El derecho de huelga

Por lo que parece, los sindicatos no entienden otro derecho de huelga que el que consista en poder obligar a todos a no hacer nada, es decir, en impedir por la fuerza que nada se mueva ese día de la gran putada, como dijo Toxo.
Nunca hay que esperar que los que crean estar en posesión de una verdad absoluta se esfuercen en permitir la libertad ajena, pero las maniobras que estos elementos están llevando a cabo para tratar de paralizar el país el día 29 son indignantes. No quieren, por ejemplo, que haya vuelos ese día, pero no consta que hayan preguntado a los pilotos, a los controladores, a las azafatas ni, por supuesto, a los viajeros. ¿Para qué iban a hacerlo si ellos son los amos del cotarro laboral, si ellos son nuestros defensores? Los sindicatos se creen en posesión de una legitimidad absoluta para imponer su voluntad, al menos ese día.
No servirá de mucho, pero quiero decir tan alto como pueda que esta manera de tolerar el matonismo sindical es uno de los mayores peligros que acechan a la libertad, a nuestra endeble democracia. Estos tipos se pasarán por salva sea la parte la voluntad popular, y los derechos de quien haga falta, para conseguir lo que se propongan, que, desde luego, no tiene nada que ver con lo que dicen, monsergas viejísimas que no engañan ya a nadie, aleluyas para vivir sin hacer nada.
Estoy convencido de que el día 29 fracasará de manera estrepitosa la huelga, y solo se verá con claridad lo absurdo que es seguir pensando que los sindicatos defiendan algo que vaya más allá de sus variopintos e inmerecidos privilegios. Desde luego no contarán ni ligeramente con la menor ayuda por mi parte, aunque se suponga que eso beneficie a Zapatero, al que, por lo menos, han votado muchos españoles.

La asimetría sindical

Hoy es uno de esos días en que se puede comprobar en Madrid cuál es la forma de comportamiento de los sindicatos. Una huelga de origen político, no pueden con Esperanza Aguirre, hace que sufran millones de trabajadores, muchos de ellos con una situación personal y laboral infinitamente peor que la de los huelguistas. A los capos de los sindicatos les importa un carajo el sufrimiento de los que llaman sus hermanos, sus compañeros, lo único que intentan es que el Gobierno de Madrid se rinda ante sus métodos. Espero sinceramente que no lo consigan. De cualquier manera, debería estar claro que no están ejerciendo un derecho, sin abusando de ellos, bordeando el delito, sino es que delinquiendo a pleno sol por saberse, o creerse, intocables.
Los motivos que esgrimen no pueden ser más atrabiliarios. Resulta que un convenio firmado por ellos no puede ser alterado por un Decreto de Cortes tomado como medida ante la gravedad de la crisis, una crisis de la que los dirigentes sindicales son más culpables que víctimas. Lo de la soberanía siempre les ha importado un pito a los poderes fácticos sindicales, a los que tienen su propio ejército piquetero. Creo que la cosa está clara, dolidos por el fracaso en la huelga de funcionarios, y temerosos del fiasco que será la huelga general, han decidido, con esa lógica marxista cañí en que son maestros, abofetear a Esperanza Aguirre que no es de los suyos, y demostrar a su costa que tienen mucho poder, que ellos mandan cuando quieran y lo que quieran. Así seguirá siendo, mientras se lo consintamos.

El poder sindical

La izquierda es muy aficionada a revisar el pasado, pero mira para otra parte cuando ese pasado nos dice cosas que no le convienen. Los sindicatos españoles, bien nutridos y pagados, ocupan en España un papel político que no hay manera de entender sin tener en cuenta que, en realidad, son beneficiarios de un estatus ministerial heredado del franquismo. Con la legislación laboral pasa algo parecido, porque, aunque haya sido revisada en la época de UCD con el Estatuto de los trabajadores, incorpora de manera indiscutida una serie de principios que el régimen anterior impuso de forma autoritaria por su necesidad de neutralizar las tensiones laborales y sociales. Que el empleo, la colocación, como entonces se decía, fuese para toda la vida, fue uno de los principios inspiradores del régimen laboral del franquismo y ya entonces se decía que resultaba mucho más costoso un despido que un divorcio, cosa infinitamente más cierta ahora que en esas épocas cuyos principios son teóricamente vilipendiados por el personal de izquierda, pero sañudamente defendidos cuando les benefician, como es el caso.
La realidad tecnológica, industrial, comercial, empresarial y social ha variado de manera inmisericorde durante las últimas décadas, y no se puede ignorar esta clase de cambios cuando convenga a los intereses del ministerio de los sindicatos. Maestros en la propaganda, los sindicatos han logrado convencer a buena parte de la opinión pública de que hay que luchar contra lo que han dado en llamar “trabajos precarios”. La defensa de una serie de trabas legales para evitar el despido, vanamente, como se ve por el desempleo brutal que padecemos, y la presentación de esa “precariedad” como fruto de la codicia incesante y anónima de los patronos es uno de sus eslóganes predilectos. Pero lo realmente precario no es el empleo, sino el negocio y el mercado. Es suicida mantener los privilegios del conjunto de los trabajadores, tanto si son creativos, leales y eficientes, como si son consumados absentistas, ignorando las características y dificultades del entorno económico; también es completamente absurda la pretensión de que el trabajador tenga unas garantías de las que carece quien le emplea, y roza la paranoia pretender que esos derechos, y los costes que implican, aumenten con el tiempo para el trabajador, mientras disminuyen en la misma proporción para los emprendedores que los emplean. Parece obvio que, con semejantes reglas, nadie va a arriesgarse a crear puestos de trabajo que, a medio y largo plazo, puedan actuar como garantía de quiebra personal.
No es fácil entender esta situación sin caer en la cuenta del desmesurado poder de los grandes sindicatos españoles. Habrá que preguntarse de una buena vez cuál es el fundamento de ese poder, y porqué gozan de unas prerrogativas tan injustificadas. Si fuésemos realmente un régimen parlamentario y democrático, como somos nominal y constitucionalmente, no tendría ningún sentido que cuestiones de importante carácter legal y económico, como es la definición del régimen legal del trabajo, estén supeditadas a los intereses de lo que se llama patronal y de los que se llaman sindicatos. Su presencia y su poder político constituyen una muestra evidente de lo que queda en nuestro sistema político de un régimen más corporativo que democrático. Es algo con lo que habría que acabar ya.
No tiene ningún sentido que los sindicatos anuncien una movilización contra medidas legales que aprueba el órgano de la soberanía nacional. Basta con pensar en lo que diríamos si hiciesen algo parecido los militares, los jueces, o los profesores. A los sindicatos se les consiente lo que a nadie se tolera. Como fruto de esa inconsecuencia, los sindicatos se permiten recurrir de manera impune al uso de la fuerza siempre que se lo aconseje su interés. Todos sabemos que cuando se plantea una huelga general, nadie es libre de no seguirla, porque se arriesga a ser víctima de la violencia de los piquetes, de las únicas bandas de la porra que todavía pueden dar una paliza a cualquiera sin que tengan que responder ante nadie.
La forma de funcionar de los sindicatos es realmente peligrosa para la democracia. Con la disculpa de defender los derechos sociales de los trabajadores cultivan su huerto privado con mimo y primor. Va siendo hora de que analicemos en serio su papel, y de que repensemos a fondo cuál haya de ser su forma de actuar en una democracia parlamentaria, lejos de los hábitos corporativistas que les otorgan un poder tan ilegítimo como evidente. No representan un poder indiscutible, ni administran ninguna herencia sagrada. La Constitución les reconoce su papel, pero no les otorga ningún derecho a vivir de subvenciones, a saltarse a la torera el interés común, o a establecer según su conveniencia las leyes laborales y la legislación social, aunque les encante hacerlo.

[Publicado en La Gaceta 19 de junio de 2010]