Nadie está en condiciones de saber en qué pueda parar la dinámica desatada entre los socialistas madrileños para desplazar a Tomás Gómez de la cabeza de la candidatura que se haya de enfrentar a Esperanza Aguirre. Lo que en el PSOE quede de democracia, unido al descontento de los socialistas madrileños por su tradicional insignificancia en la organización federal, puede componer un plato que le ocasione un serio disgusto a Zapatero, aunque también quepa que la férrea disciplina, fiel aliada del oportunismo, imponga una solución, digamos, salomónica con la disculpa de que todo se ha hecho para favorecer el conocimiento del candidato, además de para olvidar los malos momentos que atraviesa el de la lucecita de la Moncloa, y el país que desgobierna.
Si se hicieran en serio, esta clase de procesos serían muy peligrosos para los partidos, especialmente si acabasen bien. Los partidos prefieren el atado y bien atado, son escasamente anti-franquistas a este respecto, y admiran los liderazgos indiscutidos, los principios inmutables, la fijeza del adversario (la conjuración judeo-masónica que decían en el Arriba), la discrepancia de pareceres subordinada a la ordenada concurrencia de criterios en el del líder, que para eso está.
Nadie nos dijo en 1977 que una democracia no era solo cosa de leyes, sino de tradiciones y, aprovechando el despiste, en los partidos se ha impuesto una cultura dogmática, cainita y disciplinaria, aunque, naturalmente atemperada por cierta inobservancia, porque, al fin, todos somos españoles (y, en especial, a estos efectos, quienes dicen no querer serlo). En este clima, las primarias socialistas tienen necesariamente un aire de tongo, se pueden convertir en un ejercicio de disimulo. Para empezar, Gómez y Jiménez no se atacan, dicen amarse fraternalmente. Solo algún perturbado ha recurrido al arma nuclear contra el levantisco Gómez atribuyéndole, nada menos, que ser el candidato de la derecha, el epítome de la maldad; por fortuna, no todos los lidercillos del PSOE son tan perspicaces y entusiastas como el polígrafo alcalde de Getafe, de manera que, una vez lanzada la consigna, el asunto ha podido seguir por los cauces de un enfrentamiento cariñoso.
Esta conducta forzadamente cordial priva a la democracia interna de todo sentido, y deja a la luz el vacío político del partido que la promueve. Ni Gómez ni Jiménez tienen una política para Madrid, ni les interesaría tenerla porque eso puede resultar muy peligroso en un partido tan obediente.
¿De qué viven los partidos que no debaten nada, en los que nada se piensa ni se discute, salvo en los aparatos superiores que cuidan, amorosamente, de que las bases no sospechen jamás de lo que allí se cuece? Viven del dogma, de lo contrario de una democracia madura, de la suposición de que ellos tienen la fórmula perfecta para resolver todos los problemas y de que el adversario es torpe, malvado, traidor y peligroso, la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno. Como es lógico, este dogmatismo favorece de manera muy clara, la mentira, porque todo encuentra justificación si se hace con el fin de parar los píes al adversario. El cainismo político es necesariamente fulero y fullero, aunque se disfrace de virtud retórica, de dialéctica fina.
Esta división maniquea entre los nuestros y los otros no se circunscribe solo a cierta izquierda, sino que está muy extendida y es causa de numerosas conductas tribales y nada inteligentes. Véase, por ejemplo, como defienden los partidos a sus cargos cuando son acusados de algún acto especialmente vergonzoso, de cualquier forma de corrupción de las que procuran el desafecto popular, porque otras, desgraciadamente, pueden llegar a ser, incluso, objeto de aplauso para los militantes más fervorosos. Tal conducta es más llamativa y necia en el del PP, porque este partido está menos dotado dogmáticamente que su adversario, y, además, no acierta habitualmente a convertir este carácter en una ventaja.
El PP experimenta una especie de horror al vacío cuando se trata de alejar de la vida pública a aquellos de los suyos que han sido sorprendidos en actividades, cuando menos, equívocas, y suele preferir la defensa del principio de presunción de inocencia, ateniéndose a un precepto esencial en derecho, aunque muy discutible en política, antes de separar a un sospechoso de sus cargos públicos. Al actuar de este modo, el PP se perjudica gravemente, renuncia al ejercicio de una ejemplaridad que le sería muy exigible y provechosa.
El PSOE puede vivir del dogma de que es quien nos conduce a alguna especie de paraíso socialista, o de ser el garante de lo social, pero, a falta de señuelos similares, el PP necesita que los electores se convenzan de que consiste en una agrupación de ciudadanos decentes, y, cuando no se ocupa de serlo y gasta tiempo en parecerlo, se enajena indefectiblemente lo que debiera ser uno de sus más atractivos valores políticos.