El discurso de Esperanza Aguirre

Estos días, repletos de imágenes desdichadas que recuerdan la España más negra de los desastres goyescos, el presidente que ha de llegar en helicóptero al Parlamento catalán, mientras intentan arrebatarle el perro lazarillo al un diputado ciego, que de acuerdo con la férrea jerarquía de la partitocracia iba simplemente a píe, han relegado a segundo plano el discurso de investidura de Esperanza Aguirre. La presidenta madrileña tiene buen olfato y valor acreditado, y no ha dudado en aprovechar la oportunidad para hacer un discurso político notable y llamativo. Acostumbrados, como estamos, a que de las Autonomías no nos lleguen sino insolidaridad, particularismo y miserias, hay que celebrar que algún político se arriesgue a exhibir la parte más noble de su oficio, a arriesgar un debate de ideas. Para desgracia de todos, el antagonista principal, en lugar de fajarse con ese discurso, ha dado una vez más muestra de su condición diminuta proponiendo que “una comisión” dialogue con los indignados, esos que él toma por suyos, sin que se sepa muy bien debido a qué.
Esperanza Aguirre tras recordar que la mueven dos ideas a las que no piensa renunciar, el amor a España y a la libertad, ha dejado clara que su política liberal ha funcionado para beneficio común, de modo que pretende seguir adelante con mayor transparencia, más austeridad, y procurando una administración más eficaz. Esas palabras que, casi en cualquier otra boca, pueden resultar retórica de baratillo, resultan creíbles en labios de Aguirre porque ya ha mostrado que es capaz de aplicarlas, y, además, porque constituyen el elemento diferencial que permite explicar la mejor situación de las cuentas públicas de la Comunidad de Madrid, pese a las cargas disparatadas de ciertas políticas sociales que habría que redefinir para beneficio de todos.
Aguirre ha hecho algo más que afirmarse en una política de éxito cierto, ha tratado de imaginar de qué manera podría empezar a combatirse el divorcio creciente entre políticos y ciudadanos, cuyos síntomas no cesan manifestarse de mil modos, y no solo, por cierto, en el fenómeno de los acampados. La presidenta ha roto el marco habitual al proponer a la Cámara una modificación del régimen electoral que permitiría introducir distritos de menor tamaño, y haría razonable la posibilidad de desbloquear las listas electorales. Estoy seguro de que Esperanza Aguirre es muy consciente de que el talón de Aquiles de nuestra democracia está precisamente en que el sistema proporcional tiende a colocar las decisiones políticas exclusivamente  en manos de los partidos, haciendo que la elección de los representantes se limite a una especie de refrendo sin demasiada trascendencia.
Un sistema con distritos más pequeños posibilitaría  que esto empezare a corregirse, y que los españoles comenzásemos a ver las ventajas del sistema mayoritario con pequeños distritos, el sistema inglés, que favorece todo lo contrario, que los partidos tengan que estar mucho más atentos  a lo que desean y piensan sus electores e impide, sobre todo, que la carrera política pueda hacerse enteramente a espaldas de los ciudadanos, que es lo que ocurre hoy en día con la mayoría de los políticos profesionales, unas gentes que solo deben preocuparse de su posición en las diversas covachuelas, y de incrementar la predilección de los que mandan. Todo ello propicia la sumisión de la iniciativa política a una disciplina un tanto asnal que nada tiene que ver ni con la libertad ni con la democracia. Como es de esperar, el avispado Gómez ha sospechado inmediatamente de las muy perversas intenciones de la presidenta, a la que ha acusado de tener una ideología liberal como si la condenase por dar caramelos envenenados a los niños socialistas.

Es relativamente fácil despachar la iniciativa de Aguirre con un mohín despectivo, considerándola mero populismo, una muestra innecesaria de sensibilidad hacia lo que más se ha repetido en los corrillos de Sol, antes de que decidieran entregarse al acoso de los distintos Parlamentos. Sin embargo, la propuesta de la presidenta madrileña es valiente y oportuna porque significaría abrir una vía a la democratización de los partidos, ese mandato constitucional que produce tanta risa a los políticos que se jactan de conocer bien el sistema y de saber sacarle el  ciento por uno, aunque no, ciertamente, ni la gratitud ciudadana ni la fama imperecedera. Es muy notable que un político mantenga una conciencia clara de que su obligación es servir a la patria común y, en este caso, a los intereses de los madrileños, que sepa que está a su servicio y no por otra razón que porque ellos le otorgan su confianza y que, por saberlo, se apreste a sugerir sistemas que pueden incrementar de manera muy efectiva el control ciudadano, la libertad política de todos. Que Aguirre se atreva a proponer, como lo ha hecho, el debate sobre una cuestión tan decisiva  ha sido una noticia tan inesperada como excelente.


Abusos de las telefónicas

La reforma electoral

La propuesta de Esperanza Aguirre para modificar el sistema de elección de los parlamentarios de la Comunidad de Madrid ha tenido la virtud de poner negro sobre blanco un debate que responde a una amplísima demanda social.
Son muchos los españoles que se quejan de la escasa representatividad de los políticos, mucho mayor, en cualquier caso, de la que pueden reclamar cualquier especie de movimientos. El sistema de partidos ha evitado el riesgo de fragmentación, muy visible en la transición, pero puede haber incurrido en una excesiva rigidez. El sistema proporcional tiene sus ventajas y sus inconvenientes,  y entre éstos está el hecho de que, obviamente, favorece que los partidos políticos puedan alejarse cuanto quieran de la voluntad explícita de sus electores. Tras casi cuarenta años de vigencia, es normal que se plantee revisar la ley electoral buscando una reforma que favorezca más a los electores.
En los orígenes de la transición, se planteó  la adopción del sistema mayoritario, que favorece más la gobernabilidad y que, en conjunción con distritos de pequeño tamaño conduce a un Parlamento que respete la distinción entre el ejecutivo y el legislativo, ahora enteramente inexistente. Los partidos de izquierda, se opusieron por el miedo a que los políticos que provenían del régimen, apoyados en su mayor notoriedad, pudieran  dejar fuera de juego a los jóvenes y desconocidos políticos de la izquierda, de manera que se optó por el sistema proporcional, posteriormente constitucionalizado en el artículo 68, al tiempo que fijaba la provincia como distrito electoral. Cualquier modificación de estas dos normas exigiría, por tanto, una reforma constitucional. Ahora bien, esto no quiere decir que no se pueda hacer nada sin tocar la Constitución: ésta es la línea en la que apunta la propuesta de Esperanza Aguirre y, según publicó La Gaceta, ésta es también una propuesta que contaría con el visto bueno del Consejo de Estado.
Según se desprende de los estudios que ha realizado el Consejo de Estado, sería perfectamente factible reforzar  el poder de los electores para designar los candidatos concretos a favor de los que depositan el voto. Este avance, que el Consejo advierte que podría crear dificultades a las direcciones de los partidos, obligaría a los partidos a democratizar de alguna manera su estructura y funcionamiento, según ordena la Constitución Española en su artículo 6, y podría llevarse a cabo mediante un cambio relativamente sencillo en el sistema de listas cerradas y bloqueadas, que se podría reforzar, como sugiere Aguirre, en el caso de las elecciones autonómicas, introduciendo distritos de menor tamaño para elegir menor número de diputados. 

El Consejo de Estado, estima que el sistema probablemente tendría efectos beneficiosos en la medida en la que fomenta la participación política de los ciudadanos, y, por tanto, hace posible una mayor implicación de los españoles  en el funcionamiento de las instituciones. No tiene mucho sentido empecinarse en mantener el statu quo cuando son evidentes los defectos a los que ha llevado el régimen actual, y es perfectamente lógico ir ensayando con pequeñas reformas que, en su día, pudieran conducir a la modificación de la Constitución, incluso a la adopción del sistema mayoritario, pues ahora no tendría ningún sentido invocar el argumento de que unos políticos no resultan ten reconocibles como otros. La reforma ideal sería, por tanto, la del régimen de las Comunidades Autónomas que prestarían así una experiencia muy valiosa al conjunto de la Nación.


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