El parto de los montes

La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán ha necesitado cuatro largos años de gestación y, pese a parto tan tardío, parece haber decepcionado a todo el mundo. Políticamente es el último de los legados de la pesada herencia de Zapatero, un muerto todavía cuasi-viviente, pero ya con un balance muy oneroso. Sin su sombra inconcreta y absurda hubiera sido imposible el Estatuto y, desde luego, nos habríamos ahorrado el espectáculo de una sentencia, que seguramente resultará tan inútil como equívoca.

No conozco el texto ni tengo autoridad constitucional para juzgar sobre los detalles técnicos de la sentencia. Sí me parece memorable el que haya que interpretar un término tan claramente inconstitucional como el de nación, pero eso se debe a que el TC está poblado de juristas y carece de lógicos y de lingüistas, gentes que, en alguna ocasión, al menos, tienen la elegancia de rendirse a la evidencia, lo que no es el caso de los abogados, con perdón si el término pareciere despectivo.

Por lo demás asistiremos a un genuino espectáculo español: el de oír largamente cosas absolutamente contrarias sobre un texto supuestamente preciso: imagino que esa ha podido ser la intención de alguno de nuestros imaginativos y dóciles jueces.

La tormenta perfecta

En 1986, con motivo del desastre del Challenger, Richard P. Feynman, seguramente el físico más eminente de la segunda mitad del siglo XX, que era, además un prodigioso ingeniero, hizo un informe sobre las causas de la catástrofe. El dictamen fue inmisericorde con los errores cometidos y terminaba con una reflexión que ha sido citada con frecuencia: “si se quiere tener éxito hay que atender a la realidad por encima de las relaciones públicas, porque la naturaleza no puede ser burlada”. El asunto, un fallo que conmovió al mundo, no era meramente tecnológico, porque los errores derivaban, de una u otra manera, de los politiqueos y las operaciones de imagen. Sé de sobra que la política es una materia menos exacta que la tecnología, pero lo que nos recuerda el pensamiento de Feynman es los peligros del autoengaño. Me viene mucho a la cabeza el consejo de Feynman cuando considero la situación histórica en la que se encuentra la sociedad española y la clase de cataplasmas que se nos propone aplicar. Creo que nuestro riesgo es adentrarnos en la tormenta perfecta si seguimos insensatamente el consejo de los que dicen que lo pasaremos mal por un tiempo pero no hay ningún peligro de naufragio y que debemos comportarnos como si no pasase nada.Estamos ante la conjunción de una triple crisis, una coincidencia terriblemente desdichada pero que de nada sirve negar. En primer lugar una crisis constitucional que se pone de manifiesto por la implosión del Estado de las Autonomías, un monstruo inestable e insaciable que hace inviable cualquier política sensata y que ha puesto sobradamente de manifiesto el fracaso de los repetidos intentos, de la derecha y de la izquierda, para conseguir una mínima lealtad de los nacionalismos. Además de ese fracaso el sistema ha impulsado la propia desarticulación de los partidos nacionales que es bastante evidente, en especial en el PP. Estamos, en segundo lugar, ante una gravísima crisis de los partidos centrales del sistema, tanto del PP como del PSOE, seguramente más evidente en el PP, pero no menos grave en la izquierda. Una buena parte de los dirigentes de los partidos se comporta como si fueran los propietarios del poder y se dedican a disputárselo a dentelladas, olvidándose de cualquier consideración moral, de cualquier patriotismo y del respeto a los electores, de cuya voluntad se consideran dueños. Ellos lo saben todo, lo hablan todo y lo deciden todo, mientras el público se dedica a pagar impuestos y a salir adelante como puede. El Parlamento está casi muerto y el presidente pretende sustituirlo por un debate ante unos ciudadanos anónimos que, de cualquier modo, le han dejado muy en evidencia. Las administraciones públicas aumentan su personal (en Extremadura más del 30% trabaja para la Junta, por ejemplo) para mayor lucimiento de los gerifaltes y se dedican a mejorar el mobiliario, a inaugurar embajadas o a crearse sus propios servicios de seguridad, supongo que para protegerse de la ira popular cuando la cuerda se rompa de tanto tensarse.Por último una crisis económica y de empleo espectacular que el gobierno trata sin éxito de ocultar detrás de una realidad internacional también bastante acongojante. Los españoles podrían pensar que nuestro actual nivel de vida está garantizado por alguna especie de milagro, pero se equivocarían. El hecho es que hemos abandonado de manera aparentemente brusca el camino de la prosperidad y que todo se nos aparece negro y espantoso, sobre todo cuando consideramos en qué manos estamos. Nuestra economía está rota, nuestras instituciones no funcionan ni a medio gas, la Justicia no sirve para nada (sirve de tan poco que los políticos tienden a refugiarse en ella para disimular sus calaveradas y sus líos), nuestras grandes empresas se desinflan y los grandes periódicos se convierten en boletines de facción pretendiendo que se dedican al periodismo de investigación. Me parece evidente que buena parte de la clase política se dedica a disimular la gravedad de la situación, en buena medida fruto de su incompetencia y de su falta de interés en los problemas reales, y que cuando algunos políticos ponen el dedo en la llaga, como ha hecho, por ejemplo, Manuel Pizarro, desaparecen extrañamente del primer plano. El sistema necesita un retoque muy a fondo, una especie de refundación, que solo podrá hacerse previo acuerdo de los dos grandes partidos, pero, de momento, parecen más interesados en la trifulca que en nuestro porvenir. En mi opinión ese acuerdo es casi impensable con Zapatero en el poder y debería ser posible tras una victoria del PP que ahora no parece ni siquiera imaginable. El PP parece entretenido en debilitar sus bastiones, aunque la responsabilidad de unos sea mayor que la de otros,y está completamente ausente de las esperanzas de salvación de los atribulados españoles que el lunes mostraron no creer ni una palabra al inquilino de la Moncloa.En esta situación hay que preguntarse con cierta angustia: ¿hay alguien ahí?
[Publicado en El Confidencial]