Aquí ya miente hasta ETA

Entendámonos, ETA ha mentido siempre, porque su propósito y su acción sólo pueden concebirse en medio de una gigantesca mentira sobre la historia, el poder y la violencia. Pero fuera de eso, ETA solía decir la verdad, era fiable. Es evidente que ya no lo es, que su decadencia o agonía, que no desaparición o disolución, ha hecho que se contamine del feo vicio de mentir que inunda la política española. Miente, evidentemente, al decir que entrega las armas, pero miente como miente el político que dijo que hay brotes verdes, o el que dice que estamos saliendo de la crisis sin haber hecho realmente nada por conseguirlo, sin haber actuado sobre las causas que la provocan, o como miente el corrupto que dice que perdía dinero con la política, o el que dice ser liberal y sube impuestos, o el que juega a manipular votos con la innoble excusa de la legislación sobre el aborto. 
La mentira es un arma poderosa, pero no puede ser la única arma, y es, sobre todo, el arma de quien no cree lo que dice, de quien se sabe, en el fondo, vencido. Se miente porque se desprecia al elector, al ciudadano y se seguirá mintiendo mientras la gente no castigue a quienes nos desprecian y nos humillan con mentiras tan gruesas y burdas que nadie medianamente sensato podría nunca creer, mentiras como las de ETA.

El mayor mentiroso del mundo

No es fácil decir quién es el mayor mentiroso del mundo, ni siquiera el de España. Ser el Usain Bolt de la mentira es un título muy disputado, pero les propongo un test indirecto para sacar ventaja de esta dificultad. Si a la pregunta de quién es, ahora mismo, el mayor mentiroso de España, alguien responde que Rubalcaba puede asegurarse que estamos ante un pepero de tomo y lomo, irreductible, un individuo capaz de votar a Rajoy en 2015 sin apenas ascos; si, por el contrario, la respuesta es que es Rajoy podemos estar ante un variado elenco de españoles: sindicalistas, sociatas, progres… y liberales, por llamarles algo que, a mi, no me parece ofensivo. Hay una tercera respuesta posible a esta pregunta: Bárcenas. Lo que no tengo claro es a qué corresponde esta alternativa en la podio del mayor mentiroso. Puestos a hacer hipótesis, puede que sea parlamentario del PP, alto cargo del propio partido, alcalde despistado, o algo así. gente, en suma, que espera un extraño milagro, la condena judicial de Bárcenas, y, al tiempo, una especie de congreso nacional de arrepentidos para pedirle disculpas a Rajoy por nuestros malos pensamientos. Probabilidad del caso, menos que cero; duración de la apuesta: no llega a seis meses… claro que Franco, que también era gallego, consiguió morirse en la cama y que la gente hiciese colas para lamentarlo. no sé si eran otros tiempos.

El caso Rajoy

¿Porqué mienten los políticos? Hay que reconocer que es un hábito extendido y consentido. En mi opinión, no aprenden a mentir por ocultarse, como hacen los niños, empiezan a mentir por vanagloria y para ver hasta dónde pueden llegar: nos toman la medida. El error que cometen es el de creer que les creemos porque ellos lo dicen, cuando les creemos, aunque mientan, porque nos conviene hacerlo, cuando no nos importa, un poco como descontamos las exageraciones, los sobreprecios o las fábulas de los amigos, porque siempre hay algo de verdad en ellas. 
El problema aparece cuando al mentir nos hacen daño directo, cuando nos toman por bobos, cuando pretenden abusar. Su hábito de mentir les hace perder de vista le difusa frontera entre lo que podemos aceptar y lo increíble, tal es su vanidad, su orgasmo emocional con el poder.
Las mentiras de Bárcenas, si es que existen, son mentiras defensivas, siempre disculpables, por ladrón que haya sido: todo el mundo haría lo mismo en su lugar, salvo un santo, que no habría hecho lo que hizo. Pero las mentiras de Rajoy y los dirigentes del PP, además de ser obvias, solo son defensivas en apariencia, son realmente agresivas, pretenden que nos humillemos hasta ofrecernos de escabel a su orgullo y su suficiencia. Ellos creen que pueden mentir porque su crédito, que pagamos nosotros, es inagotable, pero no lo es. Sus mentiras, y, muy en especial, las que emplean para su pueril e hipócrita distanciamiento de Bárcenas son insultantes, intolerables. Desgraciadamente, esto no ha hecho más que empezar, porque cuando Rajoy se dirija a las cámaras no tendrá otro remedio, si no quiere dimitir y dignificarse en parte, que continuar mintiendo, lo que obligará al Parlamento a elegir entre la humillación o la rebelión: no tardaremos en verlo. 

Dímelo al revés

Abundan los políticos tan seguros de su posición que se arriesgan a afirmar lo  inverosímil. Si fueran leídos, lo que no suele ser el caso, podrían decir lo de Humpty-Dumpty, que lo importante es saber quién manda. Me referiré a dos casos recientes en los que PP y PSOE han decidido, con un empeño digno de mejor causa,  poner a prueba nuestras tragaderas. Por seguir un orden cronológico, empezaremos con el PSOE y su ejecutoria andaluza, tan escasamente ejemplar. Resulta que no se cortan un pelo para acusar a la juez Alaya de mil cosas, pero la más notable, es la de interferir en el proceso político de su partido. Según esto, la juez Alaya, enterada de que  Griñán va a convocar primarias, decide procesar a Maleni. De ser cierto, el asunto revelaría una cierta malicia de la jueza, pero lo contrario, es mucho más verosímil: Griñán decide quitarse de en medio, a la vista de que puede acabar empapelado por lo que él sabe mejor que nadie. Pero la astucia de contar lo contrario sólo funciona con los más tontos, que siempre creen lo que se les dice. Por lo demás, como el calendario político se llena cada día de decisiones transcendentales, al decir de quien las toma, vendría a resultar que ningún juez podría tomar nunca medida alguna para no interferir con tan pródigos  eventos y novedades.
Vayamos con el PP, en pleno ataque de nervios, vaya usted a saber las razones. Resulta que tras descubrir que Bárcenas puede decir cosas que no les gustan, afirman que Bárcenas es lo peor, un mentiroso, un delincuente, un mafioso, un defraudador, un traidor, un chupa sangres. Un poco tarde, la verdad, para que la gente se crea esta versión que llega, lamentablemente, después de larguísimas temporadas de defensa a ultranza, de afirmaciones de honorabilidad por encima de cualquier sospecha, de trato exquisito con un dirigente que ha firmado las cuentas oficiales de las que presume el partido, eso sí, tratando de que  nadie se fije en ese detalle tan singular.

La oposición en pleno se emperra en molestar a Rajoy para que repita lo que seguramente volverá siempre que haya de hacerlo, que no cobró ningún sobresueldo, y no será fácil deducir nada en contrario, pero lo que realmente es comprometedor para Rajoy, y para todos sus cuates, es este extraño ataque de inquina contra quien tan bien les servía hasta hace apenas semanas, contra quien, al parecer, les robó con tal habilidad y discreción que se hizo digno de sus loas. ¿Cómo iban a enterarse de que robaba si era el garante de que todo fuera bien con los caudales? En fin, se comprende que se enfaden, pero tal vez debieran explicar las recónditas razones  que les han llevado a tardar tanto en hacerlo.
Una batería inagotable

La España temerosa


Los españoles tenemos la vehemente sospecha de que los políticos nos mienten y, pese a eso, les seguimos votando. Mal asunto. A primera vista se diría que nos gusta que nos engañen, pero la cosa es un poco más compleja. Está claro que hay muchas especies de mentiras, y que la designación de Rubalcaba ha puesto muy alto el listón, porque ha practicado con maestría todas las variantes, muy señaladamente el embuste que, al tiempo que nos toma por tontos que se creen listos, consigue  halagarnos, una auténtica especialidad de la casa, así, por ejemplo cuando, afirma, sin pestañear, que ni ha intrigado contra nadie, ni ha habido dedazo en su partido porque los militantes le adoran. Rubalcaba es tan mentiroso que puede haber llegado a convencerse de que no miente jamás, y que sus votantes le creerán diga lo que dijere.
Entramos en una larga  campaña electoral que nos va a atiborrar de eufemismos, disimulos, hipocresías, intenciones fingidas, y falsedad ideológica. Lo que ocurre es, sencillamente,  que muchos no se atreven a confesar claramente lo que piensan. Se trata de un temor que va por barrios, sin duda, pero que afecta a todo el mundo. Hay quienes no se atreven a decir lo que piensan porque eso descubriría que no creen en lo que proclaman, y los hay que no dicen lo que creen porque entienden que eso les impediría ganar las elecciones. En ambos casos hay un enorme temor a la opinión de los electores, y una notable falta de respeto intelectual al público, al que se subestima como incapaz de soportar determinadas afirmaciones, verdades dolorosas. Se trata, por tanto, de una deformación que se justifica de diversas maneras, pero que acaba constituyendo siempre una de esas  profecías que se auto-cumplen, porque, a base de suponer que el electorado no consiente tales o cuales ideas, se acaba consiguiendo que, efectivamente, las considere peligrosas.
Cabe hacer una distinción, a este respecto, entre la izquierda y la derecha, porque el miedo a pensar,  y a hablar sinceramente, les afecta de manera distinta, si bien, en ambos casos, hay una barrera infranqueable que les obliga a espiritar su mensaje, a no hablar más que para convencidos, a sobresembrar en los terrenos que estiman leales, olvidándose de lo que realmente debiera interesar a todo el mundo.
La izquierda tiene un problema de fondo: sabe de sobra que no posee soluciones coherentes con los valores que dice defender; dado que no se atreven a asumir ese déficit básico, se condenan a la más absurda esterilidad política, a repetir viejas monsergas en las que nadie puede creer. Viven de viejos clichés, vuelven, una y otra vez, al pasado. Pregonan la marcha hacia un orden imposible, pero se excusan, por comodidad y cobardía, de buscar un nuevo mensaje político, de manera que se reducen a repetir viejas consignas estériles, y a radicalizar su mensaje en territorios ajenos al interés real de los votantes, improvisando agendas políticas artificiales que se sostienen por el miedo de los suyos a abandonar la ortodoxia progre,  y por su capacidad para irritar a sus adversarios, tratando de resucitar una imagen terrible de la derecha que reavive la fe en los imposibles disparates que siguen defendiendo al haber renunciado a pensar, en serio y a fondo, en una política de izquierdas razonable.
La derecha, por su parte, tiende a conformarse, por increíble que parezca, con el campo de juego que le dibuja su adversario y se somete  con paciencia franciscana, a los términos de esta contienda, tan desigual y tan absurda. Muchos de sus líderes están convencidos de que la única manera de vencer es el disimulo, ocultar cuanto se pueda lo que realmente piensan, hasta el punto que algunos han llegado, por esta vía, a no pensar nada. Al obrar de este modo radicaliza a parte de su electorado que es, justamente, lo que la izquierda necesita para asustar a sus timoratos. ¿En qué se refugia entonces la derecha?, pues en una imagen de eficacia, tan bien ganada como insuficiente, ya que olvidan cómo, pese a estar en plena posesión de esa imagen, perdieron las elecciones generales de 2004 cuando contaban con una cómoda mayoría absoluta.
Ambas estrategias, que se complementan, conducen a un debate viciado, a mantener artificialmente una minoría de edad intelectual en capas muy amplias del electorado. Nunca podré entender cuál es el beneficio que la derecha cree obtener de su seráfica bondad al admitir las armas y las reglas del contrario. El caso es que unos y otros nos privan de debates realmente interesantes para que degustemos un banquete de tópicos, un baile de disfraces ya muy viejos. Es una reedición, muy fuera del tiempo, de la España temerosa de Quevedo, retratada en su Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos: «No he de callar, por más que con el dedo,/ ya tocando la boca, o ya la frente,/ silencio avises o amenaces miedo./ ¿No ha de haber un espíritu valiente?/ ¿Siempre se ha de pensar lo que se dice?/¿Nunca se ha de decir lo que se siente?». 



Publicado en La Gaceta


¿En la tierra como en el cielo?

Dogmas, mentiras y ejemplaridad

Nadie está en condiciones de saber en qué pueda parar la dinámica desatada entre los socialistas madrileños para desplazar a Tomás Gómez de la cabeza de la candidatura que se haya de enfrentar a Esperanza Aguirre. Lo que en el PSOE quede de democracia, unido al descontento de los socialistas madrileños por su tradicional insignificancia en la organización federal, puede componer un plato que le ocasione un serio disgusto a Zapatero, aunque también quepa que la férrea disciplina, fiel aliada del oportunismo, imponga una solución, digamos, salomónica con la disculpa de que todo se ha hecho para favorecer el conocimiento del candidato, además de para olvidar los malos momentos que atraviesa el de la lucecita de la Moncloa, y el país que desgobierna.
Si se hicieran en serio, esta clase de procesos serían muy peligrosos para los partidos, especialmente si acabasen bien. Los partidos prefieren el atado y bien atado, son escasamente anti-franquistas a este respecto, y admiran los liderazgos indiscutidos, los principios inmutables, la fijeza del adversario (la conjuración judeo-masónica que decían en el Arriba), la discrepancia de pareceres subordinada a la ordenada concurrencia de criterios en el del líder, que para eso está.
Nadie nos dijo en 1977 que una democracia no era solo cosa de leyes, sino de tradiciones y, aprovechando el despiste, en los partidos se ha impuesto una cultura dogmática, cainita y disciplinaria, aunque, naturalmente atemperada por cierta inobservancia, porque, al fin, todos somos españoles (y, en especial, a estos efectos, quienes dicen no querer serlo). En este clima, las primarias socialistas tienen necesariamente un aire de tongo, se pueden convertir en un ejercicio de disimulo. Para empezar, Gómez y Jiménez no se atacan, dicen amarse fraternalmente. Solo algún perturbado ha recurrido al arma nuclear contra el levantisco Gómez atribuyéndole, nada menos, que ser el candidato de la derecha, el epítome de la maldad; por fortuna, no todos los lidercillos del PSOE son tan perspicaces y entusiastas como el polígrafo alcalde de Getafe, de manera que, una vez lanzada la consigna, el asunto ha podido seguir por los cauces de un enfrentamiento cariñoso.
Esta conducta forzadamente cordial priva a la democracia interna de todo sentido, y deja a la luz el vacío político del partido que la promueve. Ni Gómez ni Jiménez tienen una política para Madrid, ni les interesaría tenerla porque eso puede resultar muy peligroso en un partido tan obediente.
¿De qué viven los partidos que no debaten nada, en los que nada se piensa ni se discute, salvo en los aparatos superiores que cuidan, amorosamente, de que las bases no sospechen jamás de lo que allí se cuece? Viven del dogma, de lo contrario de una democracia madura, de la suposición de que ellos tienen la fórmula perfecta para resolver todos los problemas y de que el adversario es torpe, malvado, traidor y peligroso, la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno. Como es lógico, este dogmatismo favorece de manera muy clara, la mentira, porque todo encuentra justificación si se hace con el fin de parar los píes al adversario. El cainismo político es necesariamente fulero y fullero, aunque se disfrace de virtud retórica, de dialéctica fina.
Esta división maniquea entre los nuestros y los otros no se circunscribe solo a cierta izquierda, sino que está muy extendida y es causa de numerosas conductas tribales y nada inteligentes. Véase, por ejemplo, como defienden los partidos a sus cargos cuando son acusados de algún acto especialmente vergonzoso, de cualquier forma de corrupción de las que procuran el desafecto popular, porque otras, desgraciadamente, pueden llegar a ser, incluso, objeto de aplauso para los militantes más fervorosos. Tal conducta es más llamativa y necia en el del PP, porque este partido está menos dotado dogmáticamente que su adversario, y, además, no acierta habitualmente a convertir este carácter en una ventaja.
El PP experimenta una especie de horror al vacío cuando se trata de alejar de la vida pública a aquellos de los suyos que han sido sorprendidos en actividades, cuando menos, equívocas, y suele preferir la defensa del principio de presunción de inocencia, ateniéndose a un precepto esencial en derecho, aunque muy discutible en política, antes de separar a un sospechoso de sus cargos públicos. Al actuar de este modo, el PP se perjudica gravemente, renuncia al ejercicio de una ejemplaridad que le sería muy exigible y provechosa.
El PSOE puede vivir del dogma de que es quien nos conduce a alguna especie de paraíso socialista, o de ser el garante de lo social, pero, a falta de señuelos similares, el PP necesita que los electores se convenzan de que consiste en una agrupación de ciudadanos decentes, y, cuando no se ocupa de serlo y gasta tiempo en parecerlo, se enajena indefectiblemente lo que debiera ser uno de sus más atractivos valores políticos.
[Publicado en El Confidencial]