La España temerosa


Los españoles tenemos la vehemente sospecha de que los políticos nos mienten y, pese a eso, les seguimos votando. Mal asunto. A primera vista se diría que nos gusta que nos engañen, pero la cosa es un poco más compleja. Está claro que hay muchas especies de mentiras, y que la designación de Rubalcaba ha puesto muy alto el listón, porque ha practicado con maestría todas las variantes, muy señaladamente el embuste que, al tiempo que nos toma por tontos que se creen listos, consigue  halagarnos, una auténtica especialidad de la casa, así, por ejemplo cuando, afirma, sin pestañear, que ni ha intrigado contra nadie, ni ha habido dedazo en su partido porque los militantes le adoran. Rubalcaba es tan mentiroso que puede haber llegado a convencerse de que no miente jamás, y que sus votantes le creerán diga lo que dijere.
Entramos en una larga  campaña electoral que nos va a atiborrar de eufemismos, disimulos, hipocresías, intenciones fingidas, y falsedad ideológica. Lo que ocurre es, sencillamente,  que muchos no se atreven a confesar claramente lo que piensan. Se trata de un temor que va por barrios, sin duda, pero que afecta a todo el mundo. Hay quienes no se atreven a decir lo que piensan porque eso descubriría que no creen en lo que proclaman, y los hay que no dicen lo que creen porque entienden que eso les impediría ganar las elecciones. En ambos casos hay un enorme temor a la opinión de los electores, y una notable falta de respeto intelectual al público, al que se subestima como incapaz de soportar determinadas afirmaciones, verdades dolorosas. Se trata, por tanto, de una deformación que se justifica de diversas maneras, pero que acaba constituyendo siempre una de esas  profecías que se auto-cumplen, porque, a base de suponer que el electorado no consiente tales o cuales ideas, se acaba consiguiendo que, efectivamente, las considere peligrosas.
Cabe hacer una distinción, a este respecto, entre la izquierda y la derecha, porque el miedo a pensar,  y a hablar sinceramente, les afecta de manera distinta, si bien, en ambos casos, hay una barrera infranqueable que les obliga a espiritar su mensaje, a no hablar más que para convencidos, a sobresembrar en los terrenos que estiman leales, olvidándose de lo que realmente debiera interesar a todo el mundo.
La izquierda tiene un problema de fondo: sabe de sobra que no posee soluciones coherentes con los valores que dice defender; dado que no se atreven a asumir ese déficit básico, se condenan a la más absurda esterilidad política, a repetir viejas monsergas en las que nadie puede creer. Viven de viejos clichés, vuelven, una y otra vez, al pasado. Pregonan la marcha hacia un orden imposible, pero se excusan, por comodidad y cobardía, de buscar un nuevo mensaje político, de manera que se reducen a repetir viejas consignas estériles, y a radicalizar su mensaje en territorios ajenos al interés real de los votantes, improvisando agendas políticas artificiales que se sostienen por el miedo de los suyos a abandonar la ortodoxia progre,  y por su capacidad para irritar a sus adversarios, tratando de resucitar una imagen terrible de la derecha que reavive la fe en los imposibles disparates que siguen defendiendo al haber renunciado a pensar, en serio y a fondo, en una política de izquierdas razonable.
La derecha, por su parte, tiende a conformarse, por increíble que parezca, con el campo de juego que le dibuja su adversario y se somete  con paciencia franciscana, a los términos de esta contienda, tan desigual y tan absurda. Muchos de sus líderes están convencidos de que la única manera de vencer es el disimulo, ocultar cuanto se pueda lo que realmente piensan, hasta el punto que algunos han llegado, por esta vía, a no pensar nada. Al obrar de este modo radicaliza a parte de su electorado que es, justamente, lo que la izquierda necesita para asustar a sus timoratos. ¿En qué se refugia entonces la derecha?, pues en una imagen de eficacia, tan bien ganada como insuficiente, ya que olvidan cómo, pese a estar en plena posesión de esa imagen, perdieron las elecciones generales de 2004 cuando contaban con una cómoda mayoría absoluta.
Ambas estrategias, que se complementan, conducen a un debate viciado, a mantener artificialmente una minoría de edad intelectual en capas muy amplias del electorado. Nunca podré entender cuál es el beneficio que la derecha cree obtener de su seráfica bondad al admitir las armas y las reglas del contrario. El caso es que unos y otros nos privan de debates realmente interesantes para que degustemos un banquete de tópicos, un baile de disfraces ya muy viejos. Es una reedición, muy fuera del tiempo, de la España temerosa de Quevedo, retratada en su Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos: «No he de callar, por más que con el dedo,/ ya tocando la boca, o ya la frente,/ silencio avises o amenaces miedo./ ¿No ha de haber un espíritu valiente?/ ¿Siempre se ha de pensar lo que se dice?/¿Nunca se ha de decir lo que se siente?». 



Publicado en La Gaceta


¿En la tierra como en el cielo?

Storytelling

El viernes pasado asistí, en el Seminario de investigación de la ECH, a una interesante presentación sobre storytelling a cargo de , Antonio Hernández Nieto, uno de sus antiguos alumnos, y miembro muy activo del Seminario. Antonio se apoyó en el libro de Christian Salmon del mismo título, y nos proporcionó un buen número de ejemplos prácticos y accesibles de esta nueva técnica de comunicación y de sus peligros, especialmente cuando se pone al servicio del poder, es decir, siempre, o casi siempre.
Detrás de la invención de este nuevo marbete hay un francés denunciando lo perversos que son los americanos, una tradición ya vieja. Salmon afirma que el storytelling es la clave de un “nuevo orden narrativo”, capaz de domesticar a la opinión pública y adueñarse de los individuos que, como todo el mundo sabe, solo deben seguir a los buenos maestros, franceses, por supuesto. Salmon muestra lo peligroso que es el asunto recogiendo unas revelaciones que, en un momento de debilidad, le hizo el malvado Bush a un periodista progre en el verano de 2002: “Usted cree que las soluciones emergen de su juicioso análisis de la realidad observable […] El mundo ya no funciona realmente así. Ahora somos un imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras usted estudia esta realidad, juiciosamente como desea, actuamos de nuevo y creamos otras realidades nuevas, que asimismo puede usted estudiar, y así son las cosas. Somos los actores de la historia”. Cosa grave, como se ve, incluso a primera vista.
No discuto la gravedad del caso, aun sin ser francés, pero no acabo de ver claro la novedad del enfoque. Creo que se trata de un cóctel en el que se mezclan sabores  ya añejos, especialmente de los gestaltistas, ciertos recuerdos de Mac Luhan y un bastante de la cosa de las metáforas de Lakoff y Johnson, especialmente a partir de las aplicaciones políticas de Lakoff que anduvo por aquí asesorando a Zapatero, y al que no sé si considerar un algo responsable de que Zapatero pretendiese que nos creyésemos que lo de la crisis era un invento de la derecha, pretensión que ha tenido el éxito que todos conocemos porque ganó en el 2008, aunque, la verdad, no sé si ha servido de mucho. Tampoco sé si Botín ha leído a Lakoff, o tiene a Salmon como asesor, porque es difícil inventarse historias más breves que las que se le ocurren al tío, como ese “Zapatero, siga usted” del último fin de semana. Y que conste que me parece que lo dice con la mejor de las intenciones, por supuesto.