El coco privatizador

Una de las monsergas con las que la izquierda trata de sostener su supuesta, y maltrecha, superioridad moral es la de la preferibilidad de lo público sobre lo privado. Pese a tenerme por liberal, no tendría nada que oponer al argumento, si estuviésemos en un régimen en el que existiera un nivel alto de moralidad civil, si fuera corriente que quienes ocupan un puesto público cumpliesen, por encima de todo, con sus obligaciones hacia la sociedad. No gastaré ni dos líneas para recordar que, en la abrumadora mayoría de las situaciones, no es ese el caso.
De hecho, apenas conozco cosa más privada que una oficina pública. Nuestros funcionarios se acostumbran muy pronto a que la plaza es suya, a que tienen derecho vitalicio, y frecuentemente hereditario, sobre todo si el momio es de fuste, a ejercerla, en suma, a que la plaza es de su propiedad, como se solía decir antes, cuando, al menos, las plazas funcionariales se ganaban en reñida competencia pública, a veces absurda e injusta, pero competencia al fin y al cabo. No digamos nada de nuestros políticos, de cómo manejan sus partidos, de lo bien que distribuyen los cargos y las prebendas entre familiares y allegados.
Privatizar puede resultar bien o mal, dependerá de los casos, pero en general es algo que debiera permitir la introducción de cierto grado de racionalidad y de trasparencia, aunque la tendencia a delinquir y a engañar sea tan atractiva en el terreno de lo privado como en el de lo público. De hecho, es fácil que haya tantas mandangas y corruptelas en algunas, al menos, de las grandes corporaciones privadas, como en las empresas e instituciones públicas, pero eso no obsta para que la privatización pueda facilitar, en muchas ocasiones, el remedio a un tipo de abusos que, de puro inmemoriales, forman parte de la cultura y el paisaje de muchas instituciones públicas, y cuya obscenidad se nos escapa porque han aprendido a ocultarse a la mirada inocente y a la buena fe del público.
Tal vez haya habido un momento en que proferir lo público fuese consecuencia de una probidad moral, de un deseo de mejorar una sociedad patentemente injusta. Ese momento hace mucho que pasó, al menos entre nosotros; se diga lo que se diga, la mayoría de los defensores de lo público defienden alguna forma de sopa boba, algún jardín oculto a la mirada indiscreta del personal. Si no lo creen así, pásense por los despachos de cualquiera de las variopintas e incomprensibles oficinas públicas, o indaguen en las formas en que se protegen los intereses del público en general en las universidades, los hospitales, o los juzgados. Si no quieren investigar, ni dedicar horas al estudio, traten simplemente de imaginar a qué podrán estarse dedicando los cientos de miles de empleados públicos que ha creado nuestro avispado gobierno.

Palimpsesto digital

Me rondaba por la cabeza la palabra palimpsesto, y no sabía bien a qué pudiera deberse. Imaginé que, como andaba escribiendo sobre cosas de libros y culturas, la repetida aparición del palabro en mi cabeza, se podría explicar por su relación con la historia de los soportes de la escritura, pero, como de repente, tuve una revelación. Me acordaba del palimpsesto porque con ese nombre se conoce a los manuscritos antiguos, en rollo o en códice, que han sido parcialmente borrados para escribir encima un nuevo texto, y tenía ante mí un auténtico palimpsesto informático. Mejor dicho, tenía dos. Una notificación de un juzgado y una respuesta de un órgano administrativo municipal. Dos papeles ininteligibles y absurdos en los que lo único que quedaba claro es que yo no tenía razón, dos palimpsestos como dos casas, como luego se verá.

Recuerdo muy bien cuando oí por primera vez hablar de que los ordenadores iban a simplificar la administración: iba andando por una calle de Londres con un viejo amigo que vivía allí y del que apenas he vuelto a saber nada. Era, más o menos hacia 1978, es decir que ya ha llovido. Pues bien, la cosa no ha sido así: la informática no ha agilizada la administración sino que ha vuelto más soberbios y ensimismados a los funcionarios que la encarnan. Todos tiene a mano un texto viejo que pueden repetir a golpe de tecla, un palimpsesto que se modifica y se personaliza sin apenas esfuerzo, algo así como el paraíso de la rutina. No hay que preocuparse por la escritura porque el PC te lo da hecho… y si el ciudadano no entiende que se vaya enterando.

La administración no nos contesta, nos envía palimpsestos, y con ello nos muestra su amor al pasado, su sabiduría y su escasa propensión a darnos a entender otras razones que las muy viejas del ordeno y mando. Modernización en los medios, perseverancia en los fines, y el que no tenga padrinos administrativos que no pretenda bautismarse, faltaría más.