Oliart, el Inquisidor

Es bien sabido que una buena parte de los conversos experimentan una fuerte tendencia a extremar el rigor de sus nuevas convicciones, tal vez para hacerse perdonar su pasado; se trata de una patología, no cabe duda, que debería mover a la piedad, aunque produce sonrojo el ahínco que ponen algunos en defender lo que nunca creyeron. Nos parece que este es el caso que afecta al presidente de la corporación Radio Televisión Española, Alberto Oliart, un político conservador en su ya lejana juventud, y al que no se le recuerda ninguna clase de veleidades animalistas ni antitaurinas. Ahora, sin embargo, llevado por el celo con el que procura no ser señalado por quienes tal vez no le consideren enteramente suyo, ha decidido colocarse a la vanguardia de una de esas ortodoxias memas que definen a los progres de opereta que nos gobiernan. Oliart acaba de decidir que en el Manual de Estilo de RTVE las corridas de toros deberán ser consideradas como un caso claro de “violencia con animales”, lo que le lleva a vetar la exhibición futura de corridas de toros en la televisión que, al menos en teoría, pertenece a todos los españoles.

Oliart comete, sin duda alguna, un exceso de celo, una prevaricación competencial, se deja arrebatar por una sumisión ridícula y excesiva a las nuevas ortodoxias y pretende colocarse en la primera línea de pancarta de la nueva moral. Al actuar así, está atribuyéndose unas funciones que nadie le ha otorgado y está usurpando funciones que, sin duda alguna, no le corresponden. Las corridas de toros son un espectáculo rotundamente español y que cuenta con el respaldo de una amplísima mayoría de ciudadanos, de derecha, de centro y de izquierda. TVE ha exhibido desde su fundación un buen número de corridas que han sido contempladas con gozo por millones de españoles de todas las edades y condiciones. Al suprimir de un plumazo lo que ya se puede considerar una tradición, Oliart muestra el escaso respeto que le merece la cultura española, las instituciones de la democracia y el sistema de derecho vigente. Si se hubiese dado el caso de que hubiere que plantear una nueva actividad política frente a la legítimamente conocida como Fiesta nacional, habría debido ser el Parlamento, como efectivamente sucedió en Cataluña, quien se pronunciase al respecto, de manera que lo que no es tolerable es que un mero director general se atribuya competencias que están enteramente reservadas al legislativo, a quienes sí pueden decidir en nombre de todos. Seguramente entienda Oliart que al actuar como lo ha hecho está haciendo un señalado favor a sus nuevos señores, evitándoles el mal trago que tener que defender ante los electores una medida que, indudablemente, no goza del aprecio popular de una enorme mayoría de españoles. De hecho, el PSOE, que seguramente se regocijará secretamente de la cacicada de su lacayo, no se priva de señalar su reconocimiento a los toros como una parte importante de nuestro españolísimo patrimonio cultural.

Hay personajes que no saben qué hacer para encontrarse con un rengloncito en los registros históricos; sin embargo, Oliart no debería preocuparse por semejantes minucias, porque ya ha tenido su minuto histórico de gloria, o de ridículo, cuando siendo ministro de Defensa, se dejó colocar por los militares en una sillita enteramente inadecuada a su rango. Ahora parece que quiere sacar pecho en esta nueva cruzada en que se mezclan toda clase de bobas ortodoxias. Pues bien, ni es su competencia, ni le vamos a reconocer otra cosa que un oportunismo desorejado.

Cataluña y los toros

No sé con certeza cuál de las dos razones sea la dominante en la voluntad de los diputados catalanes y catalanistas que han votado la prohibición de la tauromaquia en Cataluña. No sé el porcentaje de animalismo y el de antiespañolismo qué corresponde a la medida, pero cualquiera de las dos razones me produce repulsión.
Jamás he ido a una corrida, bueno, una vez, y medio obligado, he visto un par de toros, me parece; no me gustan los toros, pero me gustan mucho menos las prohibiciones, me molestan los que nos desprecian, y no me gusta nada, pero nada, la religión animalista que se está imponiendo por ahí. Es decir, aunque no considero que lo que a veces se llama la Fiesta Nacional sea el colmo de los colmos, me molesta que tiren piedras contra ella a ver si me dan a mí, aunque no sea de esa guerra.
El animalismo me parece una auténtica regresión, además de que sea, con gran frecuencia, una hipocresía. Sólo me puedo tomar en serio a los vegans, a los vegetarianos radicales, y, los que yo he conocido, son personajes un poco peculiares, por decirlo de manera breve, aunque no todos, pero, al menos, sus razones, aunque un tanto inasibles, no son contradictorias.
Creo que el movimiento de derechos de los animales es positivo en la medida en que promueva un respeto a nuestros hermanos, como los llamaba San Francisco, y una cierta veneración de la naturaleza, pero pasarse de ahí es puro antihumanismo, y, como digo, una peligrosa creencia sin demasiado fundamento.
No escribiré ni una línea de elogio de los toros, que no lo necesitan, y han tenido estupendos defensores; por nacimiento prefiero a las vacas, tan dulces y mansas, y que eran, cuando niño, como de la familia. Ni siquiera entonaré una elegía cultural que me parece fuera de lugar, aunque otros usen y abusen del género.
Creo que los catalanes deberían dedicarse a no tocar las narices al resto de los españoles, pero se ve que les va, y hay que reconocer que lo hacen bien; al fin y al cabo, no me molesta que prefieran al burro como símbolo y desdeñen el toro de Osborne, pero lo que no acabo de entender es que se quejen de que caen mal y, al tiempo, se dediquen a perseguir a los taxistas que sacan la bandera de España el día de la victoria sobre Holanda, o a mostrar su supuesta superioridad moral prohibiendo las corridas. Me parece que están haciendo grandes esfuerzos para que no haya otro remedio que tenerles por antipáticos, y bien que lo siento.