A raíz de la aparición del Tea Party en el panorama político de los EEUU, han abundado los comentarios sobre la posibilidad de que en España pudiese darse algo parecido. Independientemente del juicio político que se reserve al fenómeno, parece obvio que nuestra sociedad no está en condiciones de crear y potenciar grupos políticos fuera del control de los partidos existentes, lo que no creo deba considerarse ni virtud ni mérito.
España ha venido siendo, al menos desde el siglo XIX, el país de las revoluciones desde arriba, una sociedad en la que lo público goza de un enorme poder y de una autoridad incontestable. Más allá de los tópicos folclóricos que nos han dibujado como un país de Quijotes, de individualistas y anarquistas, la verdad es que nada se ha hecho en España sin voluntad del poder constituido. Basta pensar en la crueldad y la duración de las guerras carlistas para comprender que el pueblo ha servido en España como munición, nunca como vanguardia.
La democracia, al menos teóricamente, podría haber traído consigo un cambio en esta dinámica, pero, sin que pueda negarse que se instauró con el aplauso del público, todos los pasos que se han dado desde 1975 han sido en interés de las minorías políticas, de los partidos y los grupos que se han encargado de controlar la situación. En consecuencia, desde el momento en que los partidos y los nuevos poderes fácticos, la monarquía, el dinero, los poderes mediáticos, y poco más, se sintieron legitimados por un consenso ciudadano muy amplio e indiscutido, ninguno de ellos ha hecho nada para que la democracia pueda ampliar su campo de juego; por el contrario, se han opuesto con buenas o malas razones a cualquier reforma que pudiese amenazar el statu-quo, o poner en duda la legitimidad y eficacia del tinglado. Por su parte, los ciudadanos han llevado con paciencia esta situación, en parte por confundirla con la democracia misma, pero también en la medida en que el sistema había venido siendo razonablemente eficaz para resolver los problemas comunes.
Todo este peculiar consenso se ha puesto seriamente en duda, sobre todo, tras la victoria de Zapatero y el rumbo que ha conferido a la política que se caracteriza, a mi modo de ver, por tres novedades esenciales. En primer lugar, por mostrar una ineficiencia pasmosa frente a la crisis económica, al tiempo que se continuaba practicando una política de gasto realmente insostenible. En segundo lugar, por exacerbar las tensiones territoriales al promover un nuevo Estatuto para Cataluña que, a la postre, se ha mostrado como esencialmente insostenible e inconstitucional y ha traído, además, una deriva absurdamente imitativa en otras regiones, con el resultado final de que buena parte del público haya caído en la cuenta de que el sistema no es solo políticamente peligroso, sino económicamente insostenible. Por último, aunque tal vez lo más importante, el que los políticos se hayan extralimitado en sus responsabilidades adentrándose en terrenos que la mayor parte de los ciudadanos creían poder gozar de lo que Constant llamó la libertad de los modernos, su capacidad para hacer de su capa un sayo, cuando les plazca, la soberanía absoluta en su vida privada, que es la única que realmente interesa a la mayoría. Pero el gobierno zapateril, escaso de éxitos en otros sectores, ha decidido contentar a sus fanes más doctrinarios y antiliberales promulgando leyes sobre cómo se fuma, cómo se bebe, qué se cree, cómo se piensa, cómo se matrimonia o se fornica, es decir, se ha puesto a intervenir la conciencia moral de los ciudadanos, de modo que muchos han percibido por primera vez al poder político como un intruso sin verdadero derecho a hacer las cosas que hace.
En EEUU, los electores se encalabrinan por los impuestos, aunque no protestan si se les prohíbe fumar; en España es distinto, porque los impuestos suelen ser ignorados por quien los padece (gran habilidad de hacendistas y socialdemócratas), mientras que el personal se encocora si le reglamentan lo que aprecia como su real gana.
Todo ello ha atizado un sentimiento oscuro frente a los partidos, frente a los privilegios de la Banca y de los poderosos, frente al abuso de los nacionalistas, frente a las extralimitaciones del Gobierno, un rechazo que comenzó con la creación de nuevos grupos políticos, y que ahora está a la espera de cristalización. Se trata de un caldo de cultivo que, por primera vez, no se ha cocinado en Palacio, que expresa el descontento con un sistema demasiado ensimismado y suficiente.
No creo que la cosa se vaya a parar como de repente, y dudo de la capacidad de adaptación de las maquinarias de los partidos, de manera que, a medio y largo plazo, tal vez nos enfrentemos a una crisis seria del sistema, que no podrá continuar en píe con un desafecto creciente y con una economía que nos asfixia. Se trata de un reto, y no solo para la derecha, aunque sí, sobre todo, para ella.
[Publicado en El Confidencial]