Que los españoles no son, en general, conscientes de que los gastos públicos se pagan con dinero de nuestro bolsillo ofrece pocas dudas. Los impuestos españoles son casi invisibles para una buena mayoría de ciudadanos que no tiene que pagar la renta, ni que hacer declaraciones trimestrales; muchos de ellos piensan que el Gobierno les sale gratis, que es una especie de bandido de Sierra Morena que les saca los cuartos a los ricos, y poco más. La retórica de ZP para atemperar los previsibles daños de la reciente subida de impuestos va, precisamente, en esta dirección, y seguirá habiendo mucha gente que se la crea, precisamente porque nadie paga los impuestos de manera consciente, sino astutamente embutidos en un precio final, o perfectamente emboscados en unas deducciones que son indoloras mientras no signifiquen una disminución del neto. Una de las cosas que debiera hacer un gobierno liberal, si es que alguna vez puede volver a haber algo como eso, es precisamente fomentar la conciencia fiscal de los ciudadanos: bastaría con imitar los ejemplos del mundo anglosajón para que el público empiece a caer en la cuenta de que, no solo le puede salir muy caro pedir gollerías, sino de que los euros siempre estarán mejor en su bolsillo que en los de la hacienda pública.
La realidad, sin embargo, es tozuda; el aumento de la presión fiscal que el descocado gasto del presidente ha hecho casi inevitable, va a cargar sobre las sufridas espaldas de las gentes menos poderosas, de los que pagan IVA sin cobrarlo, de los que consumen productos de primera necesidad y muy pocos jeribeques, de las rentas bajas y medias, es decir, de casi todo el mundo. ¿Cabe esperar que el público despierte de su largo sueño biempensante para darse cuenta de que, independientemente de lo que cada cual piense, sería lógico tener un gobierno que se administrase mejor? Si la mayoría de los afectados siguiesen las pautas de conducta de los sindicatos, no cabría esperar nada, pero es muy discutible que esa conducta pueda seguir siendo la misma de manera indefinida. Hasta los líderes sindicales, que no suelen estar especialmente preocupados por la manera en que se financia el gasto público, se han dado cuenta de que lo que prometió el gobierno, lo que dejó entender que iba a pasar, no tiene nada que ver con lo que finalmente va a ocurrir. Es presumible, por tanto, que los impuestos se empiecen a ser algo más visibles, y que la gente comience a caer en la cuenta de que es mejor una sociedad poderosa con un gobierno austero, que una sociedad pobre con un gobierno derrochador. Claro está que alguien tendría que esforzarse en explicárselo con buenos ejemplos, y sin perder el tiempo en las ingeniosas batallas y disfraces que convienen a la Moncloa.
[Publicado en Gaceta de los negocios]