La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán ha necesitado cuatro largos años de gestación y, pese a parto tan tardío, parece haber decepcionado a todo el mundo. Políticamente es el último de los legados de la pesada herencia de Zapatero, un muerto todavía cuasi-viviente, pero ya con un balance muy oneroso. Sin su sombra inconcreta y absurda hubiera sido imposible el Estatuto y, desde luego, nos habríamos ahorrado el espectáculo de una sentencia, que seguramente resultará tan inútil como equívoca.
No conozco el texto ni tengo autoridad constitucional para juzgar sobre los detalles técnicos de la sentencia. Sí me parece memorable el que haya que interpretar un término tan claramente inconstitucional como el de nación, pero eso se debe a que el TC está poblado de juristas y carece de lógicos y de lingüistas, gentes que, en alguna ocasión, al menos, tienen la elegancia de rendirse a la evidencia, lo que no es el caso de los abogados, con perdón si el término pareciere despectivo.
Por lo demás asistiremos a un genuino espectáculo español: el de oír largamente cosas absolutamente contrarias sobre un texto supuestamente preciso: imagino que esa ha podido ser la intención de alguno de nuestros imaginativos y dóciles jueces.