Esperanza y la instrucción

Una de las cualidades que nadie osaría negar a Esperanza Aguirre es su capacidad para generar polémica. Esto de la polémica es una forma amanerada de llamar a lo que, también amaneradamente, se suele llamar debate. Ahora acaba de afirmar que el Estado debiera sacar su manos de la educación y dedicarse a la instrucción. Esperanza tropieza con que la gente está poco acostumbrada a los distingos, menos aún si estos son clásicos y no están muy vigentes en el lenguaje corriente. Así, es fácil malentender lo que dice la presidenta madrileña, incluso caricaturizarlo, pero no quisiera dejar de subrayar que dice algo muy importante para la democracia y para la libertad, aunque ya sé que a muchos les parece que la democracia es sólo su libertad… y que los demás se sometan a ella. Lo esencial es que en la educación se incluye, de hecho, la presentación y la jerarquización de valores morales y políticos ante los que el Estado tendría que ser neutral, porque son, y, sobre todo, debieran ser,  patrimonio de los ciudadanos, de su libre conciencia, no un bien que puedan administrar los funcionarios. 
Al distinguir educación de instrucción creo que lo que quiere decir es que los funcionarios del Estado, los colegios públicos y los planes de enseñanza, no debieran entrar en el santuario de la conciencia individual, allí donde se toman las decisiones morales y políticas. Esto debería ser evidente, pero vivimos en una época en que todo está confuso y en la que los que dicen pretender nuestra liberación pugnan eficazmente por imponer una ortodoxia asfixiante.  Esperanza tiene razón, aunque temo que haya empleado un lenguaje demasiado añejo, fácil al equívoco, a eso que cultivan con esmero y maestría los totalitarios de todos los partidos. 
Internet y la estupidez

Decimos guerra

Los españoles nos hemos anunciado mundo adelante como un país pasional, y ha debido haber quienes lo crean. Otro mito favorable que exportamos es el de la improvisación, una especie de hermana tonta de la creatividad. No creo que hubiésemos podido llegar muy lejos postulando nuestra capacidad crítica o nuestro espíritu lógico: la cosa es tan grave que se trata de dos actitudes que suscitan el denuesto casi universal entre hispanos; tanto a la derecha como a la izquierda, entre tradicionalistas o revolucionarios, con conservadores o progresistas, hay una especie de acuerdo no escrito que lo de pensar es muestra de debilidad mental, de falta de carácter. Fíjense las hermosas  campañas que nos perderíamos si fuésemos un poco más analíticos: ¡cómo íbamos a defender al juez Garzón!, o ¡cómo podríamos dejar de comparar el asalto a la capilla de la UCM con los sucesos previos a la guerra civil!, por ejemplo; hay que reconocer que solo de pensarlo se le erizan a uno los cabellos.
Bueno, a lo que iba. Decimos “guerra” y se nos nublan las escasas entendederas; los de derecha se dedican a comparar esta guerra, que para los de cierta izquierda no lo es, con la que según ellos no fue, es decir con la de Aznar en Irak, y los de izquierda, entiéndase que es por decir algo, se dedican a explicar que esta guerra no lo es porque la ordena la ONU y la dirige Sarkozy que, aunque sea de derechas, es francés, que siempre se computa como progresista.
En medio, una absoluta incapacidad para hablar de lo que sería lógico ocuparse, desde si hay algo como el interés nacional que se esté jugando en Libia, hasta para qué queremos un presupuesto militar si todo lo que han de hacer los soldados sea poner tiritas y dar palmadas en la espalda. ¡Lejos de nosotros la funesta manía de pensar!, como le dijeron los de la universidad de Cervera al deseado Fernando. ¡Y luego dicen que abandonamos la tradición en manos de la peligrosa vaciedad moderna! Nosotros decimos guerra, o decimos Chernobyl y ya está todo resuelto.