Cataluña da lecciones

Las elecciones catalanas resultan determinantes para la vida política española. Los resultados del domingo son, por tanto, enormemente importantes, y lo son de manera más profunda que en el aspecto puramente electoral. Saber leer con inteligencia lo que pasa en Cataluña es una condición indispensable para acertar a hacer bien las cosas en la política española.
Una primera lectura de las elecciones nos dice con toda claridad que los catalanes le han dado la espalda a la política que ha representado Zapatero por sí mismo y a través del PSC. Esa política tiene dos caras fundamentales: la cara puramente socialista, que ha llevado a la crisis y que nada tiene que ver con el carácter de buena parte de la sociedad catalana, emprendedora, trabajadora, competitiva, y una cara supuestamente nacionalista, pero destinada a arrinconar al PP y a consolidar el perpetuum mobile del PSOE: revender como frustración en Cataluña lo que se vende como solidaridad en otras regiones como Andalucía y Extremadura. Al servicio de esa estrategia, Zapatero se travestido de catalanismo, ha derrochado dinero en obras públicas, el mismo que ha racaneado en Madrid, y ha promovido y legitimado pretensiones estatutarias que ni siquiera un Tribunal Constitucional amigo ha podido cohonestar. Se ha sometido incluso al vasallaje del independentismo más chusco. Pues bien, el electorado catalán ha dicho claramente que no a ese partido bifronte.
Zapatero ganó las elecciones de 2008 merced al voto catalán, una circunstancia que ahora es ya irrepetible. Es el PP el que tiene que aprender en cabeza ajena. Tampoco al PP le va a ser tolerado el mantenimiento de un status fiscal muy favorable, por ejemplo, a los parados andaluces y extremeños mientras se aprieta a los electores catalanes y madrileños. El truco que ha dado vida política al PSOE no podrá servir para que el PP haga lo mismo, aunque fuere en un tono menor. La diferencia entre el nacionalismo de Convergencia, y el abierto soberanismo dependerá en buena parte de la seriedad del PP para tratar a todos los españoles de manera congruente, sin protestar ante los excesos simbólicos de unos al tiempo que se abonan los privilegios fiscales y subvencionales de otros. Es verdad que no tributan los territorios sino las personas, pero eso no da para permitir que siga habiendo sesgos sistemáticos e injustificabes en el tratamiento económico de los mismos problemas en distintas regiones. Ningún catalán, ni, por supuesto, ningún madrileño, se opondrá a que se haga un plan razonable, y con un plazo bien definido, para corregir determinadas desigualdades donde sea necesario, pero se rebelarían, con toda razón, si esos planes continuasen incontrolables, arbitrarios y sin plazo definido.
El panorama que ofrece el nuevo Parlamento de Cataluña da también bastante que pensar, y ofrece datos capaces de apoyar interpretaciones contrapuestas. No deberíamos olvidar nunca que la participación, aunque mejor de lo esperado, es relativamente baja, es decir, que los electores no han imaginado que se estuviesen jugando opciones dramáticas, por importantes que fuesen las elecciones. Si lo vemos desde la óptica de las relaciones entre soberanismo y constitucionalismo los resultados pueden verse de manera dispar: por una parte, los escaños nacionalistas pasan de 69 (CiU+ERC) en el 2006 a 76 ahora (CIU+ERC+SI), pero el independentismo explícito tenía 21 escaños en 2006 mientras que ahora ha descendido a 14. Como se sabe, buena parte del voto nacionalista de las autonómicas deja de serlo en las generales y, además, la suma de CiU y los independentistas fue de 81 escaños en 1992, de modo que el independentismo catalán cambia de caras pero no crece: de hecho, este Parlamento tiene un record de 21 diputados, digamos, españolistas (los 18 del PP, más los 3 de Ciudadanos).
Hay datos, como se ve, para favorecer todas las perspectivas. Ello hace que el gobierno de Artur Mas vaya a tener una significación decisiva en nuestro futuro político. Mas se tendrá que mover, forzosamente, en el filo de una navaja, y ello por varias razones. Primero porque su responsabilidad será la de gobernar para todos los catalanes y no para solo los suyos, menos aún para una facción de ellos. Hay que suponer que habrá aprendido con lo que ha sucedido a Zapatero. En segundo lugar porque sabe, mejor que nadie, que la sociedad catalana está profunda y artificialmente dividida, y que cualquier intento de sanar su crisis económica exige una estabilidad y serenidad política incompatible con cualquier clase de aventurerismo a lo Laporta, personaje destinado a ser flor de un día si sus andanzas no terminan antes de otro modo. Por último, porque gran parte de sus electores más influyentes, y, entre otros, el empresariado, le van a recordar que no tiene otro remedio, si no quiere aventuras, que reencarnarse en el alma positiva de Convergencia y no en su deriva enloquecida e independentista.
[Publicado en El Confidencial]

Cataluña y los catalanes

Soy lector habitual de prensa catalana, ahora que Internet permite ojera muchos periódicos sin gastar una fortuna. Está claro que desde Cataluña las cosas son un poco distintas, lo que me parece interesante y lógico. Estos días en que el protagonismo de un político catalán ha sido muy alto, es interesante comparar lo que se dice desde algunos medios catalanes y lo que se dice en Madrid: en ningún caso es para tanto. Enric Juliana que es un comentarista muy interesante, habla de que la Marca Hispánica ha salvado de nuevo a España y a Europa. Aunque no lo dice, supongo que pronto asomarán los reproches por falta de gratitud. Algunos madrileños han hablado, por el contrario, del carácter fenicio de los catalanes. Ni tanto ni tan calvo.
El qué votar estos días al plan de recortes de Zapatero ha sido asunto muy controvertido, y es insensato pretender que sólo había una respuesta lógica, porque todas lo eran, dado lo espantoso de la situación. Me gusta creer que lo que ha pasado pudiera responder a alguna especie de concertación, quizá inconsciente, pero no estoy seguro de cómo haya sido la cosa.
Hay que ser muy poco perspicaz para no ver, en todos los órdenes, diferencias entre Cataluña y el resto de España. Tampoco es ningún secreto que para muchos catalanes el cultivo de esas diferencias es esencial. Sin embargo, por paradójico que parezca, esa actitud, que supone vivir mirando de reojo al otro, demuestra mucha mayor subordinación que independencia. La exageración de las diferencias fingidas se ha convertido, sin embargo, en una industria de éxito en Cataluña, tal vez el único gran éxito empresarial del que puedan presumir en los años de democracia. El resultado ha sido una Cataluña política deforme. Deforme, en primer lugar, respecto a la sociedad catalana, a la que representa, y deforme, sobre todo, respecto al ideal de democracia liberal, que se ve prostituido por el culto al artefacto de la identidad forzosa de la que vive buena parte de la clase política y hay que lamentar que, en demasiadas ocasiones, haya servido para acallar cualquier atisbo de discrepancia, de pluralidad. Puede que en esta concreta ocasión, el complejo montaje de lealtades y correspondencias haya rendido, sin embargo, un servicio a todos.