibre es poco sensata, pero la subversión y la alteración del orden, el clima que precede a las revoluciones, suelen tener poco que ver con la sensatez. Además, a quienes interesa que se generalice el motín, no necesitan que ninguna revolución triunfe; en realidad son tan enemigos de ella como los conservadores más recalcitrantes, porque les basta la serie de beneficios marginales que creen obtener con la crispación, la tensión y el desorden, y no sería la primera vez que usasen este tipo de estratagemas para acrecer una colecta de votos muy mermada.
Como era previsible ante la gravedad del caso, se ha desatado un proceso con características inéditas. Quienes se obstinen en interpretarlo, y en torcerlo, de manera partidista, tratando de poner en aprietos a un PP que es claro favorito para ganar las generales con amplitud, no deberían desechar la verosimilitud del efecto contrario, que el PP aumente sus votos por el miedo que desencadena un proceso de apariencia, al menos, revolucionaria.
Es muy lamentable la devaluación de la democracia que se denuncia por todas partes, porque además es muy injusta, muy poco inteligente. Cualquier persona que no sea ciega e insensible tiene que sentirse dolida con el daño que, por culpa de políticos mediocres y cobardes, se está haciendo a los principios de la democracia liberal por la que siempre han luchado los mejores de entre nosotros y que muchos jóvenes apenas pueden valorar porque, muy equivocadamente, los dan por descontados, ignorando que la libertad siempre está en riesgo y que, como dijo Jiménez Lozano, es una capa muy fina la que siempre separa la civilización de la barbarie. A pesar de todos su feos e ingentes defectos del presente, la democracia ha significado para España una época de progreso y de bienestar, nada común en nuestra historia.
Pase lo que pase, la convocatoria de elecciones tendrá que servir para restaurar la confianza en la democracia y en los valores que la hacen preferible, ahora muy deteriorados, y eso dependerá, sobre todo, de la grandeza de miras y del patriotismo de nuestros líderes, pero también de la inteligencia y el valor de quienes no estamos dispuestos a consentir que esta crisis se pudra, y, con ella, nuestra esperanza, y la de toda una generación que ahora está asustada y desesperada porque no tiene horizonte, porque nadie le ofrece otra cosa que becas inútiles, aplazamientos, subsidios y mentiras.
Publicado en El Confidencial