Lo siento por Garzón

Porque no le deseo mal a nadie, ni siquiera a los muy perversos. No digo yo que no se lo hiciera, porque siempre somos capaces de cualquier cosa, pero no tengo otro remedio que alegrarme de una sentencia que le pone en su sitio, como a un auténtico juez de la ley del embudo. La libertad, que no goza de tanto aprecio como a veces se cree, ha sido reforzada con la condena a un señor que se pasaba los derechos de sus investigados por salva sea la parte, esto es, que hacía lo que está prohibido hacer. Eso ha quedado muy claro. Cierta izquierda, muy abundante, pretende que las libertades consistan en que siempre se haga lo que ellos creen. Ellos son el Bien, nosotros la peste, más o menos eso dicen. Por eso me alegro de que haya habido un buen número, siete, de jueces que no se han dejado intimidar por los bandoleros del embudo y que han acordado algo que es puramente obvio, que a Garzón  la ley, cada vez que se interponía entre él y sus objetivos, le ha importado siempre un pito. 
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La libertad y el Estado de bienestar


Michael Oakeshott, un importante filósofo político inglés del pasado siglo, explica cómo surgió el Estado moderno a partir de la disolución de lo que él llama la moral de los vínculos comunales por la que se regían las sociedades pre-modernas, compuestas por gente que se siente completamente vinculada a su grupo social mediante lazos muy fuertes de pertenencia, participación y protección. Estas sociedades se vienen abajo cuando los individuos empiezan a querer vivir al margen de esos vínculos, deciden viajar, sustraerse al ciclo de la economía familiar, abandonar su lugar de residencia, montar negocios, trabajar por su cuenta, con quién quieren casarse, etc. A cambio, pierden seguridad y tienen una vida más difícil, aunque empieza a parecerles a muchos más atractiva. Así aparece la sociedad de individuos, a diferencia de sociedad de vínculos comunales, y esos individuos necesitan que exista un Estado que les proteja en su libertades y en su seguridad, pero que no se entrometa en sus vidas.  Ahora bien, esta tendencia a la emancipación de los individuos produce también unos efectos contrarios, justamente en quienes no se atreven a emprender ese modo de vida que consideran arriesgado, seguramente insolidario, peligroso, en cualquier caso, de manera que pugnan porque el Estado sustituya eficazmente a la moral de vínculos comunales que se ha perdido por culpa del individualismo, que proporcione la seguridad perdida,  y facilitan, o fuerzan, la aparición de lo que llamamos el Estado providencia o los Estados del Bienestar.

Un líder en los altares


Más allá de la enorme alegría que supone la lógica celebración del reconocimiento que la Iglesia tributa a Juan Pablo II al proclamarle Beato,  es conveniente recordar algunos aspectos de su personalidad pública que han hecho de él una figura cimera en la época contemporánea. Desde el momento mismo de su elección se pudo ver que estábamos ante un Papa excepcional, ante un líder que desbordaba las fronteras tradicionales del Papado para convertirse en una referencia internacional de primer orden. No en vano, fuerzas tan siniestras como impotentes ante la fuerza de su testimonio, intentaron ponerlo fuera de combate cuando apenas habían transcurrido dos años de su fecundo pontificado.
Un polaco que había sabido resistir con enorme dignidad y fortaleza las pretensiones totalitarias del estalinismo teñido de dominación extranjera que se había instalado en su patria fue, a la postre, una de las fuerzas que contribuyó con mayor decisión a que cayese un muro tan absurdo como resistente que llevaba muchas décadas privando de libertad, de vida y de progreso a buena parte de la vieja Europa. Conocía demasiado bien el comunismo y sus técnicas de infiltración y de corrupción como para tolerar que la Iglesia fuese una víctima más de ese paradójico milenarismo materialista que, en la práctica, sólo ha sabido administrar, muerte, esclavitud y desastres sin cuento.
Juan Pablo II supo reconocer muy pronto que estábamos ante un mundo que necesitaba un mensaje de paz y de libertad, una llamada a la esperanza. Y supo darse cuenta de que podía emplear los medios más avanzados y eficaces para llevar a todas partes ese mensaje que es inseparable del evangelio cristiano. “Gloria a Dios en los cielos y en la tierra paz en la tierra a todos los hombres de buena voluntad”, estas palabras del Evangelio de San Lucas muy bien pueden ser el resumen de un Pontificado en el que la religión, la lucha por la libertad y por la paz, y la promoción de la justicia y los derechos humanos han estado profundamente hermanados.
Juan Pablo II puso toda su energía, que era mucha, hasta la extenuación de su agonía ejemplar y valiente, al servicio de esa causa para la que se sabía elegido. Nadie fue más exigente que él consigo mismo y con el tiempo que Dios le concedió sobre esta tierra, lo que le permitió ser uno de los líderes más activos de la época contemporánea. Supo dirigirse a los hombres en las más diversas lenguas, lo que facilitaba esa sensación de cercanía y humanidad que han experimentado cuantos han podido tratarle. Hace falta ser muy sectario y muy cateto para regatear elogios a una figura tan brillante y entrañables, a quien supo dedicar toda su vida y su energía a los demás, a tender puentes entre todos, a quien enseñó que no hay que tener miedo a la vida. Pero sin duda que esos casos existirán entre la inmensa multitud de los tontos que son incapaces de admirar la grandeza y la magnanimidad y, seguramente nuestra prensa progre nos de algún ejemplo señero de esa mentecatez, es su sino
Juan Pablo II ha sido un símbolo de todo lo que hace amable la vida, del amor, de la amistad, de la generosidad, de la grandeza de ánimo, de la libertad y la comprensión, del respeto a los que no piensan como nosotros, del empeño en hacer que la vida sea un continuado acto de servicio a causas por las que merece la pena luchar, del menosprecio de lo mezquino y lo ruin,  del olvido y el perdón, que son los únicos caminos  por los que puede llegar la verdadera paz y la justicia.

¿El Confidencial sin Cacho?


Hoy me he despertado antes de lo habitual, como si presintiese algo negativo. Me he tropezado con ello al leer uno de los medios digitales que leo inexcusablemente al levantarme. Resulta que Jesús Cacho ha sido sustituido en la dirección de El Confidencial (remito al link más explícito a la hora de redactar estas líneas). No tengo elementos para juzgar sobre el caso, pero me parece que se trata, inequívocamente, de una mala noticia. Deseo, sin embargo, que EC pueda seguir jugando el buen papel que jugaba, pero me temo que vaya a ser difícil: veremos.
No es que yo mitifique a Jesús Cacho, simplemente creo que es un periodista bastante más atrevido que la media, y eso es muy importante en un país tan cobarde como el nuestro, en una sociedad en que existen tabúes hasta sobre los tabúes. Supongo que JC habrá hecho de las suyas en algunas ocasiones, pero lo que sé es que ha sido valiente en otras muchas, en las que le han hecho merecidamente ejemplar por su capacidad crítica. No comparto, por ejemplo, su tratamiento de Aznar, Franquito, como solía llamarle, aunque, porque, aunque comprenda las razones por las que me parece lo hacía, creo que su balance del personaje era muy sesgado e injusto, pero al menos decía lo que pensaba siendo seguramente menos partidario de quienes le han sucedido, quiero decir que JC no se dejaba llevar por el maniqueísmo oficialmente reinante, si A es malo, su contrario ha de ser bueno por definición, y eso siempre es de agradecer. Echaré de menos, como mínimo hasta que reaparezca en otra parte, imagino, su capacidad de referirse a temas que casi nadie se atreve a plantear, esa sensación de libertad que daba leerle y que es tan inusual entre nosotros.
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