El doble atentado del día 22 en Oslo tendrá largas consecuencias, independientemente de quienes hayan sido los asesinos. Es evidente que siempre cabe que alguien ponga en marcha un acto terrorista sin que sepa dar explicación precisa de cuáles han sido ni sus razones ni sus intenciones, pero esa vía de explicación no debiera ocultarnos que las democracias tienen enemigos muy obvios y poderosos, perfectamente capaces de aliarse con cualquier demonio para causar el terror, el desconcierto y el miedo. A primera vista, las sospechas parecen dirigirse hacia grupos extremistas, entre los que, hablando con propiedad, se hace muy difícil distinguir la derecha de la izquierda, porque su rasgo predominante es el desprecio de las libertades, su odio al mercado, y su burla de la democracia, caracteres que los identifican como grupos anti-sistema antes que de ningún otro modo. Tampoco sería la primera vez que los fanatismos se aliasen contra un enemigo común, ni que nazis e islamistas compartiesen objetivos. No cabe, por tanto, sacar conclusiones políticas precipitadas de una brutalidad tan salvaje y absurda como la que nos afligió en marzo de 2004. Por cierto, que, a diferencia de lo que aconteció entonces, no hemos debido pasar por la vergüenza de ver cómo la oposición agita el miedo y la consternación de los ciudadanos contra un gobierno inocente de la barbarie. Algunos parece que no aprenden y tratan de seguir sacando ventajas políticas del crimen, Rubalcaba lamenta especialmente que las víctimas sean socialistas y Público evita el disfraz masónico del principal sospechoso para presentarlo como cristiano radical.
No hay otro remedio que tratar de entender lo que ha ocurrido acudiendo a, consideraciones muy generales sobre las razones que puedan hacer explicable un crimen tan espantoso, tan cruel y tan fríamente ejecutado. La sociedad noruega es ejemplarmente civilizada y tolerante y eso es algo que muchos extremistas consideran el peor de los pecados capitales. Desde la guerra contra el nazismo, los noruegos no habían padecido ninguna forma de violencia política, de manera que se hace difícil pensar que las razones últimas del crimen se encuentren en la sociedad noruega. Parece más un caso de globalización por las bravas de ese oscuro descontento contra las democracias que anida tanto en el islamismo radical como en los grupos antisistema, y que ambos han decidido mundializar a base de atentados tan salvajes como inesperados e incomprensibles. Las democracias deben dejar de pensar que viven en un mundo idílico porque los huevos de la serpiente pueden ocultarse en el rincón más insospechado, y deben adiestrarse en una nueva defensa de la libertad y de la tolerancia con el fin de establecer fronteras culturales muy nítidas contra las que se estrellen los que no saben hacer otra cosa que hablar con el lenguaje del terror. El miedo que quieren infundirnos es un instrumento para la ofuscación, para que renunciemos a pensar con libertad a cambio de darles todo lo que piden. Para nuestra desgracia, los españoles sabemos bastante de las artimañas de los terroristas para disfrazarse como ovejas que han reñido con los lobos.
No debiéramos renunciar a saber quiénes son los que han diseñado esta matanza pretendiendo que sea ejemplar. Lo único que es seguro es que quienes recurren al terror están, siempre, persiguiendo otra cosa, y no renuncian a tener razones para el asesinato. Esos objetivos y esas pretensiones tiene que ser esclarecidas sin que caigamos en la ingenuidad de dar por buenas las diversas trampas y trampantojos tras los que se ocultan los poderosos y crecidos enemigos de la libertad. Europa tiene que aprender a defenderse de esta amenaza que nadie debería reducir a un incidente casual.