Diccionario de citas
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[Mi madre, Rosa Quirós Rodríguez]
Tengo la enorme suerte de que mi madre, que ya tiene 92 años, sea una persona excepcional. Supongo que eso es lo que piensan la mayoría de los hijos, y lo siento por los que no comparten esa gracia tan normal. El día de Navidad, un desafortunado accidente le hizo romperse la cadera y, desde entonces, está hospitalizada.
He pasado buena parte de estos días de fiesta junto a ella, lo mismo que mis hermanos y todos los nuestros. Me permito esta breve nota privada, porque necesito decir que cuidar de los demás es lo más valioso de la vida y es un privilegio poder hacerlo con alguien que, literalmente, se ha desvivido por ti. Las madres son ejemplos luminosos de vida buena, aunque normalmente prefiramos otros modelos de mayor brillo aparente.
Mi madre reza, y se lamenta de que se le olvidan algunos misterios del Rosario. Ayer me dijo que le daba pena toda esa gente que no cree en Dios, que no cree en nada. Supongo que desde la atalaya de sus años, desde una quietud reflexiva aunque forzada, es un poco más fácil ver lo esencial. En eso se diferencia la vejez de la infancia, a la que tanto se asemeja en otros aspectos. En fin, que es un privilegio poder pasar parte de estos días de tanto bullicio muy cerca de una realidad que tiende a ocultarse, dándome cuenta de que la vida no es solo un camino hacia el final, sino un misterio que las personas felices, como mi madre, aprenden a vivir con esperanza y alegría.
Las navidades se han vuelto problemáticas, no cabe duda. Han sido objeto de toda clase de ataques, aunque los más terroríficos me parecen los del egoísmo de esas gentes, tan abundantes, para los que la vida significa hacer sus planes, y que nadie les moleste. Todos tenemos algo de eso, sin duda, yo desde luego. Pese a eso, a mí, las navidades siempre me han encantado porque me recuerdan lo mejor de la vida, de una realidad misteriosa pero no absurda y que solo se puede vivir bien con esperanza, algo que siempre es compatible con pasarlo mal. Los chicos listos, y las chicas, nos solemos olvidar de eso porque pensamos que la vida es una especie de espectáculo para que los demás aplaudan, y en navidad no hay manera.
También me molesta el excesivo empeño de algunos en purificar el sentido religioso de las fiestas, cuando esa intención se convierte en un motivo para reñir a los frívolos y a los tibios. Eso ya lo ha hecho San Juan, y bastante bien, por cierto, de manera que no hay que ponerse demasiado escatológico con la pequeña alegría del personal que es capaz de sentirla. Yo, por si se me olvida, procuro ver siempre ¡Qué bello es vivir! para acordarme de que el amor de Dios a los hombres se traduce siempre en deseo de paz y de alegría y en el impulso de su bondad, su generosidad y su esperanza.
Me he puesto a escribir esto porque he visto que Factual, el periódico de Espada, al que me he apuntado equivocadamente, pero sigo con cierto interés, promociona, entre otros, una lista de diez libros para dejar de creer en Dios. Me hace gracia que sean necesarios tantos, cuando mucha de la gente que no cree en Dios, que ni se le pasa por la imaginación, no ha leído ni un prospecto. Esto me recuerda a una de las cosas de Wittgenstein cuando parodiaba la verificación recomendando leer un periódico y salir a la calle para comprar otro de la misma edición y asegurarse de que dice lo mismo. No sé si lo cogen, pero para mí que creer en Dios tiene relativamente poco que ver con los libros, y por eso me resulta curioso que haya gente que espere más de los libros que del amor de Dios.
Pese a que me temo lejano a la mayoría de sus opiniones políticas, las que conozco y las que imagino, siempre he disfrutado del cine de Ken Loach, bueno, siempre que no haya tocado sufrir, que también sabe hacerlo estupendamente.
Acudí a ver Buscando a Eric, Cantona, por supuesto, porque mi admiración por los cracks del fútbol es indiscernible de la envidia más sana, si es que puede haber algo como eso. Así que cuando vi el comienzo de la película pensé que me había equivocado, pero no, se trata de Cantona y de buen fútbol en vena.
Entre Loach, su guionista, Paul Laverty, y Eric Cantona, han hecho una de las mejores apologías del fútbol que haya visto. El fútbol, como la vida, es lucha, una lucha contra un enemigo artero, todopoderoso y muy hábil, pero una lucha que, aunque en ocasiones parezca imposible, siempre tiene salida y, a veces, lleva al triunfo, e incluso a la gloria.
Un Cantona angelical se convierte en una especie de entrenador personal de un perdedor de libro, un hombre con una vida desecha pero con el fondo de decencia que Loach siempre ve, acertadamente, en las personas humildes, en los derrotados. Eric Bishop, el protagonista, se identifica con el Cantona que siempre quiso y no acertó a ser, y la recuperación de su vida culmina en una magnífica escena coral en que, con Cantona al frente, consigue ganar por goleada a sus fantasmas.
La historia nos muestra que Cantona no solo fue un triunfador, sino un hombre con cabeza, que tiene razón, porque siempre hay salida, aunque, en ocasiones, haya que arriesgar un poco. La vida no siempre es tan bella como en el cuento de Cantona, pero el fútbol, que, según dice Loach, es esperanza, alegría, pena, dolor, decepción, suspense, suplicio y maravilla, nos ofrece un ejemplo cotidiano de que siempre merece la pena luchar por ella, por hacerla realmente hermosa. Ken Loach rinde homenaje a la amistad, a la solidaridad, al valor de los débiles, y golpea con humor y saña el individualismo de los abusones, de los que viven de la trampa y del miedo, porque cree que, con valor, astucia y la ayuda de los amigos, siempre se puede ganar a cualquiera, como en el fútbol.
Acostumbrados a la perfección de la tecnología de que nos servimos para volar, cuando se produce algún fallo, la primera sensación que nos embarga es una mezcla de incredulidad, miedo y sorpresa. Sin embargo, deberíamos estar acostumbrados a que esas cosas pasen, porque, aunque poco, pasan.
La siguiente emoción que sentimos es una viva curiosidad por el destino de los afectados, por la forma en la que se han interrumpido sus vidas, fuera de toda lógica. Los periódicos pronto empiezan a contarnos esas historias rotas, y hay que ser muy duro como para que no se nos encoja el corazón. El análisis frío nos dice que es el azar el que gobierna de manera insensata nuestras vidas. Pero el corazón nos sugiere que hay algo más, que la piedad que sentimos por los que han desaparecido de manera tan brusca y misteriosa, en la noche y sobre el océano, puede tener alguna clase de explicación, alguna suerte de lógica oculta. Es el respeto que sentimos por la vida y por su misterio el que nos hace temer a la muerte súbita y anónima, al extravío en un espacio literalmente inhumano en el que hemos penetrado con audacia y paciencia pero en el que, de vez en cuando, nos perdemos.
Sólo la religión puede consolarnos de esa clase de pérdidas sin ningún sentido aparente, de esa cosecha de muertes azarosas y crueles. Mientras estamos con el duelo no escuchamos fácilmente las voces que todo lo explican porque sabemos que algo se les escapa.
La muerte juega un papel en la vida que aceptamos con resignación, y hasta con alivio, cuando culmina una vida vivida con plenitud y con empeño; pero la muerte azarosa que rompe con todos los planes es mucho más difícil de soportar, es una prueba más dura para nuestras entendederas. Volar es algo que violenta de manera radical nuestra naturaleza de bípedos implumes; morir de forma tan abrupta desafía nuestra capacidad para comprender el sentido de la vida. Sin embargo, el dolor y el recuerdo de los que mueren de forma tan súbita, es un atisbo de lo que ofrece la difícil virtud de la esperanza.
[Publicado en Gaceta de los negocios]