El ministro de Fomento ha clausurado un paso a nivel en León. Se ve que la necesidad aprieta porque la supresión de un paso a nivel no solía dar derecho a la presencia de un jerarca de tanto copete, pero todos sabemos que León es lugar de reconquista. Por si el paso a nivel fuese poco, el ministro ha anunciado la construcción de la nueva estación leonesa, subterránea, por supuesto. Dejando aparte la triquiñuela política, me gustaría subrayar el odio que los españoles seguimos profesando al ferrocarril: siempre que podemos lo soterramos, lo quitamos de la vista. Podría pensarse que es para ganar espacio que, como todos sabemos, es algo muy escaso en España, pero me temo que hay algo más. Me parece que con el tren nos pasa algo parecido a lo que les ocurre a los progres con la energía nuclear, que se nos nubla la vista. Hay que echarle imaginación para considerar que una vía ferroviaria, incluso la más transitada, sea más peligrosa que una carretera cualquiera, pero, como decíamos ayer, también el gas es más mortífero que la energía nuclear y nadie se echa a correr en presencia de una bombona. Nosotros somos así, muy nuestros y los trenes a los túneles que estropean el paisaje, y no dejan cruzar al otro lado.
Categoría: gasto público
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A propósito del tamaño de las aceras
Una de las carencias más llamativas del tipo de educación moderna es que apenas se reflexiona sobre la importancia del tamaño. Un tigre, por ejemplo, dejaría de ser lo que es, si midiese poco más de veinte centímetros y una catedral no podría sostenerse si tuviese mil metros de altura. Ya sé que estas cosas se saben, más o menos, de manera intuitiva, pero la verdad es que a base de ignorar que existe el tamaño ideal, las cosas crecen y crecen, las gentes hablan y hablan, y así nos va. Ha habido movimientos culturales que han invitado a la desmesura y ha habido personas que han hecho de la desmesura su seña de identidad. A este tipo de gentes se las suele tener, en ocasiones, por genios, por tipos que no soportan la mediocridad, las zonas templadas. Es cierto que hay que estar muy bien dotado para soportar la calma: ya decía Pascal que la mayoría de los males del mundo vienen de que muchos son incapaces de estarse quietos en una habitación. Demos cobijo a los desmedidos, pero no los convirtamos en norma.
Los madrileños tenemos un alcalde desmesurado y con auxiliares muy deslenguados, que además padecen manías persecutorias. A Gallardón le ha dado por las aceras grandes en un afán desmedido de ayudar a los peatones. Puede haber cosas peores, pero también las aceras tienen su tamaño. Los políticos incurren con frecuencia en desmesuras: desde los que lo prometen todo hasta los que practican el dolce far niente. El colmo de la habilidad consiste en hacer ambas cosas al tiempo.
Disparar con pólvora del Rey
Los españoles y el tren
La pólvora del Rey
Me parece que cada día es más frecuente que los españoles vivamos en estado de queja frente a la insolencia y la rapiña de los poderes públicos; personalmente, no tengo duda al respecto: creo que nuestra democracia, aunque haya servido para consagrar la legitimidad del poder político, cosa que era muy necesaria, no ha sabido avanzar en la delimitación de los poderes, tal vez porque sea más fácil ser demócrata que liberal.
Los políticos se sienten respaldados por las instituciones que ellos ocupan, porque los partidos que son, como ahora se dice, transversales, y monopolizan todos los espacios, se han convertido en auténticas falanges, por no decir mafias, que tienden a olvidar la razón última de su existencia y se dedican, por encima de todo, al propio beneficio. Con la excusa de que no se pueden ceder terrenos al enemigo, han privatizado completamente la gestión pública y reclaman para ellos y sus asuntos los privilegios que solo tienen sentido para el ciudadano común. Por ejemplo, la presunción de inocencia es un principio que tiene sentido para proteger al individuo frente al enjuiciamiento judicial y la ausencia de pruebas, pero apenas tiene ningún papel que jugar en la esfera pública, un ámbito en el que los ciudadanos harán bien en sospechar y condenar las conductas escasamente transparentes y objetivamente escandalosas de sus representantes, más allá de lo que los jueces pudieran determinar, en el caso de que se dedicaren a ello.
Se podría objetar que eso acabaría por suponer que el político estaría indefenso frente a cualquier acusación arbitraria, proveniente, por ejemplo, de la oposición, o de sus enemigos. Es verdad que existe ese riesgo, pero es menor, a mi entender, y a la larga, que el que se deriva de que los partidos asuman la defensa de la decencia de sus cargos públicos como si se tratase de una obligación primordial, en lugar de depurar internamente las responsabilidades y de actuar conforme a la sensata máxima de que la mujer del Cesar tiene que ser honesta y, además, parecerlo.
Esa moral colectiva de autodefensa es un cáncer voraz que acabará, si no se corrige a tiempo, y no queda mucho, por esterilizar completamente al sistema. Es gravísimo que eso suceda, además, en un entorno en el que apenas hay atisbos de independencia judicial, y en el que la sofística política ha impuesto la convicción de que la soberanía popular inviste a sus representantes con un poder que está por encima de las leyes comunes.
En un escenario así sería absolutamente milagroso que los políticos no tendiesen a sobrepasarse, a abusar. Si a los ciudadanos les hace gracia que un alcalde prepotente se lleve a Copenhague a una troupe de cuatrocientas personas, empezando por el Rey y su augusta familia y acabando por unas aristocráticas azafatas, la cosa tiene difícil remedio. Menos mal que no han ganado, y eso acaso pudiere conseguir que empecemos a preguntarnos si tiene algún interés el derroche inagotable de tanta pólvora del Rey, esa que pagamos todos, menos el monarca.