Religión y libertad

Alexis de Tocqueville hizo notar que la religión, que en Europa, y no digamos en España, se ha asociado históricamente con el poder político, en los Estados Unidos se había convertido en el garante último de la libertad de conciencia. Aquí todavía tenemos mucho que aprender sobre la libertad, los que se dicen religiosos, y los que creen poder hablar en nombre de la ciencia y contra la religión. Algunos pensadores, escasamente originales, pretenden explicar la maldad de los hombres, la violencia, la guerra, a los supuestos estragos que la idea de Dios causa en sus mentes. Frente a esa absurda pretensión, que supone atribuir los efectos de una idea a lo que la contradice (y dar por supuesto, sin prueba alguna, el carácter seráfico de cualquier nihilismo o cualquier politeísmo), el Papa Benedicto XVI ha subrayado la necesidad de ensanchar la razón humana para comprender que tenemos que contar con Dios, porque un mundo sin Dios es difícil de comprender, y porque forzar la exclusión de Dios es un ataque a las convicciones más íntimas de muchas personas.
Una cierta presencia de Dios en el orden político no debiera servir para santificar el poder de quien manda, sino para relativizarlo, para recordar que no se puede confiar ciegamente en ningún poder temporal. Como recuerda Chesterton, la doctrina del derecho divino no era una muestra de idealismo, sino de realismo, un rasgo muy pragmático de la fe, una forma de protegerse de la tendencia al desbordamiento y el descontrol del poder, era un límite al totalitarismo de la fuerza bruta.
Aunque sea comprensible que algunos se cansen de ser libres, y tiendan a delegar su conciencia en el Estado, el nombre de Dios debe servir para recordarnos que solo nosotros mismos podemos decidir entre el bien y el mal, que nuestra conciencia personal siempre es insustituible e indelegable. Eso no supone incitar a la violencia, sino a la responsabilidad, una consideración que, ciertamente, puede resultar muy molesta.

Pensar en Dios

Las navidades se han vuelto problemáticas, no cabe duda. Han sido objeto de toda clase de ataques, aunque los más terroríficos me parecen los del egoísmo de esas gentes, tan abundantes, para los que la vida significa hacer sus planes, y que nadie les moleste. Todos tenemos algo de eso, sin duda, yo desde luego. Pese a eso, a mí, las navidades siempre me han encantado porque me recuerdan lo mejor de la vida, de una realidad misteriosa pero no absurda y que solo se puede vivir bien con esperanza, algo que siempre es compatible con pasarlo mal. Los chicos listos, y las chicas, nos solemos olvidar de eso porque pensamos que la vida es una especie de espectáculo para que los demás aplaudan, y en navidad no hay manera.

También me molesta el excesivo empeño de algunos en purificar el sentido religioso de las fiestas, cuando esa intención se convierte en un motivo para reñir a los frívolos y a los tibios. Eso ya lo ha hecho San Juan, y bastante bien, por cierto, de manera que no hay que ponerse demasiado escatológico con la pequeña alegría del personal que es capaz de sentirla. Yo, por si se me olvida, procuro ver siempre ¡Qué bello es vivir! para acordarme de que el amor de Dios a los hombres se traduce siempre en deseo de paz y de alegría y en el impulso de su bondad, su generosidad y su esperanza.

Me he puesto a escribir esto porque he visto que Factual, el periódico de Espada, al que me he apuntado equivocadamente, pero sigo con cierto interés, promociona, entre otros, una lista de diez libros para dejar de creer en Dios. Me hace gracia que sean necesarios tantos, cuando mucha de la gente que no cree en Dios, que ni se le pasa por la imaginación, no ha leído ni un prospecto. Esto me recuerda a una de las cosas de Wittgenstein cuando parodiaba la verificación recomendando leer un periódico y salir a la calle para comprar otro de la misma edición y asegurarse de que dice lo mismo. No sé si lo cogen, pero para mí que creer en Dios tiene relativamente poco que ver con los libros, y por eso me resulta curioso que haya gente que espere más de los libros que del amor de Dios.

Nuevos dioses

Arcadi Espada, además de un magnífico analista de la vida política, es un ocurrente debelador del nacionalismo y de muchas de las creencias más corrientes de cierto progresismo, de lo que el llama, con bastante acierto y sorna, socialdemocracia. Son temas en los que, gracias a la calidad de su escritura, a la acuidad de sus análisis y a su fina ironía, le sigo siempre con fervor y, muy a menudo, con íntimo regocijo.

Como si fuera poca la tarea que  asume, Arcadi, de vez en cuando, decide hacer una descubierta metafísica (pues de metafísica se trata, aunque muchos finjan no saberlo) y ahí, al conocer por oficio la mayoría de sus fuentes originales, no puedo seguirle sin desencanto al ver cómo el agudo analista se convierte en muy otra cosa. Arcadi es un ateo militante, es decir un ateo a la moda, cosa a la que tiene perfecto derecho y que está muy en su punto. Aunque yo creo en Dios, no disiento de Arcadi en lo que él no cree, sino, precisamente, en lo que cree no creer, en lo que cree saber, algo que confunde, sin desmayo y con descuido, con una forma precisa de ciencia.

Una de las fuentes más habituales de inspiración del Arcadi metafísico es John Brockman, el editor de Edge, un despabilado agente literario (una especie de Punset, para entendernos) que ha conseguido convertir en noticia frecuente al grupo de sabios que pastorea. Desde 1998  les hace a principio de año una pregunta de apariencia trascendente y, sobre la base de sus respuestas, se organiza una estupenda campaña de promoción a la que nada hay que objetar. Las respuestas son, en ocasiones, de gran interés, otras se quedan en brillantes vaguedades mimetizadas tras el prestigio general del  montaje. Este año, la pregunta  se refiere a los cambios decisivos qué hay que esperar del desarrollo de la ciencia. Comentando esas respuestas en uno de sus primeros posts de su blog en 2009, el excelente periodista que es Arcadi Espada, se ha sentido animado a la filosofía, que es ocupación siempre sospechosa, y un tanto a desmano de las habilidades habituales de los escritores de periódicos. No pretendo negarle a Arcadi nada de lo que me tolere a mi mismo, pero tengo que lamentar mi absoluta falta de sintonía con la índole de sus esperanzas y con el fundamento que les atribuye.

Si ahora hago este comentario a su post es porque, más allá de las sugerencias futurológicas,  me he maliciado (aunque, a Dios gracias, muchas malicias suelen ser infundadas) la inagotable presencia de Arcadi detrás de la campaña que, a imitación de los ingleses seguidores de Richard Dawkins, una de las joyas de la factoria Edge, se va a iniciar en breve en Barcelona.  Los laboriosos miembros de la “Unión de ateos y librepensadores catalanes”  pretenden, al parecer, colocar unos anuncios en los autobuses de Barcelona con el siguiente motivo: «Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida«. Además de que la frase le da una patada al subjuntivo (que es un modo verbal muy teológico, hay que reconocerlo) la campaña combate la idea de que los libertinos y pecadores, si se me permite la expresión, por no hablar de los asesinos, los torturadores o los canallas del más variado pelaje, andan un poco cortados por miedo al castigo divino, una idea que no deja de ser asaz curiosa, porque si bien abundan los que no creen en Dios, creo que son incontables los que creen que el Infierno es cosa de pitorreo.

¿Tiene esta preocupación por las supuestas angustias de los desdichados creyentes algo  que ver con las proyecciones que entusiasman a Arcadi? A la manera de Chesterton habría que reconocer que cuando no se cree en Dios se tiende a creer en cualquier cosa y, la verdad, es que resulta lamentable que algunas de las cosas escogidas pretendan hacerse pasar por ciencia. Sin embargo, la ciencia no debiera confundirse con ninguna creencia. La ciencia se basa en ciertas creencias, no cabe duda, pero no es una de ellas. El verdadero carácter de la ciencia tiene mucho más que ver con la incredulidad que con la confianza en lo que se nos cuenta, con las ganas de creer. La ciencia enseña a poner en cuestión las creencias, la experiencia rutinaria, los tópicos, lo que siempre se ha dicho sobre algo. La ciencia no puede crecer sin escepticismo y sin desconfianza en lo que se da por sabido; en cierto modo es lo contrario de una religión; Richard P. Feynmann definía la ciencia precisamente en atención a esta actitud de desconfianza hacia lo que se dice: “eso es la ciencia: el resultado del descubrimiento de que vale la pena volver a comprobar por nueva experiencia directa y no confiar necesariamente en la experiencia del pasado. Así lo veo. Esta es mi mejor definición”.

Nada resulta más contrario a la buena ciencia que los malos dogmas,  es decir los dogmas que se instalan en un terreno que debería quedar abierto a la discusión. Cada cual puede respetar dogmas o creencias en los terrenos apropiados al caso o, por el contrario, tender a no prestarles mucha atención en ningún supuesto. Pero en los casos en que la ciencia puede decir algo, someterse a cualquier dogma es un error de principio que cometen quienes confunden lo que efectivamente se sabe con la interpretación que ellos hacen del asunto.  

Muchas de las propuestas de Edge apuntan en direcciones fascinantes, otras repiten ya tópicos que solo se pueden atender debido a la escasez de lecturas al respecto. Hay una especie de denominador común en muchas de ellas que responde bastante bien a una mentalidad predominante, la idea de que la evolución nos ha conducido a tomar el control de forma directa y deliberada sobre la evolución de muchas especies, incluida la humana. Eso lleva a la otra idea, la de que la moral vaya a descansar en manos de los científicos (si los políticos lo consienten), la desaparición de la violencia, de la mentira y de la confusión babélica. Según eso, la ciencia nos llevará al paraíso, aunque no sé si habría de ser un paraíso muy distinto del que prometía el socialismo científico. Hay cierta coherencia en esperar todo esto y en no necesitar ningún Dios, un Dios que ya no  necesitaba Laplace a comienzos del XIX. Pero la verdadera pregunta no es si eso es o no compatible con la fe o con Dios, una cuestión que puede responderse de distintas maneras,  sino una mucho más elemental, a saber, si todo eso es ciencia o es ideología, y, en el fondo, mera propaganda.

Los ateos de ahora andan empeñados en imponer sus creencias como ciencia, un rasgo que los identifica como auténticos autoritarios, como enemigos de la libertad más radical que es la libertad de conciencia. Afirman que creer en Dios es el gran error y que su misión es liberarnos a los que no lo vemos claro de tamaña ignorancia. Se trata de una larga campaña en la que no se juega casi nunca de manera muy limpia, en la que se atribuye a las religiones (cogiendo el asunto por los pelos) el origen de toda violencia, como si Hitler o Stalin hubiesen sido tan devotos como la Madre Teresa.

Los ateos dawkinianos pueden estar dispuestos a acabar con los genes equívocos de los creyentes por métodos escasamente socráticos, aunque de momento se presentan como si tratasen de aliviar nuestras preocupaciones. Los progresistas como Arcadi nos muestran el agudo contraste entre la impotencia de la religión para resolver los problemas del mundo y la eficacia contrastada de la tecnología y de la ciencia, pero, al hacerlo así, cometen un doble fraude: dan por hecho lo que habrá que probar y, además, aparentan ignorar que muchos de los grandes pensadores que están en la frontera del conocimiento, estén o no en Edge, no comparten ese programa de desprecio de la religión y de eliminación del supuesto espejismo que nos lleva a creer en Dios.

La sabiduría popular insiste en que el diablo sabe más por viejo que por diablo y eso tiene una lectura interesante: que la especie de diablos que pretenden eliminar la presencia de Dios en el mundo de los sabios es poco imaginativa, que viene repitiendo su programa desde hace cientos de años. Estos nuevos dioses que se nos ofrecen en nombre de la ciencia son casi tan viejos como la humanidad; eso no es ninguna descalificación pero, la verdad, queda un poco ridículo proponer como el colmo del progresismo futurista la repetición de ideas que ya eran viejas en los orígenes del cristianismo.

Es lamentablemente muy cierto que la religión se trató de imponer por las bravas en su vieja alianza  con el trono. Imitando esa clase de errores, la nueva religión presuntamente irreligiosa se refugia detrás del indudable prestigio de la ciencia para vender su vieja mercancía. Si se consolidase esa nueva dictadura cientifista,  se perdería algo más que la libertad de conciencia de cada cual, se perdería también la posibilidad misma de seguir creando ciencia nueva. Para los que creen que ya se sabe todo, siempre serán un peligro los que pongan en duda esas certezas, los únicos que podrían ser capaces de ir un paso más allá, de continuar la maravillosa tradición escéptica y antidogmática de la ciencia. Cualquiera puede escoger su religión o su increencia, pero, si quiere dar lecciones sobre el caso, debería cuidarse de las malas razones.  

[pub licado en elestadodelderecho.com]