Gusano, capullo, mariposa

Nunca me llamó la atención, cuando era niño, el cultivo de los gusanos de seda, que, como a rachas, estaba bastante de moda entonces. Me producía algo de asombro y de asco esa sucesión de fases en un bichejo que nunca llegué a apreciar por su belleza. Ahora me viene a la memoria a la vista de la notable transformación que está experimentando el movimiento del 15-M, las acampadas, a los que no me gusta llamar indignados porque el colmo es que pretenda nadie, ni siquiera ellos, a veces tan ingenuos como intolerantes, acaparar ese estado de ánimo que, desgraciadamente, resulta tan común en la España del ocaso zapateril.
Los acampados eran, al comienzo, un movimiento atractivo y original, decían cosas que muchos pensamos y, aunque no sabían nada de soluciones, en lo que no son mucho peores que casi todos los demás, significaron un cierto soplo de frescura. Era mosqueante que tomasen el nombre de un panfleto francés lleno de bobadas, pero todo era disculpable en ellos, o así me parecía, en la medida en que eran el testimonio de que algo olía a podrido, y no precisamente en Dinamarca.
Pronto cayeron en la tentación de descubrir lo que no existe, lo que es imposible, y la escasa ilustración media no les ayudó a buscar salidas positivas y viables, pero eso era todavía disculpable porque no ha existido, que yo sepa, ni una sola revolución que empezase con las cosas claras y con ideas precisas: todas han sido contra y han aprendido después, con enormes costos, cómo restaurar el orden trastocado, cómo lograr un nuevo orden mejor que lo anterior.
En cualquier caso, el movimiento se encapsuló y empezó a verse rodeado de lo peor de cada casa, un riesgo cierto que creo no han sabido sortear los más despabilados. De manera inmediata vino la toma de la cabeza por gentes que sí saben lo que quieren, es decir que creen saberlo, y eso que creen ya no tiene nada que ver con la denuncia de los fallos del sistema sino con una determinada opción, muy a la izquierda, que rechaza la mayoría de los ciudadanos, aunque, en general, es sabiamente utilizada por la izquierda política para lograr que la derecha saque los píes del tiesto o se muestre en su faceta más necia y menos atractiva.
Los asaltos, las protestas por la regulación laboral, las sentadas ante ayuntamientos y parlamentos, forman parte del mobiliario político de los anti-sistema, es decir de la izquierda que no se esfuerza nada en disimular su condición anti-democrática, casi siempre con la disculpa, por cierto, de su apuesta por una democracia real.
No sé cómo acabará esto, pero me temo que lo mejor que había en los comienzos, se haya agotado y no quede ya más que ese necio repetirse de la extrema izquierda. Bien pensado, hasta la fecha, habíamos tenido bastante suerte, porque pese a llevar más de treinta años de sistema democrático, nos habíamos librado de una Batasuna española, y me temo que eso es lo que se pueda estar gestando. Ojala me equivoque.

La falta de respeto a la ley

Faltar al respeto debido a la ley es una de las características más frecuentemente subrayadas en la conducta de los españoles. España es, sin duda, un país de privilegios, un viejo país en el que, al tiempo que está vigente un igualitarismo cultural que a veces es chabacano, pero que suele ser llevadero, esa campechanía de la que han hecho gala, antes que nadie, nuestros reyes, funciona de manera muy general el principio de que la ley solo obliga si no hay otro remedio, que todo el que puede y es algo, se la pasa por salva sea la parte. Podríamos decir, pese a la paradoja, que en España el privilegio es lo normal.  
Conforme a esa verdad de fondo, los acampados, a los que todo el mundo llama indignados como si solo ellos lo estuvieran,  no han encontrado mejor manera de hacer notar su importancia, su poder, que saltarse la ley por su realísima gana. Tienen la buena disculpa de que creen ser una revolución en marcha, y nadie pediría a los revolucionarios que circulasen por la derecha, o que no formasen grupos. Lo malo es que también pretenden que su revolución sea pacífica, cosa que suele chocar con algún que otro principio lógico, lo que no creo que les inquiete gran cosa. Su gran momento fue cuando decidieron que las normas de la Junta Electoral no iban con ellos y desoyeron sus órdenes de desalojo. La policía de Alfredo actuó como prefiere, no haciendo nada, lo que no creo que haya sido el mayor de los errores de Rubalcaba, pero el caso es que las acampadas parecen haberse quedado escasas de pacifistas y comienzan a asomar los que dicen que el poder es un tigre de papel. ¿Será Rubalcaba capaz de contenerlos?  De momento se han acercado al Congreso de los Diputados, y la policía ha hecho unos ejercicios de ensayo en Valencia. Estoy muy interesado en cómo vaya a evolucionar esto, porque me parece que, tras semanas de pluralismo y ambigüedad, los acampados empiezan a obedecer órdenes, y parecen pensar que el mundo se ha hecho para darles la razón, sin que nada fuera de eso tenga ningún sentido democrático, lo que constituye una idea  muy pero muy española que ha cosechado éxitos enormes en las tierras vascas. Algunos se quejan de que estos acampados postreros no condenen  los movimientos batasunos, pero ¿desde cuándo es razonable que nadie condene aquello que imita, aquello con lo que, en último término, coincide?   Bildu ha tenido un gran éxito en el País Vasco, con ayuda de los ingenieros de Moncloa y de Ferraz, y ahora sus hermanos gemelos empiezan a hacerse cargo de tanta indignación en toda España, un movimiento que crecerá como la espuma el día que al PP se le ocurra ganar esas elecciones que no representan a a nadie, porque «lo llaman democracia y no lo es».

El rosco de Jobs

Los acampados y un manifiesto


Sobre la acampada se han podido escribir casi tantas crónicas y reflexiones como visitas ha tenido. La consecuencia es inevitable: agotamiento y disolución, decidan lo que decidan los últimos en llegar, esos que deben apagar la luz, según el dicho popular y no lo saben. Puede que eso signifique frustración para algunos, pero no será mayor que la que ya tenían, será, si acaso algo más de luz. Estoy seguro, sin embargo, que la curiosa noticia de este suceso, una realidad a medias entre alguna esperanza insensata y una más que mediana muestra de africanización, habrá dejado en quienes sean capaces de ello un poso de reflexión, de remolino sobre la pertinencia de nuestras ideas y lo que nos pasa, eso que se sabe tan mal. No, desde luego, entre los partidos, máquinas pensadas para lo inmediato y lo obvio, que son, a estos efectos, tontos pertrechos de guerra y de poder, ni entre los muy seguros, pero sí entre los que no estén ciertos de si van o vienen, que somos los más, aunque no se sepa. Hay, además, una enorme dificultad para pasar del síntoma al diagnóstico y, no se diga, al remedio. La acampada ha sido, por eso, también un escenario de locura en que había muchos enfermos seguros de ser los mejores doctores, de tener la solución a un mal que no comprendían pero que les duele, y eso siempre merece algún respeto, cuando no es cinismo, que lo era en muchísimos casos.
Ahora hay que esperar que tanta palabra y tanto gesto no hayan sido del todo vanos y que produzcan alguna chispa de reflexión, como la de este manifiesto de la Escuela Contemporánea de Humanidades que tiene su miga y no es nada africano, con perdón. Todo lo que subraya es importante, y eso no es poco. Apenas aflora sentimiento de impotencia, lo que es mucho; mi única crítica estaría en anteponer el cambio de lenguaje a la idea de justicia, la que más subyugó a Platón, porque poner el carro delante de los bueyes no conduce a nada, y lleva a incurrir en el desdichado  equívoco de la transparencia.