El entierro de León



El ministro de Fomento ha clausurado un paso a nivel en León. Se ve que la necesidad aprieta porque la supresión de un paso a nivel no solía dar derecho a la presencia de un jerarca de tanto copete, pero todos sabemos que León es lugar de reconquista. Por si el paso a nivel fuese poco, el ministro ha anunciado la construcción de la nueva estación leonesa, subterránea, por supuesto. Dejando aparte la triquiñuela política, me gustaría subrayar el odio que los españoles seguimos profesando al ferrocarril: siempre que podemos lo soterramos, lo quitamos de la vista. Podría pensarse que es para ganar espacio que, como todos sabemos, es algo muy escaso en España, pero me temo que hay algo más. Me parece que con el tren nos pasa algo parecido a lo que les ocurre a los progres con la energía nuclear, que se nos nubla la vista. Hay que echarle imaginación para considerar que una vía ferroviaria, incluso la más transitada, sea más peligrosa que una carretera cualquiera, pero, como decíamos ayer, también el gas es más mortífero que la energía nuclear y nadie se echa a correr en presencia de una bombona. Nosotros somos así, muy nuestros y los trenes a los túneles que estropean el paisaje, y no dejan cruzar al otro lado.

¡El dinero que nos hemos gastado en soterrar vías!, claro que es parte del chollo tradicional que los constructores tienen con los gobernantes, ese sí que es un gobierno de coalición. España es un país disparatado y gasta el dinero de la manera más inútil y tonta que pueda concebirse; el tren es solo un motivo para ejercitar ese salero incontenible de los gobiernos, pero los ciudadanos nos prestamos pacientemente a esa clase de moderneces sin reparar que a países tan atrasados como EEUU, Inglaterra o Alemania no se les ha ocurrido nunca esa genialidad del soterramiento. ¡Trenes no, bases fuera!



El problema de Rajoy

Son tantos y tan graves los riesgos que nos acechan que puede parecer frívolo fijarse en el supuesto problema de una única persona, aunque sea tan singular como es el líder del PP. Pero la dificultad de que merece la pena hablar no le afecta solo a su persona, porque, para bien o para mal, Rajoy encarna las esperanzas de muchos millones de españoles, que quieren pensar que su llegada al poder significará el final de una larga y absurda pesadilla. En este sentido, el problema de Rajoy consiste en que, al tiempo que suscita esas esperanzas, su perfil político específico no acaba de ser visto con nitidez por una gran mayoría de españoles, o eso dicen las encuestas. Que Rajoy aparezca sistemáticamente por debajo de las expectativas que suscita su partido no es tampoco un fenómeno nuevo: le pasó también a José María Aznar, aunque luego termino convertido, al menos para algunos, en una especie de superlíder. Esto se dice no a cuento de que el inconveniente no sea relevante, porque lo es, un escollo que hay que sortear al menos con tanta habilidad como supo hacerlo Aznar tras el largo e inacabable felipato.
Nadie duda de que Rajoy esté al frente del PP; las dudas se refieren a sí Rajoy va a ser capaz de dirigir a buen puerto ese inmenso capital político que tiene a sus espaldas, porque el paso de una situación de expectativa, por grande que sea, a una victoria política incontestable está lejos de ser automático, sea cuando fuere la fecha, y esté, o no, por medio Rubalcaba.
Lo que Rajoy necesita es que se perciba con claridad que el PP comienza desde ahora mismo a ejecutar una nueva melodía que sea el programa de Rajoy. Y en política, como en la música, las partituras son importantes, pero el ejecutante no lo es menos. Frente a un partido numeroso y con cierta tendencia al caos, aunque no sea más que por su tamaño, Rajoy tiene que conseguir, cuanto antes, que el partido empiece a sonar de manera cada vez más afinada y que la melodía que interpreta sea pegadiza.
Naturalmente, nadie espera que Rajoy descubra nuevas músicas, pero sí que le imprima a la acción política de su partido, que a veces parece diseñada por un estratega beodo, una unidad y armonía, que se concentre en mensajes simples y sencillos, que no dejen al adversario la posibilidad de argüir con eficacia lo que, en cualquier caso, van a gritar por las cuatro esquinas.
Me parece que el primer movimiento de su sinfonía tiene que estar dedicado, por fuerza, a Europa. En estos momentos, Europa significa para los españoles, seriedad, austeridad y salida de la crisis. Si en el pasado hemos podido ser alumnos brillantes de la escuela, debemos desembarazarnos a toda prisa de la condición que hemos adquirido con Zapatero como alumnos que no se toman en serio el curso, que hacen pellas, tratan de copiar en los exámenes, y falsifican notas. Esto quiere decir, contra los infinitos arbitristas que predican reformas radicales, que no se trata sino de volver a hacer las cosas bien, de dejar de disparatar.
El segundo movimiento de la sinfonía rajoyana tendrá que estar impregnado de una llamada a la responsabilidad de todos y cada uno de los españoles. No se trata de prometer, sino de persuadir a todo el mundo de que hace falta que cada uno de nosotros empiece a ser más exigente consigo mismo, y empiece a esperar menos de los demás, para conseguir que esta economía que ahora está embarrancada pueda empezar a ponerse de nuevo en marcha. Naturalmente que todo ello exigirá algunas reformas, pero de nada sirven las reformas cuando el público no comparte el plan general, un programa en el que ni siquiera los controladores puedan trabajar menos y cobrar más.
El tercer movimiento tiene que girar en torno a una propuesta de reducción del gasto, porque cuando el sector público ahoga a las economías privadas no se puede llegar a ninguna parte. Es escandaloso que mientras ha aumentado el paro y no hay financiación para los emprendedores, se hayan incorporado a las, hasta ahora, seguras nóminas públicas a cientos de miles de personas para realizar trabajos inconcretos o inexistentes. Aquí hará falta que Rajoy sepa persuadir a sus adversarios de que se necesita moderación del sector público, que en la Europa liderada por la economía alemana, no caben los derroches. Habrá que pensar en ciertas leyes de armonización y contención del gasto, para que quienes gastan sin ingresar, dejen de hacerlo, y estoy mirando más al oeste y al sur que hacia el nordeste, aunque también allí se hayan cocido habas.
Como se ha puesto de manifiesto con el follón de los controladores, los españoles no soportan el privilegio, de modo que esta clase de propuestas podrá tener un apoyo popular suficiente. Hay que suponer que lo que quede del PSOE estará mejor dispuesto a recuperar el buen sentido, pero hasta que eso sea lo normal, Rajoy dispondrá de casi dos años para hacer lo que hay que hacer sin que nadie pueda tratar de pararle en las calles.
[Publicado en El Confidencial]

El coco privatizador

Una de las monsergas con las que la izquierda trata de sostener su supuesta, y maltrecha, superioridad moral es la de la preferibilidad de lo público sobre lo privado. Pese a tenerme por liberal, no tendría nada que oponer al argumento, si estuviésemos en un régimen en el que existiera un nivel alto de moralidad civil, si fuera corriente que quienes ocupan un puesto público cumpliesen, por encima de todo, con sus obligaciones hacia la sociedad. No gastaré ni dos líneas para recordar que, en la abrumadora mayoría de las situaciones, no es ese el caso.
De hecho, apenas conozco cosa más privada que una oficina pública. Nuestros funcionarios se acostumbran muy pronto a que la plaza es suya, a que tienen derecho vitalicio, y frecuentemente hereditario, sobre todo si el momio es de fuste, a ejercerla, en suma, a que la plaza es de su propiedad, como se solía decir antes, cuando, al menos, las plazas funcionariales se ganaban en reñida competencia pública, a veces absurda e injusta, pero competencia al fin y al cabo. No digamos nada de nuestros políticos, de cómo manejan sus partidos, de lo bien que distribuyen los cargos y las prebendas entre familiares y allegados.
Privatizar puede resultar bien o mal, dependerá de los casos, pero en general es algo que debiera permitir la introducción de cierto grado de racionalidad y de trasparencia, aunque la tendencia a delinquir y a engañar sea tan atractiva en el terreno de lo privado como en el de lo público. De hecho, es fácil que haya tantas mandangas y corruptelas en algunas, al menos, de las grandes corporaciones privadas, como en las empresas e instituciones públicas, pero eso no obsta para que la privatización pueda facilitar, en muchas ocasiones, el remedio a un tipo de abusos que, de puro inmemoriales, forman parte de la cultura y el paisaje de muchas instituciones públicas, y cuya obscenidad se nos escapa porque han aprendido a ocultarse a la mirada inocente y a la buena fe del público.
Tal vez haya habido un momento en que proferir lo público fuese consecuencia de una probidad moral, de un deseo de mejorar una sociedad patentemente injusta. Ese momento hace mucho que pasó, al menos entre nosotros; se diga lo que se diga, la mayoría de los defensores de lo público defienden alguna forma de sopa boba, algún jardín oculto a la mirada indiscreta del personal. Si no lo creen así, pásense por los despachos de cualquiera de las variopintas e incomprensibles oficinas públicas, o indaguen en las formas en que se protegen los intereses del público en general en las universidades, los hospitales, o los juzgados. Si no quieren investigar, ni dedicar horas al estudio, traten simplemente de imaginar a qué podrán estarse dedicando los cientos de miles de empleados públicos que ha creado nuestro avispado gobierno.

El chirimbolo

El alcalde de Madrid, solo o en compañía de otros, ha perpetrado una insigne fealdad en forma de chirimbolo en mitad de la ya desdichada Plaza de Castilla. Se trata de un artilugio feo y que, al parecer, se niega a hacer lo que se supone le daría cierta gracia, o sea, que no se mueve. Si el alcalde hubiese preguntado a los madrileños sobre el proyecto, como lo ha hecho el de Barcelona sobre la Diagonal, se habría llevado un buen susto, mayor quizá que el del catalán, pero como les pregunte sobre el resultado puede haber más que palabras.
En las ciudades como Madrid y Barcelona existe una curiosa dialéctica entre las ideas del consistorio y los intereses y los gustos del vecindario. A veces, ese disenso se limita a divergencias de orden estético, pero en ocasiones la cosa va a más. En una época de forzadas austeridades presupuestarias, las alegrías estéticas de los alcaldes son especialmente cabreantes, sobre todo si son feas de narices.
La cuestión de fondo es que los ayuntamientos van a tener que hacer una de estas dos cosas o, muy probablemente, las dos al tiempo: reducir sus bienes, servicios y jolgorios, y subir los impuestos al vecindario. Toda esa inmensa variedad de servicios sociales y culturales que muchos ciudadanos ni siquiera sospechan, está en el aire, y tal vez no sea para mal. Los ayuntamientos no deberían empeñarse en una imagen de la ciudad que les lleve a la megalomanía. Si de paso dejasen de hacer mamarrachadas como la del horrible chirimbolo de la Plaza de Castilla, pudiera ser que la crisis acabe teniendo algunas ventajas.

El estado gaseoso

Una de las más desconsoladoras evidencias que atosigan a quienes observamos la política, y la vida, para qué engañarnos, es el desparpajo con lo que la gente va a lo suyo, y arrolla, siempre que le dejen, lo de los demás. Lo que ocurre es que la teoría no ha previsto suficientemente el caso de que quienes se ofrecen a trabajar por los demás lo hagan de forma tan excluyente para sí mismos. La corrupción es la consecuencia de eso… sí, pero es algo más, es su nombre verdadero.
Es una verdadera desvergüenza esta utilización de la política para hacerse el asiento a la medida. Pero no podemos quejarnos, en realidad. Para nuestra desgracia esos son los representantes que hemos elegido, aunque nos quede el muy relativo consuelo de que todavía podamos despedirlos. La gran pregunta es hasta dónde va a llevarnos esta orgía de gastos a la medida de políticos que solo buscan su perpetuación, y que regalarán becas y caramelos mientras no estalle nada.
ZP ha fabricando una España gaseosa, en la que los más listos se van a quedar con la caja, mientras unos dormitan con el opio identitario, y otros se dedican a inventar culpables, a llamar criminales a los especuladores, por si su nombre fuera poca cosa, como ha hecho el muy servicial Fiscal del Estado de ZP. Me parece que les odian tanto porque les conocen bien: son como ellos mismos. En un estado se puede flotar, pero los gases también puede envenenarnos, o estallar: es lo peor que tienen, que son más inestables que la mentira.

Las lecciones de la crisis y la crisis de las lecciones

El Gobernador del Banco de España, persona más acostumbrada a decir lo que piensa que a pensar lo que dice, ha afirmado que «España debe extraer lecciones del caso griego», combatir el déficit público, y reformar el mercado laboral para sanear la economía.
No creo que al Presidente del Gobierno, atado al timón de la nave y dispuesto a no sucumbir frente a la tempestad, le hayan sonado bien estas reflexiones del deslenguado Fernández Ordóñez. Supongo que habrá pensado en que estas cosas pasan cuando se nombra para un alto cargo a quien no te lo deba todo. Es un problema del talante, que a veces designas a personas lenguaraces, y poco propicias al trabajo en equipo. El presidente seguramente pensará que la desafección intelectual del listillo de turno, se debe a la soberbia típica de quienes se creen más que los demás, ese tipo de gente que no entiende la utilidad de pensar de manera conjunta con los que mandan, en armonía con el gran timonel; un claro ejemplo de infortunio, especialmente molesto en horas complicadas, ahora que estamos a punto de abandonar la crisis: ¡Con la cantidad de personas dispuestas a obedecer sin rechistar que hay en las federaciones socialistas!
Lo del gobernador ya no tiene remedio, dicho está. Pero el Presidente, que es hombre de natural reflexivo, se habrá acordado seguramente de ese dicho, más profundo de lo que parece, que afirma la extraña y súbita propensión de las abuelas a la fecundidad en los momentos de abundancia de bocas y escasez de munición.
¿Sacará ZP las lecciones de la crisis? Al oír la expresión alusiva a las lecciones, el Presidente se ha acordado con gran nitidez de las lecciones que prometió darle, en unas tardes, uno de esos ministros que ya no lo son. Otro caso fatal de mala suerte, porque el ministro metido a pedagogo presidencial no pudo acabar su tarea.
La hipótesis más probable sobre lo que sucedió con esas lecciones tan publicitadas, me parece la siguiente. El señor Sevilla pensó que sería razonable dividir el mini-curso en dos partes, y que la primera se debiera dedicar al gasto público: cómo hacerlo, cómo incrementarlo, cómo distribuirlo. A fe que el alumno monclovita se aprendió bien esta parte del programa, porque no hay color entre su capacidad de gasto y la de nadie que le haya precedido. Sus dotes innatas para el expendio son dignas del mayor encomio, y las lecciones del profesor Sevilla le han permitido gastar con elegancia, y sin estruendo, de manera que nadie, ni siquiera el señor Rajoy en uno de sus ataques de insultos, ha podido llamarle tacaño. Lo malo del caso es que, debido a las infinitas ocupaciones del presidente en el ámbito galáctico de sus competencias, el curso se hubo de interrumpir de manera indefinida, cuando estaba a punto de entrar en la parte de la financiación, de los ingresos, incluso de la sostenibilidad, palabra que le suena de miedo al presidente, pero que no hubo manera de abordar con un mínimo de calma. Esta situación académica del señor Zapatero debería darnos que pensar, pero no siempre se cae en este tipo de cosas. Acuérdese el amable lector de un caso similar, me refiero en cuanto a la estructura demediada de la docencia: me refiero a la extraña actitud ante las lecciones de vuelo que exhibieron los pilotos del 11-S, una gente que no parecía tener la mínima preocupación por el aterrizaje, cosa realmente poco común, y que, sin embargo, no despertó la sospecha de los instructores.
Tampoco es enteramente evidente, ya puestos a ello, que siempre se haya de encargar a las mismas personas hacer al tiempo dos cosas contrarias: la especialización seguramente resultaría mejor. El caso del 11-S bien pudiera sugerirnos la conveniencia de especializar a unos pilotos en despegues y a otros en aterrizajes, evitando así que puedan confundirse de maniobra. Me parece que ese es el caso de nuestro presidente, un gastador ejemplar al que puede resultar enteramente inútil pedirle que haga economías, dadas sus dotes para los gastos rumbosos. Digo esto, porque mucho me temo que el gobernador del Banco de España sea un malandrín que esté dando a entender que para sacar lecciones de la crisis debiéramos prescindir de los servicios de un especialista tan consumado en el dispendio. Algo parecido dijo el señor Solchaga hace unos días, se ve que crece el número de los que se creen con derecho a opinión en el partido monolítico.
Se podría reservar al señor Zapatero para emplearlo en la próxima ocasión en que vuelva a haber superávit, no sería ninguna mala idea. Tranquilo con la idea de que podría volver en cuanto quedase algo en la caja, cedería amablemente el paso a alguien que se la llenase. Lo que me parece ilógico es que pretendamos encargar a un tipo tan dotado para las iniciativas ambiciosas, inconcretas y caras, el inicio de una época de austeridad, de restricciones injustas y antisociales. Es inútil, y además es cruel. Se trata de una idea insana.

A propósito del tamaño de las aceras

Una de las carencias más llamativas del tipo de educación moderna es que apenas se reflexiona sobre la importancia del tamaño. Un tigre, por ejemplo, dejaría de ser lo que es, si midiese poco más de veinte centímetros y una catedral no podría sostenerse si tuviese mil metros de altura. Ya sé que estas cosas se saben, más o menos, de manera intuitiva, pero la verdad es que a base de ignorar que existe el tamaño ideal, las cosas crecen y crecen, las gentes hablan y hablan, y así nos va. Ha habido movimientos culturales que han invitado a la desmesura y ha habido personas que han hecho de la desmesura su seña de identidad. A este tipo de gentes se las suele tener, en ocasiones, por genios, por tipos que no soportan la mediocridad, las zonas templadas. Es cierto que hay que estar muy bien dotado para soportar la calma: ya decía Pascal que la mayoría de los males del mundo vienen de que muchos son incapaces de estarse quietos en una habitación. Demos cobijo a los desmedidos, pero no los convirtamos en norma.

Los madrileños tenemos un alcalde desmesurado y con auxiliares muy deslenguados, que además padecen manías persecutorias. A Gallardón le ha dado por las aceras grandes en un afán desmedido de ayudar a los peatones. Puede haber cosas peores, pero también las aceras tienen su tamaño. Los políticos incurren con frecuencia en desmesuras: desde los que lo prometen todo hasta los que practican el dolce far niente. El colmo de la habilidad consiste en hacer ambas cosas al tiempo.

Disparar con pólvora del Rey

Está visto que ZP no se arredra, al menos de momento, ante los negros nubarrones que nos amenazan a todos. De ser así, según quienes dicen conocerle, su error no sería tanto la temeridad como el egoísmo. ZP parece creer que los límites del sistema económico son indefinidamente flexibles, y que mientras él tenga el apoyo de la mayoría, de los descamisados, aunque sean descamisados de guardarropa, que viven espléndidamente bien a costa del erario público, no tiene nada que temer a los mercados, porque son tigres de papel.
España, mientras tanto, se vacía, se desvitaliza. No es posible crear nada, ni levantar nada porque el déficit público se lo lleva todo por delante. ZP parece firmemente persuadido de que, si aguanta, al final, los ricos pagarán la ronda. Es posible que no estuviese mal del todo que así fuese, que, por una vez, pierda la banca, pero no será el caso. Perderemos los de siempre, la abobada clase media, los emprendedores modestos, la gente decente que quiere trabajar y esforzarse. No obstante, si la cosa sigue como parece, también caerán los más altos palacios, y la ira del personal, aunque traten de dirigirla a donde suelen, puede acabar con la biografía de los equilibristas más consumados, con los aires de superioridad de los artistas, puede llevárselo todo por delante. Por eso es realmente negro el panorama, porque nuestro presidente es un optimista incorregible en lo que se refiere a las memeces que venera, y porque cree que sabe cuidar muy bien de lo que le importa.

Los españoles y el tren


La lectora Nenuca Daganzo remite a La Vanguardia esta imagen en la que se puede ver un tramo de vía en Arenys de Mar que no dispone de ningún tipo de protección para impedir el acceso a las vías del tren. A la lectora le parece que esta situación es un despropósito y se pregunta si se habrá de esperar a que haya una desgracia para que se instalen las oportunas vallas protectoras.
El temor de la lectora es un caso paradigmático de un error de apreciación muy común entre nosotros; los españoles creen que lo público es gratuito, y le tienen miedo al tren, paradójicamente, el transporte público por excelencia. Vayamos primero a lo segundo. La verdad es que la necesidad de separar los trenes del resto de la trama urbana deriva, principalmente, del vandalismo, busca evitar la agresión a los vehículos ferroviarios. En EEUU, donde los vándalos no abundan y, cuando los hay, son severamente castigados, los trenes circulan sin protección alguna y sin que el número de accidentes por cruce de vía le llame la atención a nadie. Parece absurdo negar que es infinitamente más peligrosa cualquier calle que una doble vía ferroviaria, y solo a un orate se le ocurriría pedir protecciones frente a los automóviles en todas las calles. Los trenes son mucho más grandes y visibles que los automóviles, su cadencia de paso es menor y es bastante regular, y, además, circulan por vías exclusivas perfectamente reconocibles y a las que no hay que acceder por ninguna razón. Cualquier riesgo con el tren es miles de veces más alto con los automóviles, pero así están las cosas.
Vayamos al gasto público. Muchos españoles creen que el dinero público es inagotable y que, por mucho que se gaste no se perjudica a nadie. Los españoles no relacionan el gasto público con los impuestos, porque aquí nos las hemos arreglado para que los impuestos sean imperceptibles, forman parte del precio de las cosas y están incluidos en lo que ganamos, de manera que casi nadie paga nada. Una medida de salud pública realmente profunda sería separar los precios de los impuestos y retirar las retenciones de los salarios. Si así fuera es posible que la lectora de La Vanguardia fuese menos exigente demandando unas vallas innecesarias en Arenys de Mar, uno de los ferrocarriles más antiguos de España, cuyo número de accidentes seguramente sea miles de veces inferior a los de cualquiera de las carreteras de las inmediaciones, esas que la lectora de Arenys utiliza cada día sin ningún susto.

La pólvora del Rey

Me parece que cada día es más frecuente que los españoles vivamos en estado de queja frente a la insolencia y la rapiña de los poderes públicos; personalmente, no tengo duda al respecto: creo que nuestra democracia, aunque haya servido para consagrar la legitimidad del poder político, cosa que era muy necesaria, no ha sabido avanzar en la delimitación de los poderes, tal vez porque sea más fácil ser demócrata que liberal.

Los políticos se sienten respaldados por las instituciones que ellos ocupan, porque los partidos que son, como ahora se dice, transversales, y monopolizan todos los espacios, se han convertido en auténticas falanges, por no decir mafias, que tienden a olvidar la razón última de su existencia y se dedican, por encima de todo, al propio beneficio. Con la excusa de que no se pueden ceder terrenos al enemigo, han privatizado completamente la gestión pública y reclaman para ellos y sus asuntos los privilegios que solo tienen sentido para el ciudadano común. Por ejemplo, la presunción de inocencia es un principio que tiene sentido para proteger al individuo frente al enjuiciamiento judicial y la ausencia de pruebas, pero apenas tiene ningún papel que jugar en la esfera pública, un ámbito en el que los ciudadanos harán bien en sospechar y condenar las conductas escasamente transparentes y objetivamente escandalosas de sus representantes, más allá de lo que los jueces pudieran determinar, en el caso de que se dedicaren a ello.

Se podría objetar que eso acabaría por suponer que el político estaría indefenso frente a cualquier acusación arbitraria, proveniente, por ejemplo, de la oposición, o de sus enemigos. Es verdad que existe ese riesgo, pero es menor, a mi entender, y a la larga, que el que se deriva de que los partidos asuman la defensa de la decencia de sus cargos públicos como si se tratase de una obligación primordial, en lugar de depurar internamente las responsabilidades y de actuar conforme a la sensata máxima de que la mujer del Cesar tiene que ser honesta y, además, parecerlo.

Esa moral colectiva de autodefensa es un cáncer voraz que acabará, si no se corrige a tiempo, y no queda mucho, por esterilizar completamente al sistema. Es gravísimo que eso suceda, además, en un entorno en el que apenas hay atisbos de independencia judicial, y en el que la sofística política ha impuesto la convicción de que la soberanía popular inviste a sus representantes con un poder que está por encima de las leyes comunes.

En un escenario así sería absolutamente milagroso que los políticos no tendiesen a sobrepasarse, a abusar. Si a los ciudadanos les hace gracia que un alcalde prepotente se lleve a Copenhague a una troupe de cuatrocientas personas, empezando por el Rey y su augusta familia y acabando por unas aristocráticas azafatas, la cosa tiene difícil remedio. Menos mal que no han ganado, y eso acaso pudiere conseguir que empecemos a preguntarnos si tiene algún interés el derroche inagotable de tanta pólvora del Rey, esa que pagamos todos, menos el monarca.