El desbarajuste nuclear y el último gol de Zarra

En su carrera hacia la más delirante ceremonia de la confusión, el Gobierno acaba de dar una muestra más de su capacidad para organizar barullos haciendo como que anunciaba la decisión de que la localidad de Zarra, en la Comunidad Valenciana, hubiese sido seleccionada como el lugar que habría de acoger el Almacén Temporal Centralizado (ATC) de residuos nucleares. Este Gobierno se las arregla como nadie para convertir cualquier problema en un maldito embrollo, usando habitualmente un procedimiento, comprensible entre adolescentes en crisis, pero disparatado entre personas maduras, que consiste en decir una cosa y su contraria con el menor intervalo de tiempo posible, a ver si la confusión artificial le exime de cualquier clase de responsabilidades.
Pocos asuntos revelan como éste el absurdo entramado político y administrativo de la organización territorial española, un galimatías en el que tantas veces encalla cualquier iniciativa coherente y sensata. Una descripción de nuestro sistema podría admitir definiciones tan ilógicas como las siguientes: el todo es menos que las partes, es decir, que las partes son más que el todo; todos son acreedores, pero nadie es deudor; todos enarbolan la solidaridad, pero nadie quiere pagar ni una ronda. Desgraciadamente, lo que se ha llamado estado de las autonomías, aunque nos haya reportado algunas ventajas, ha traído consigo tal cantidad de disfunciones y duplicaciones de gasto que se ha convertido en un ejemplo de lo contrario que pretendía, en algo insostenible, insolidario e irracional. La irresponsabilidad de los políticos en estos desmanes es inmensa, y los ciudadanos deberíamos empezar a exigir que se inicie una cierta marcha atrás, la invención de un sistema razonable, sin confundirlo con el centralismo, en el que se puedan tomar de manera eficiente decisiones que afecten a todos. Con esta cuestión ocurre lo mismo que con la localización de las cárceles, que todo el mundo querría que hubiese más, pero siempre en otra parte.
Pero, además de por estos pruritos territoriales, nuestro problema energético está lastrado ideológicamente; tanto la izquierda como la derecha han contribuido a que se extiendan dos ideas absolutamente estúpidas, la de la maldad ingénita de lo nuclear, y la idea de que todo pueda conseguirse sin costes. Este planteamiento tan infantil ha sido elevado a la categoría de principio con la política de Zapatero, completamente carente de sentido nacional, hasta conseguir que se diese por buena la quimera de que todos, aunque un poco más los catalanes, tengamos derecho permanente a disfrutar de cualesquiera ventajas sin que jamás nos afecte inconveniente alguno.
Una decisión que debiera tomarse por motivos estrictamente técnicos, se ve sometida a toda clase de vaivenes políticos, de manera que resulta imposible saber si el gobierno se desdice de lo dicho por miedo a perjudicar a sus partidarios en Valencia, o por cualesquiera otra de las muy complejas razones que determinan los equilibrios de poder en la Moncloa y en Ferraz, ya que hay que descartar que se trate de una acuerdo unánime de un Gobierno prácticamente inexistente.
A nadie se le escapará que acoger un cementerio nuclear tenga ciertos inconvenientes, en especial, porque la demagogia reinante y la ignorancia supina sobre las debilidades de nuestro sistema energético, hacen invisibles las ventajas que también pueda tener.
Con su habitual falta de buen sentido, el Gobierno está politizando un asunto que habría que despolitizar al máximo. Aunque sea comprensible que lo haga porque está en su carácter, porque se trata de un gobierno que busca siempre las ventajas políticas de la confusión y del enfrentamiento, nunca debiera olvidarse del supremo interés de todos los españoles en un asunto tan delicado. Es obvio que necesitamos ese almacén para no seguir pagando abultadas cifras a Francia, y no es menos evidente que ha de estar en alguna parte. El Gobierno debería haber llevado este asunto con cierta discreción, en diálogo con las administraciones implicadas y con solidísimos argumentos para hacer que la solución adoptada fuese asumida pacíficamente por los responsables territoriales. Es obvio que no lo ha hecho así, y tal vez saque alguna ventaja del enredo, aunque no se pueda descartar la pura inepcia.
Por su parte, el Gobierno valenciano se ha apresurado a anunciar que recurrirá una decisión que ha calificado como unilateral y contraria a sus intereses. Puede que tenga sus razones, pero es triste que ciertos dirigentes del PP, que presumen de desear una España no desarticulada y razonable, se conviertan en émulos de los nacionalistas más desorejados en cuanto temen que pueda verse afectada una sola coma de sus supuestas competencias. Nada contribuye menos a fortalecer la maltrecha unidad de España que estas histéricas quejas de quienes debieran tener un mayor respeto a la solidaridad territorial que consagra el artículo 2 de nuestra Constitución.

Elogio de la política

La política se mueve en el ámbito de lo posible que es un ámbito un tanto especial, a mitad de lo real y lo irreal. Lo que une lo posible a lo real en política se llama imaginación, sentido crítico, pensamiento abstracto, algo que nos aleja siempre de la mera gestión de los intereses y realidades en juego. La política consiste en un saber, en un saber ir más allá, en cambiar el plano que dibuja las relaciones de lo real, lo inevitable y lo posible. La posibilidad define un espacio mucho más amplio que el real, pero menos poderoso; la realidad no tiene, en cierto sentido, tensiones ni contradicciones, se limita a ser lo que es, mientras que lo posible va siempre de la mano con muchos contrarios. Político es quien hace posible lo que no lo parecía, lo que acaso se deseaba pero nadie sabía cómo lograr. Precisamente por esa su peculiar relación con lo posible, el político tiene que ser prudente porque en cada intento de mejora se juega un posible retroceso, o una desgracia. Es obvio que la prudencia se ha de apoyar siempre en la mejor información, en el estudio, en el análisis de los datos, pero todo ese conjunto de indicadores no nos dice qué debemos hacer sino que sirve para determinar cómo debemos hacerlo. Quienes confunden la información con las decisiones serán tecnócratas o demagogos, pero no políticos. El político se la juega, no se limita simplemente a constatar, y, menos aún, a tener en cuenta lo que más le convenga para sus objetivos personales, para dejarlo todo tal como está si es que él se encuentra en una situación cómoda. El político, por el contrario, ha de estar permanentemente en combate con los datos y las encuestas para que unos y otras no le impidan la procura de lo que pretende.

La política no busca únicamente evitar el mal, combatir las injusticias, la pobreza o la ignorancia, aunque esos hayan de ser siempre objetivos esenciales de su acción. La política tiene que promover también una cierta idea del Bien sin confundirse con el ámbito de las creencias personales, impulsando valores que merezcan ser compartidos. Sabemos que, como recordaba Berlin, los hombres no viven sólo para luchar contra el mal, sino que viven de objetivos positivos, individuales y colectivos, de una gran variedad de ellos, que nunca son completamente compatibles y cuyas consecuencias no siempre se pueden predecir con la deseable antelación. El político se mueve en un terreno público, pero el ámbito de lo público es muy denso en valores morales, y el político que no sepa entenderlos y manejarse con ellos está condenado a la esterilidad.

El ejercicio de la política requiere dos condiciones fundamentales desde el punto de vista del actor: tener una idea precisa de lo que la comunidad necesita, esto es de lo que siendo posible y deseable resuelve algún problema y/o representa alguna especie de progreso o de ventaja, y tener, al tiempo una percepción clara de lo que la comunidad quiere. Es de sobra claro que esas dos condiciones no suelen coincidir plenamente, porque, no se puede olvidar la advertencia de Aristóteles sobre que no es posible una unidad sin quiebras en ninguna polis. El político debe comprender y asumir que sus propuestas crearán contradicción, pues siempre habrá quienes no compartan la idea de Bien que se propone y, aun compartiéndola, habrá quienes se opongan a ella por razones de procedimiento o, simplemente, porque pretendan socavar el poder que alcanza quien encarna una idea compartida.

Tal vez se deteste a los políticos precisamente porque no lo son, porque los que dicen serlo meramente usurpan una función; esa frustración es el mejor testimonio de la necesidad y de la conveniencia de la política, pero son tantos los riesgos del oficio que gran parte de los que podrían desempeñarlo se quedan en sus negocios, aunque frustrados. Hay que hacer que la política sea otra cosa de lo que es, aunque los Obama acaben, también, decepcionando.