¡Que difícil es todo!


El libro sobre Adolfo Suárez que les recomendé ayer mismo, y del que he devorado ya casi la mitad de las páginas, al ritmo de lectura que impone su interés, al menos para quienes fuimos testigos, y algo así como actores de reparto en esa época, me está haciendo pensar insistentemente en la que ahora vivimos, y no necesariamente por contraste. Cuando Juan Francisco Fuentes narra las dificultades que se hubieron de superar para encajar a Suárez en las listas del Centro Democrático, que él siempre prefirió llamar Unión, como se acabó conociendo,  recoge una luminosa, y pesimista, me parece, reflexión de Suárez cuando discrepaba con los que luego conoceríamos como barones porque no creía para nada en los partidos, porque creía que todo lo que había que hacer podía ser hecho, y únicamente podía hacerse así, por un escogido grupo de dirigentes. Ahí encontramos el retrato al desnudo de lo que hoy son los partidos: uno que manda, unos pocos amigos y, el resto, escenografía, gutapercha. Lo único que ha cambiado efectivamente desde el diagnóstico suarista es el hecho de que ahora hay más partidos, por ejemplo, el de Camps, sin ir más lejos, pero todo sigue igual. No quisiera ser derrotista, pero esto tiene realmente poco que ver con cualquier cosa parecida a la democracia, ¡qué se le va a hacer!
Los partidos no son, por supuesto, los únicos responsables de que esto suceda, porque, como muy bien observó ya Montesquieu, “es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él”, de manera que son los ciudadanos que se dejan mangonear los que hacen que las democracias sean ineficientes.
No creo que quepa discutir que algo de esto es lo que nos está pasando, y que no es fácil arreglarlo. Algunos, exageran sin duda, sueñan con que haya por aquí quienes se levanten al modo norteafricano frente a la partitocracia. La solución, muy por el contrario, está en la participación, en entrar en política, en influir y crear opinión, algo que, aunque parezca difícil, y lo es, está, sin embargo a nuestro alcance.
Hace meses he tenido una experiencia que me pareció prometedora y me temo acabe siendo muy frustrante: entré en contacto con un grupo muy selecto de ejecutivos, empresarios, profesionales brillantes muy críticos con la situación que se reunían con frecuencia para despotricar . Cuando les dije que no bastaba con criticar, que había que hacer algo, muchos de ellos se pusieron manos a la obra, pero, al poco, el peso del día y el calor como dice el Evangelio, les llevó a quitar la mano del arado con la disculpa muy legítima y muy razonable de que ninguno de ellos tenía el tiempo que se necesita para hacer algo como eso. Yo estoy tratando de encontrar para ese grupo meritísimo un mínimo de acción compatible con su compromisos, pero si nadie pudiese hacer otra cosa que ocuparse de lo suyo, ya me dirán cómo vamos a lograr que los políticos no se excedan y, además de hacer lo suyo, nos arrebaten lo nuestro.


La neura contra los e-book

La jibarización de la democracia

Me parece que era Romanones el que decía que se dejase al Parlamento legislar, que él se reservaba los reglamentos. Es evidente que el Conde conocía los entresijos del poder en España, un país en el que la mentira y el embuste compiten siempre con ventaja, de acostumbrados que estamos a que nada de lo que se proclama con solemnidad sea mínimamente cierto.
España, digan lo que digan los que dicen negar que exista, es, sobre todo, un país muy viejo, una sociedad en que las cosas funcionan de manera mucho más inmemorial que razonable. Sobre esa base tradicional, que podría describirse como la costumbre de que nada cambie, aunque nada parezca igual, la cultura española ha favorecido un barroquismo retórico muy alejado de la modernidad europea. Aquí se siguen valorando las palabras, los testimonios, y las apariencias, mucho más que los hechos, las evidencias o las razones. Si se domina esta regla se puede llegar muy lejos en la política española, y si no se lo creen, miren a la Moncloa.
Cuando llegó la democracia, vivimos una eclosión de iniciativas de todo tipo y nos llenamos la boca de principios, pero, poco a poco, hemos ido volviendo mansamente al redil del orden, al sometimiento a la voluntad de unos pocos. No hemos sabido organizar una verdadera poliarquía, y por todas partes se han ido asentando monarcas que pretenden gobernar sus ínsulas, y lo hacen la mayoría de las veces, enteramente al margen de cualquier control, de manera que, aunque no se use la fórmula, muchos siguen actuando como si el poder se consiguiese “por la gracia de Dios”, sin respetar nada, ni dar cuenta a nadie.
La democracia es, a la vez, un sistema de legitimación y de control del poder, pero entre nosotros tiende a convertirse en un cheque en blanco; de este modo, el que llega al poder, en cualquier ámbito, en la política, en los sindicatos, en las universidades, etc. empieza a comportarse como si el poder le fuese otorgado exclusivamente por ser vos quien sois, no por la voluntad de quienes le han elegido y, que, por ello, tienen derecho a relevarle.
Estos días hemos visto como, por poner un ejemplo cualquiera, el rector de la UCM ha abusado de manera notoria de sus funciones presidiendo un acto político de acoso al Tribunal Supremo sin sentir, imagino, ni una ligera duda acerca de la legitimidad de su conducta. Este sujeto cree que la Universidad es suya, y hace con ella lo que quiere, y lo malo es que acabará por tener razón, porque se apoya en todos los que quieren ser dictadorcillos de algún nivel inferior y hacer, como el rector, de su capa un sayo.
Con esta idolatría al poder del que lo tiene, con esta falta absoluta de control y de exigencia de responsabilidades, estamos jibarizando nuestra democracia. Es penoso que todo un partido dependa, en realidad, del capricho de un único hombre, pero es así. El PSOE depende completamente del presidente, y aunque muchos se lamenten en privado de la extraordinaria letanía de errores que está cometiendo, nadie puede hacer nada, porque el partido está completamente jibarizado, hasta el punto de que su única cabeza es la de ZP, que acaba de parecer bastante. Solo se atreven a insinuar alguna crítica los que ya están fuera de la carrera política, los que nada tienen que perder.
Los ministros de ZP, es vox populi, son meros ejecutores de sus políticas, y de ahí su nombramiento de alguna de las personas más simples y necias que hayan obtenido nunca un cargo público. ZP, como el rey Sol, lo es todo, es el alfa y la omega del socialismo español, de la clase obrera, de los intelectuales comprometidos, sobre todo de una buena corte de afanadores que se refugian en sus inmediaciones para llenarse los bolsillos con cualquier motivo.
Los partidos se han convertido en un mero decorado, y podrían ser sustituidos con ventaja por coros de vociferantes a sueldo, porque detrás de sus imágenes no hay nada que no hayan decidido sus líderes, normalmente en soledad, raras veces en compañía de otros.
¿Se puede dar la vuelta a esta situación? ¿Es posible hacerlo mediante cambios en las leyes? Sin negar la conveniencia de ciertos cambios, como es común en cualquier democracia, creo que la hora presente exige valor cívico y responsabilidad personal. La democracia española está en un estado lamentable, secuestrada por muy pocos, con la pasiva sumisión de muchos, reducida a oscuras maniobras de palacio. Esto se arreglaría si los parados, y los que todavía no lo están, dejasen de consentir a los sindicatos lo que hacen, si los electores exigiesen a los políticos que no se olviden de sus problemas, si los periodistas impidieran que su trabajo se convierta en mera propaganda, si los intelectuales dejasen de avalar tanta mercancía averiada, etc. La democracia es el pueblo atento, los ciudadanos exigiendo a los poderes públicos. Estamos muy lejos de eso, pero no podremos echarle a nadie la culpa si la libertad vuelve a abandonarnos por largo tiempo.

El Marqués del Bernabéu

Buena parte del siglo XIX estuvo marcado por los manejos del Marqués de Salamanca, un personaje que se hizo de oro en su camino de la política a los negocios llegando a reunir una de las fortunas más colosales de la época. Es curioso que dos de sus características básicas, el engarce político y el negocio inmobiliario, estén presentes en varios de los personajes que han hecho su agosto en la democracia. Se ve que, en muchos aspectos, se puede decir que todo ha cambiado para que todo siga igual.
Nuestra democracia empieza a exhibir algunas de las lacras que minaron la imagen de la Restauración, que impidieron la maduración y consolidación de una democracia liberal sólida, y que, a su modo, hicieron posible el desastre de la República y, después, la guerra. Los que creemos en la libertad y en las posibilidades de una democracia española, tenemos serios y abundantes motivos para preocuparnos por muchos de los fenómenos que atenazan la política española, por la miniaturización de la democracia que consienten y promueven las cúpulas de los partidos, por la colisión entre las oligocracias y los poderes económicos, por la insólita fecundidad del cainismo ideológico, y por el desparpajo con el que los poderes de facto perpetran sus fechorías al margen de cualquier debate, sin la menor trasparencia y con absoluto desprecio de la opinión pública.
Ayer fue un buen día, en medio de tanto desafuero.  Ocurrió que,  sin que yo sepa muy bien cómo, una cierta rebelión  de algunos diputados de por aquí y de por allá impidió que se colase de rondón la llamada “enmienda Florentino”, una modificación aparentemente menor de ciertas normas de las sociedades anónimas capaz de alterar profundamente el equilibrio de poder en el seno de algunas de las grandes empresas españolas. El gobierno que apoyaba la jugarreta tuvo que replegar velas. Fue uno de eso días en que pareció que el Parlamento pudiera servir para algo.
Confieso que no me siento capaz de argumentar ni a favor ni en contra de la tal enmienda, que no me atrevo a decir si es razonable o no que las cosas sigan como están, o que cambien. La cuestión, que será importante, sin duda, no es esa.  Lo importante es que, aunque sea solo por un día, el Parlamento dio la sensación de que no era una mera caja de resonancia de lo que se decidía en Moncloa y que, por esta vez, los genios de la negociación por debajo de la mesa, parecían quedar burlados. Veremos, no obstante en qué acaba la cosa.
Se trata de una pelea entre grandes saurios, apenas hay duda, de manera que sería muy ingenuo convertir este enfrentamiento en una batalla entre el bien y el mal, pero, a pesar de los hábiles visitadores y de sus infinitas tretas, por un momento le hemos visto el gaznate a uno de esos poderes en la sombra que nunca dan la cara, que se limitan a mandar y poner la mano para acrecentar sus fortunas, mientras se ciscan en la democracia, en el derecho y en el bien común. Siempre han existido y siempre existirán, siempre habrá marqueses de Salamanca que transiten del Banco al Palacio,  y del Palacio al Banco, sin ningún escándalo de la Monarquía que jamás ha existido  para promover la decencia y la equidad en los negocios, pero que una democracia que se precie mire para otro lado es un síntoma gravísimo de deterioro mortal. Ayer nos libramos de milagro de otro fichaje estrella del Marqués del Bernabéu, pero veremos lo que dura. 

La mala fama

Aunque sea casi imposible encontrar una regla universal en asuntos humanos, creo que hay algo que se acerca grandemente a esa rareza, y es la convicción de que el mal nos es ajeno, enteramente ajeno, lo que recuerda la malévola insinuación de Montaigne & Descartes sobre el tamaño de nuestra inteligencia. De aquí, la popularidad del chivo expiatorio, el animal al que más conviene la condición de verdadero amigo del hombre según Carlos Rodríguez Braun. El mundo es tan amplio y ajeno, tan complejo, que son innumerables las almas bellas (las shöne Seele de la Fenomenología del Espíritu de Hegel) que sufren la omnipotencia del mal y lo abominan, aunque no en silencio. De su reconcomo surge un murmullo ensordecedor. Esa barahúnda se acaba fijando en algunos objetos de preferencia; en la época en que nos ha tocado vivir, aunque no haya sido así siempre, esas fijaciones se han asentado en un viejo conocido de los procesos de limpieza de sangre, en auténticos aristócratas de la culpa, en los judíos que, además, han cometido la osadía de resolver su cuestión, dando vida a un estado presuntamente criminal, un estado en el que se reúnen todos los estigmas de que abominan las exquisitas almas de la izquierda: porque es una democracia, porque es capitalista, porque se rige por un derecho en el que cuentan, y mucho, las libertades formales, y porque ha aprendido a defenderse y no parece tener miedo a las amenazas de los que se dicen ofendidos, a las bravatas de los ayatolas del Irán, esa gente exquisita y posmoderna cuya amistad cultivan Zapateros y Obamas.

El estado de Israel no es, desde luego, una excepción a la regla de que cualquier unidad política se asienta en una serie de victorias, o de derrotas, militares. Salvo para los comunitaristas muy ingenuos, las unidades políticas no resultan ser consecuencia de acuerdos entre caballeros (y, menos aún, entre caballeros y damas) para compartir honesta y plácidamente un rimero de bienes escasos. Demasiado hemos hecho con poner fin en algún punto a la violencia y con tratar de arrinconarla. El estado de Israel nos recuerda desagradablemente esa verdad, oculta e insoportable para quienes siguen creyendo que los niños vienen de París, para los amantes de sociedades cálidas y sin especie de conflicto, aunque muchas veces sean los mismos que aplauden a rabiar el amor libre o lanzan piedras o botellas a los agentes del imperialismo, pobres guardias o soldados mileuristas y maniatados por un buen sentido del que carecen quienes les increpan.

Es posible que el mundo vaya mejor mientras Israel y el capitalismo puedan seguir ejerciendo ese benéfico papel de malos de película. Nunca podremos estar ciertos de hasta dónde pueden llegar los puritanos para exorcizar las malicias que cuidadosamente se ocultan. Los que vemos el mundo como una trama densa de conflictos contradictorios sin solución fácil, inalcanzable, sobre todo, para esas simplezas sobre la codicia, el fascismo, el racismo, el monoteísmo o el Opus, no tenemos otro remedio que agradecer la existencia de Israel y la pervivencia del espíritu el capitalismo, muy a pesar de los Madoff, de los colonos y de una buena mayoría de los ministros de Economía.

[Publicado en Kiliedro, revista española de cultura contemporánea]

De niños y ordenadores

El llamado debate del estado de la nación nos permitió gozar de la fecunda y audaz imaginación zapateresca cuando se comprometió, con pasmo general,  a poner un ordenador a cada niño, insinuando que por ahí comenzará la reforma del modelo productivo, una medida que contará con el apoyo de los de siempre y, en este caso, además, con el de Microsoft y los fabricantes de ordenadores. El gobierno de ZP es pródigo en medidas que nadie reclama: no hay ningún análisis serio de los problemas de la educación en España que señale como madre de todas las causas una supuesta escasez de ordenadores.

La debilidad de la democracia española es una consecuencia de la fortaleza del despotismo cañí de que padecemos. Cualquiera que recuerde su educación sabrá hasta qué punto las deficiencias de lo que aprendió se debían a la escasez de aparatos adecuados al caso, eso que ahora se va a remediar de una vez por todas, según se nos promete. Decía Ortega que en ninguna parte están tan extendidas las falsedades como en la educación, pero, muy probablemente, Zapatero tampoco haya tenido un par de tardes para enterarse, de modo que ha decidido arreglarla por las bravas.

El genial dibujante Schulz ofreció en una de las viñetas de sus Peanuts el modo de discurrir de Lucy,  la hermana pequeña de Linus van Pelt, en una redacción escolar. Su texto discurría de manera rutinaria, hasta que, de repente, una duda le sobresaltó: “los griegos no tenían televisiones, pero tenían filósofos… aunque la verdad es que no entiendo cómo no se aburrían los griegos mirando a sus filósofos”. Los ordenadores de Zapatero son como los filósofos de Lucy van Pelt, una idea fuera de lugar, un malentendido. Ni los filósofos están para que se les mire, ni los ordenadores, tan valiosos por otro lado, están para resolver problemas educativos en la España de 2009. No estoy insinuando que Zapatero piense como los Peanuts, al fin y al cabo Lucy muestra ser muy reflexiva, sino que cree, y lo malo es que con frecuencia también lo creen muchos más, que la educación también se puede arreglar con ocurrencias.