Un país en la mochila

La muerte de Labordeta ha dado lugar a un cierto debate porque, entre la nube de elogios, se ha colado alguna crítica que me parece de enorme interés, y ha habido una cierta disputa sobre la identidad ideológica de la obra del polifacético personaje. Detengámonos un punto sobre ella.
En España, los elogios al recién muerto se dan por descontados, lo que seguramente será muestra de que nos queda un adarme de piedad, aunque también pueda testimoniar nuestra bien reconocible hipocresía. De cualquier manera, a mi me llamaron la atención las loas que vertieron sobre su figura personalidades muy características de la derecha, unas veces con el argumento, respetable, pero frecuentemente inane, de distinguir entre las ideas políticas del autor y el significado de su obra, otras sin él. En esas estaba cuando leí un comentario de Salvador Sostres con el que me sentí plenamente de acuerdo. Sostres sostenía que, pese a sentir la muerte de Labordeta, era necesario poner en cuestión muchos de los valores que defendía, su comunismo, su gusto por lo rural, su apego a lo ancestral y al tercermundismo, su retórica naturista, su apego a los paisajes de abandono y atraso. Se trata de conceptos que le parecen a Sostres, y coincido plenamente con él, enteramente sospechosos, porque son negativos y antimodernos, específicamente reaccionarios, aunque ello suponga emplear el lenguaje que Labordeta y los suyos han pretendido de su exclusiva pertenencia.
Algo después leí unas declaraciones sobre Labordeta de Javier Esparza, otro escritor escasamente convencional, que me dejaron algo más perplejo. Esparza pretendía, en una entrevista con motivo de la presentación de su nuevo libro, que Labordeta, al que literalmente “adoraba”, era de una sensibilidad típicamente de derechas, al parecer sin saberlo.
Esta discrepancia tan peculiar de dos testigos inteligentes mueve, efectivamente, a pensar. La tesis de Esparza es que la derecha tiene dificultades para reconocerse, y no es extraño que las tenga si se identifica como sensibilidad típica de la derecha el apego al terruño, al paisaje, a lo que el tiempo ha derrotado, a eso que Sostres rechaza en Labordeta sin extrañarse que el cantautor fuese, a la vez, comunista y defensor de tales valores.
Yo creo, sin embargo, que hay tesis ciertas en las apreciaciones de Esparza: tiene razón en que la derecha se equivoca al prescindir por completo de promover un cambio social, para vincularse únicamente al éxito económico que la ha acompañado en su gestión, y que se ha traducido en prosperidad económica. También acierta al diagnosticar en la derecha una falta de claridad acerca de su significado ideológico y cultural, o, dicho de otra manera, a que la derecha no haya sabido digerir adecuadamente la diversidad de sus inspiraciones de procedencia liberal, las de procedencia tradicional o conservadora, y las de origen estatista o funcionarial, por llamarlas de algún modo. No es difícil coincidir con Esparza en que los políticos de la derecha estén dominados por un gen que les atemoriza ante el debate ideológico, pero no creo que eso equivalga a considerar como valores que la derecha debiera homologar como propios los que promocionaba el cantautor aragonés. Yo creo, y en esto estoy con Sostres, que la derecha nada tiene que ver con esos valores, especialmente con la utilización política de esos valores, lo que no significa que la derecha no tenga que tener una cierta sentimentalidad, pero no precisamente esa. Eso puede respetarse, pero difícilmente podrá ser objeto de promoción en un país que nunca ha hecho, si no es a trancas y barrancas y como sin querer, nada semejante a la revolución burguesa, ni a la implantación de un auténtico capitalismo de mercado. Precisamente por eso parte de nuestra izquierda, como Labordeta, puede considerar que esos valores telúricos son específicamente suyos porque se oponen, a la vez, a las dos revoluciones de la modernidad, a la democracia liberal y a la industrialización burguesa, dos ideales que repudian al tiempo los comunistas y ciertos conservadores partidarios de la vuelta de un imposible ancien regime.
Sostres que es, según dice, independentista catalán, escribe un español restallante, es cristiano, y respetuoso de buen número de tradiciones, pero prefiere las autopistas a los páramos, y los locales con neón a los parajes recónditos que otea el cernícalo y visitan los ecologistas con unción. No por esto deja de oponerse a las ideas de la izquierda, cantadas o no al estilo Labordeta. La derecha española no anda sobrada de discernimiento, y por eso se confunde, con frecuencia, al venerar a figuras que ni lo merecen, ni la respetan. El mero hecho de que alguien guste de lo ancestral no le habilita como conservador, porque la izquierda también se nutre de esas ideas que remiten más a la horda que al ciudadano. Ni la derecha ni la izquierda pueden pretender meterse al país en esa mochila, porque la España de hoy no cabe, por fortuna, en un zurrón tan empobrecido y viejo.
[Publicado en La Gaceta]

La hora del planeta

Ayer, unas cuantas ciudades hicieron el ridículo de manera coordinada al apagar algunas iluminaciones monumentales bajo la advocación de una supuesta hora del planeta. Todo es grotesco en una iniciativa como esta, pero es el tipo de espectáculo pretencioso que permite a algunas empresas, como Telefónica, por ejemplo, asomarse al exterior presumiendo de estar a la moda en cuanto a conciencia.
La estupidez nunca ha escaseado en parte alguna, ni en ningún momento, pero jamás ha sido tan celebrada como lo es ahora. Es realmente curioso que una cultura que tantas veces presume de ser crítica y científica, de haber superado los mitos del pasado y el poder de las supersticiones, haya dado lugar a manifestaciones tan solemnes y necias de debilidad intelectual, de cursilería y pretenciosidad.
No pretendo saber nada especial sobre el cambio climático, o sobre el calentamiento global, pero me parece evidente que esas cuestiones se usan como añagazas para que la población aprenda a seguir mansamente cualquier clase de consignas. Es evidente que la globalización ha creado un escenario especialmente apto para la propagación de la necedad, pero me parece más evidente todavía que hay que resistir, tan bravamente como se pueda, el empuje de la tontería y de los nuevos dogmatismos, de esas estúpidas religiones que ahora se llevan. Y, de paso, no estaría mal que empezásemos a castigar a las compañías que, como Telefónica, pretenden apuntarse a este bombardeo para mejorar su imagen de modo que puedan ocultar con mayor facilidad las múltiples mañas que emplean para abusar de los consumidores y burlarse de sus obligaciones con los clientes.

Coming Up for Air

[El gran jefe Seattle, según aparece en

Nuestro simpático presidente ha dado la nota en la cumbre copenhaguesca. Se ha sentido aventado, le ha dado un aire, aunque no se ha airado, porque el viento no ha podido con su talante. Como resulta imposible no repetir cualquiera de las cosas que se han dicho sobre su chusca intervención, gastaré unas líneas en trazar una interpretación más benigna. Me parece que ZP creía estar comentando al indio Seattle; da igual, porque, aunque yo encuentre más concomitancias con una historia de Orwell, es muy probable que no conociese directamente ninguna de las dos posibles fuentes.

Nuestro líder es una especie de letraferit, aunque me temo que en versión de usuario de servicios de un Speechwriter, una especie de poeta de guardia convencido de que, como decía José Antonio Primo de Rivera, aunque seguramente ni ZP ni su Speechwriter lo sepan, a los pueblos los mueven los poetas. En estas estábamos cuando nuestro presidente se sentía agobiado con el egoísmo universal y necesitado de decir algo; estaba como sin aire, y resolvió subir a por aire, como en el título de la novela de George Orwell que, aunque denunció el totalitarismo, todavía puede ser citado sin desdoro por un progre.

En Coming up for Air, Orwell nos cuenta la historia de un hombre que se ahoga con un futuro incierto y recurre a refugiarse en su infancia, en los recuerdos. Esta es también, me parece, la clave de la memoria histórica, otro invento zapateril de gran consumo. El viento que enloquece a los más le sirve a ZP para encaramarse a la lírica. En esa tesitura nos suelta sus sermones y hay que ser muy malvado o muy cínico para no resultar conmovido.

Algunos desalmados han dicho sentir vergüenza por esta salida lírica del dirigente de izquierdas, como si la izquierda hubiere de renunciar al dulce consuelo de la sensibilidad herida para ser, simplemente, una especie de ciencia. ZP ha superado hace mucho esa falsa disyuntiva, y practica una especie de marxismo-ecologismo-literario y cañí que no le está dando malos resultados.

Hay una tercera referencia literaria implícita en el discurso zapateresco, un eco que nos remite, nada menos, que a Shakespeare y a Marx, a esa frase sapientísima, que se insinúa en La tempestad de Shakespeare, y que califica al capitalismo en el Manifiesto comunista de Marx, según la cual, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Este Zapatero, erudito por cuenta ajena y gesticulante por virtud propia, que es capaz de mezclar en apenas cinco palabras parejo caudal de sabiduría, es también capaz de transformar el viento de la locura en una suave brisa poética, ese es su carisma más envidiado, y, por ello, es una voz única que hay que saber escuchar con silencio reverencial porque, de lo contrario, vuelve a recordarnos a Fray Gerundio.

Hay que saber leer a Zapatero. Es una especie de Quijote resabiado que no se enfrenta con los leones (lo prohíbe su religión de la tierra y el viento), pero no porque le asusten, sino porque cree más educativo salir corriendo. Es una lección que el mundo entero debiera aprender, y, además, deprisa. Tal vez no salgamos de la recesión, pero no se podrá negar que vamos mejor que nadie en retórica barroca.

Ésta, pese a que les duela a algunos, es mercancía que les gusta mucho a todos los que piensan que, si son ignorantes, lo son a su pesar. Es una retórica que tiene su público, así que no se olvide que el presi es un cuco que no da puntada sin hilo.

Catalanes en Madrid

           [Logo de La Cena]

Gaceta de los negocios informaba ayer de las actividades de promoción cultural que están organizando en Madrid, en torno a la fiesta de Sant Jordi, tanto entidades oficiales, como la asociación de empresarios catalanes. Es importante que las dos mayores ciudades de España atemperen su rivalidad con buen conocimiento mutuo.

Quiero aportar mi granito de arena a este propósito dando cuenta del éxito de otra actividad catalano-madrileña. Albert Boadella y Els Joglars representan en una de sus salas una obra titulada La cena que es una pieza tremendamente valiente y satírica, pero, además, muy divertida. La obra nos cuenta las absurdas peripecias que llevan al montaje de una cena fastuosamente ecológica  con motivo de la visita de un conjunto de personalidades mundiales a la cabeza de la lucha contra el mal, contra el calentamiento global. El montaje, de una simplicidad espartana, muestra algunos hallazgos delirantes, como un grifo que insulta al que lo abre si no lo cierra en escasos segundos. Lo malo es que la actuación solo ha durado dos meses y se cerró el 12 de abril. No se trata, contra lo que debiera ser razonable, de una promoción oficial de la Generalidad de Cataluña, pero creo que nadie en su sano juicio negaría la catalanidad de unos extraordinarios dramaturgos que se llaman  Ramón Fontseré (un genial Maestro Rada), Jordi Costa (un cocinero catalán, de los de verdad, atribulado y mártir), Dolors Tuneu, Xavier Dais o Jesús Angelet, y no sigo.

Como ha sido habitual en el trabajo de Joglars la representación no deja títere con cabeza. Estos Tartufos de ahora mismo son diseccionados sin ninguna piedad con el agudísimo bisturí de Boadella y se nos muestran con todas sus aparatosas contradicciones mientras atemorizan al respetable con el miedoambiente, como dice uno de los personajes de La cena.

Que espectáculos como este no se consideren cultura catalana es realmente penoso. Estoy seguro de que se trata de una idiocia pasajera porque, como es bien sabido, no es posible engañar a todos y para siempre.