Baroja, Rubia y Oakeshott

Una de mis citas favoritas ha sido siempre la de Baroja, dejemos las conclusiones para los imbéciles. Es favorita, sobre todo in foro conscientiae, porque decirla en voz alta, como ahora, te puede crear enemigos innecesarios. Me he acordado de ella tras leer en una pagina web dedicada a temas de filosofía de la mente un par de referencias a algo que yo había leído, a un artículo de F. J. Rubia, y otros que lo acompañan, en el último número de Revista de Occidente sobre viejas cuestiones como el determinismo, la libertad, la memoria y el cerebro. Son temas que nunca te consigues quitar del todo de encima si te dedicas a según qué clase de filosofías, y, tras haber leído algunos cientos de páginas, y haber escrito unas decenas, casi sólo te quedan perplejidades y una cierta sensación de abismo que te hace sospechar de tratamientos más ligeros, aunque se supongan bien informados. Así, los que se dedican a maquinar con el cerebro suelen creer que saben cosas que los demás, según su parecer, ignoramos, y seguro que es así, pero es muy frecuente que ignoren hasta qué punto están manejando ideas que desconocen, cargadas de problemas y de paradojas, llenas de historia, pero que ellos confunden con los nombres de una avenida mediterránea. En estas estaba cuando me tropecé con un libro extraordinario de Oakeshott que me había regalado hace unos años un amigo y que no había leído hasta la fecha. Leerlo ha sido un placer, un verdadero festín para la inteligencia, bueno, eso creo, y he buscado unas líneas que subrayé que, aunque parezcan no tener nada que ver con lo anterior, me parecen muy iluminadoras. Dice el filósofo británico: “La ley y la moral normalmente tienen el mismo centro pero no la misma circunferencia”. Abunda la gente que se coloca en un centro y se dedica a cerrar la circunferencia de las ideas hasta que se confunde con las suyas, más o menos eso es lo que se suele llamar una conclusión.

¿Queda en algún lugar amor a la libertad?

En las páginas finales de su apasionado El sometimiento de la mujer dice John Stuart Mill que “el amor al poder y el amor a la libertad se hallan en eterno antagonismo”. Mill está hablando de asuntos de sustancia no inmediatamente política, sino moral, pero creo que ese antagonismo define hoy de un modo muy radical la pugna ideológica.

La peculiaridad de nuestra situación es que la libertad parece no echarse en falta, o que, cuando se echa en falta, siempre hay alguien que te recuerde, más o menos, aquello tan patético de “libertad, sí, pero sin libertinaje”. En España hemos construido una sociedad en la que casi todo está sometido a un control agobiante, y en la que los políticos, como si tuviesen un campo escaso para controlar, aspiran sin disimulo a romper el límite entre lo público y lo privado, y a legislar también en el terreno de las conciencias, de la conducta personal; me parece que no será necesario aducir ejemplos.

Lo que me preocupa es que abundan los que no son conscientes de cómo, en nombre de la democracia, se perfeccionan cada vez más los mecanismos de constricción, los sistemas de sometimiento riguroso. Esa es la razón, a mi modo de ver, de que muchos españoles se sientan impotentes ante el panorama, de que detesten, cada vez más, la política y los políticos. No se dan cuenta, sin embargo, de que por apartarse mentalmente de esas cuestiones su libertad solo crece de un modo engañoso.

Fíjense que incluso nos quieren reeducar, que empecemos a hablar de otro modo. Los partidarios de la libertad estamos siendo perseguidos y sometidos por todas partes, entre otras cosas porque buena parte de la derecha conservadora tampoco tiene nada de liberal. Tenemos el peligroso antecedente de haber vivido sin libertad política durante décadas y, acostumbrados a eso, tampoco nos extraña que quien diga hablar en nombre del pueblo nos ponga obligaciones y aduanas. Pero la democracia no merecería la pena si se redujere a ser el patíbulo de la libertad.

Religión y libertad

Alexis de Tocqueville hizo notar que la religión, que en Europa, y no digamos en España, se ha asociado históricamente con el poder político, en los Estados Unidos se había convertido en el garante último de la libertad de conciencia. Aquí todavía tenemos mucho que aprender sobre la libertad, los que se dicen religiosos, y los que creen poder hablar en nombre de la ciencia y contra la religión. Algunos pensadores, escasamente originales, pretenden explicar la maldad de los hombres, la violencia, la guerra, a los supuestos estragos que la idea de Dios causa en sus mentes. Frente a esa absurda pretensión, que supone atribuir los efectos de una idea a lo que la contradice (y dar por supuesto, sin prueba alguna, el carácter seráfico de cualquier nihilismo o cualquier politeísmo), el Papa Benedicto XVI ha subrayado la necesidad de ensanchar la razón humana para comprender que tenemos que contar con Dios, porque un mundo sin Dios es difícil de comprender, y porque forzar la exclusión de Dios es un ataque a las convicciones más íntimas de muchas personas.
Una cierta presencia de Dios en el orden político no debiera servir para santificar el poder de quien manda, sino para relativizarlo, para recordar que no se puede confiar ciegamente en ningún poder temporal. Como recuerda Chesterton, la doctrina del derecho divino no era una muestra de idealismo, sino de realismo, un rasgo muy pragmático de la fe, una forma de protegerse de la tendencia al desbordamiento y el descontrol del poder, era un límite al totalitarismo de la fuerza bruta.
Aunque sea comprensible que algunos se cansen de ser libres, y tiendan a delegar su conciencia en el Estado, el nombre de Dios debe servir para recordarnos que solo nosotros mismos podemos decidir entre el bien y el mal, que nuestra conciencia personal siempre es insustituible e indelegable. Eso no supone incitar a la violencia, sino a la responsabilidad, una consideración que, ciertamente, puede resultar muy molesta.