¿A qué esperamos?


La proclamación de Rubalcaba como candidato del PSOE a las elecciones generales debería poner fin, de manera inmediata, a la legislatura, a un Gobierno que se ha quedado sin programa, sin líder, y sin otro objetivo que mantener una apariencia de normalidad, una  pretensión que se da de bruces con una crisis política  y económica  sin precedentes, y que reclama, cosa que ya nadie niega, la urgencia de las urnas. Hasta la sentencia de Bildu este gobierno tenía un motivo, equivocado y egoísta, pero efectivo, para continuar, pero, una vez que se ha hecho evidente la torpeza de ese propósito, y se ha consumado el desastre electoral, este Gobierno no tiene ya nada que hacer, y, por un elemental sentido de la prudencia, debiera permanecer con la boca cerrada. Zapatero no puede seguir dirigiendo un gobierno que ha dejado de existir y que, conforme con la tradición socialista, va a estar estrictamente subordinado a los intereses de su partido, es decir, a las indicaciones de quien todavía es su Vicepresidente primero. No se trata de una mera bicefalia, sino de un auténtico disparate.
Sería razonable que el PSOE pudiese solicitar un tiempo de espera para dar a conocer a su candidato si éste hubiese sido escogido desde las bases en un proceso de primarias, pero resulta que el partido, vista la magnitud de la debacle, ha tenido la ocurrencia de recurrir a un veterano, a alguien que lleva más de treinta años en el primer plano de a política y al que, si le aflige algún problema en el plano de la imagen pública, no es precisamente el de ser un desconocido. Todas las estratagemas, un poco tontas, todo hay que decirlo, que ha venido ensayando Rubalcaba, han tratado precisamente de ocultar lo mucho que sabemos de él tras una máscara publicitaria que permitiera presentar como novedad a uno de los políticos en activo de mayor edad, a quien ha sido un fijo en cualquier quiniela del poder desde hace más de treinta años.
El PSOE tiene difícil la definición de su política futura, pero se trata de una dificultad aparente y, en realidad, es parte del precio que tiene que pagar por los importantes y gravísimos errores cometidos. Rubalcaba no puede presentarse como un rival de Zapatero, aunque le tentará ensayar gestos que lo simulen, pero, menos aún, puede dedicarse a alabar los logros de lo que también ha sido su Gobierno. Se trata de un problema que no podrá resolver en el tiempo que queda de legislatura, de manera que mejor sería para él que se aviniese cuanto antes el castigo, seguro de que nadie le va a imputar el desastre, y cierto de que cualquier atisbo de ligera mejora se computará en su favor.
Después, si se atreve, tendrá tiempo para tratar de poner en píe un nuevo proyecto socialista, dado que las legislaturas de Zapatero   han supuesto, evidentemente, un intento equivocado de redefinir el socialismo posible en el siglo XXI. 
Hay que suponer que expertos de todos los pelajes estarán abrumando al candidato sobre la idoneidad de una u otra fecha para paliar los efectos del desastre reciente, que si en octubre, que si en noviembre, pero lo único que está claro, a día de hoy, es que no existe razón alguna para retrasar las elecciones, que todo lo que no sea convocarlas cuanto antes, supone un perjuicio a los intereses nacionales y al  conjunto de los españoles, y que es bastante dudoso que pueda servir a los intereses de un partido que no sepa retirarse del escenario cuando el público está arrojándole toda clase de objetos de manera escasamente cariñosa. 


Abusos de las telefónicas

Una crisis que amenaza pudrirse

La literatura política ha echado mano de manera muy frecuente de la metáfora de la nave para referirse a los asuntos del Estado, a la deriva de los problemas nacionales. La nave española parece encontrarse ante una serie de amenazas que si no llegan a constituir la tormenta perfecta, tampoco le andan muy lejos. Seguramente lo más peculiar que nos pasa es que se han juntado varias situaciones agónicas, a la vez que hemos debido soportar los efectos de un desgobierno realmente muy pernicioso porque ha jugado con nuestras vidas y haciendas tratando de ahuyentar los peligros con frases pomposas y con acciones ridículas y contraproducentes. Además del castigo que siempre inflige un mal gobierno, sobre todo si es persistente, como es el caso, padecemos, al tiempo y como mínimo, una crisis financiera, una crisis de modelo productivo, una crisis constitucional, y una fortísima crisis de credibilidad, además de un buen número de graves desajustes en asuntos nada menores como la Justicia o la Educación.

Ante un panorama tan sombrío y amenazante, a mucha gente le pasa que no sabe si viene o si va, si ponerse a servir o tomar criada. Les ocurre lo que a los indignados, que saben dónde duele, pero ignoran la causa, y discuten de forma confusa y bastante primitiva, contaminada del voluntarismo poético con el que Zapatero ha deteriorado el ambiente,  sobre lo que habría que hacer. En una situación política normal, es evidente que estaríamos a punto de adoptar medidas excepcionales con el apoyo de todos, pero con la política que padecemos eso es hablar de lo excusado.
La solución que debiera imponerse desde un punto de vista lógico, una vez descartado por inimaginable, lo que es tremendo, un pacto de estado en forma de gran coalición, es la convocatoria inmediata de elecciones generales. Es lo que acabará sucediendo, porque apenas queda tiempo útil para otra cosa, pero hay que subrayar que nunca podrán tener el mismo efecto político unas elecciones que se convocasen con gallardía y convicción para pedir al pueblo, incluso con dramatismo, que  se pronuncie con claridad sobre las políticas contrapuestas, que unas elecciones a redopelo, que se celebren porque no se pueden evitar.
Como estamos ante este escenario, resultaría  verdaderamente preocupante que los fenómenos en que se concreta el clima de rechazo hacia las instituciones se volcasen sobre las elecciones y sobre su vencedor, que se arriesgaría a ganarlas con una notable merma de legitimidad.  Es obvio que una manipulación de tal calibre es poco sensata, pero la subversión y la alteración del orden, el clima que precede a las revoluciones, suelen tener poco que ver con la sensatez. Además, a quienes interesa que se generalice el motín, no necesitan que ninguna revolución triunfe; en realidad son tan enemigos de ella como los conservadores más recalcitrantes,  porque les basta la serie de beneficios marginales que creen obtener con la crispación, la tensión y el desorden, y no sería la primera vez que usasen este tipo de estratagemas para acrecer una colecta de votos muy mermada.
Como era previsible ante la gravedad del caso,  se ha desatado un proceso con características inéditas. Quienes se obstinen en interpretarlo, y en torcerlo, de manera partidista, tratando de poner en aprietos a un PP que es claro favorito para ganar las generales con amplitud, no deberían desechar la verosimilitud del efecto contrario, que el PP aumente sus votos por el miedo que desencadena un proceso de apariencia, al menos, revolucionaria.
Es muy lamentable la devaluación de la democracia que se denuncia por todas partes, porque además es muy injusta, muy poco inteligente. Cualquier persona que no sea ciega e insensible tiene que sentirse dolida con el daño que, por culpa de políticos mediocres y cobardes, se está haciendo a los principios de la democracia liberal por la que siempre han luchado los mejores de entre nosotros y que muchos jóvenes apenas pueden valorar porque, muy equivocadamente, los dan por descontados, ignorando que la libertad siempre está en riesgo y que, como dijo Jiménez Lozano, es una capa muy fina la que siempre separa la civilización de la barbarie. A pesar de todos su feos e ingentes defectos del presente, la democracia ha significado para España una época de progreso y de bienestar, nada común en nuestra historia.
Pase lo que pase, la convocatoria de elecciones tendrá que servir para restaurar la confianza en la democracia y en los valores que la hacen preferible, ahora muy deteriorados, y eso dependerá, sobre todo, de la grandeza de miras y del patriotismo de nuestros líderes, pero también de la inteligencia y el valor de quienes no estamos dispuestos a consentir que esta crisis se pudra, y, con ella, nuestra esperanza, y la de toda una generación que ahora está asustada y desesperada porque no tiene horizonte, porque nadie le ofrece otra cosa que becas inútiles, aplazamientos, subsidios y mentiras.
Publicado en El Confidencial

A vueltas con el canon

Dontancredismo al borde del abismo

La irresponsabilidad de Zapatero tratando de poner por encima de todo sus intereses, y los de su partido, en una situación económica que no admite contemplaciones está batiendo records. Es evidente que el destino de los españoles y de nuestras economías les importa una higa, mientras puedan seguir engañando al suficiente número de personas, a sus víctimas, y protegiendo los intereses de los poderosos con los que se han aliado, y no hace falta señalar. La manera como marean la fecha en la que se modificará el régimen de las pensiones, por ejemplo, y el continuo intento de engañar afirmando que las cosas mejoran son burdas maniobras que irritan en el exterior y que no sirven sino para gravar y hacer más probable una auténtica debacle, una intervención exterior que dejaría el país como estaba en los años cincuenta, por decir algo.
No me asombra tanto su maldad y su egoísmo ciego como la necedad de quienes endosan estas maniobras. La única solución es que este señor y su partido se vayan ya, que convoquen elecciones y que un nuevo gobierno, aunque fuese de ellos, pueda a empezar a tomarse en serio la situación en la que nos encontramos y a tratar de arreglarla, devolviendo la confianza a los mercados y a los que tenemos que emprender cosas nuevas que saquen a España del marasmo en que nos está ahogando el gobierno malhadado de ZP.
Lo siento, no me gusta emplear este tono que se pudiera confundir con el de un radicalismo que repudio y me molesta, pero creo, sinceramente, que no nos merecemos continuar en esta agonía sin esperanza alguna, y que ZP ya solo puede hacer una cosa por nosotros: marcharse.