Un partido con todo

El enfrentamiento entre el Milán y el Real Madrid proporcionó ayer a los aficionados, especialmente a los madridistas, un encuentro de esos que no se olvidan fácilmente. Hubo de todo, buen fútbol, especialmente por parte del equipo de Mourinho, jugadas preciosas, como el gol de Higuaín y el desmarque final de Pedro León, con gol entre las piernas del portero, fallos de Casillas, lo que es una rareza, desgracias como el resbalón y fallo de Pepe que dio lugar al gol legítimo del Milán, acciones típicas de Gattuso o de Inzaghi, el fútbol como picardía alevosa, en fin, hasta un cierto final feliz porque no hubiese sido justa la victoria de los milaneses.
El segundo de sus goles se produjo en uno de los más clamorosos fueras de juego de la historia, y el árbitro señor Webb cometió algunos deslices y errores de apreciación realmente graves, pese a ser un colegiado de gran fama y de apariencia irreprochable.
Ronaldo no tuvo ninguna razón en sus tarascadas con los defensas y se perdió en un partido que hubiera podido consagrarle. No es la primera vez que le pasa y esperemos se le corrija.
El fútbol, en suma en su máxima expresión, rivalidad, astucia, inteligencia, brillantez, picardía, azar, injusticia, consuelo. No se puede pedir más, o, mejor dicho, no se debiera.

Del azar y la pasión

Tal es el hermoso marbete tras el que la portada del número de julio y agosto de Revista de Occidente ofrece una suculenta mercancía literaria que se dedica a analizar el fútbol, tan de actualidad no solo estos días sino ya siempre. He leído todos los artículos con placer y de un tirón en esta calurosa mañana de julio. Hay textos de Vicente Verdú, que le dedicó al tema un conocido libro ya hace treinta años, de Juan José de Armas Marcelo, de Enrique Murillo, de Manuel Arias Maldonado, y de un servidor de ustedes. Se trata de discursos muy diversos como corresponde a algo tan ubicuo y duradero, pero todos ellos comparten el asombro frente a un deporte tan complejo, y frente a un fenómeno social tan abigarrado. Los novelistas, Armas y Murillo, se dejan mecer por el recuerdo y la autobiografía y los más ensayistas, Verdú, González Quirós y Arias Maldonado, se las ven con aspectos más conceptuales, tratan de explicar lo que hay tras el entusiasmo y el desbordamiento mundial de la afición al fútbol, conscientes de la derrota que esta deporte tan popular ha infligido a sus críticos más severos.
Mi artículo («De la vida un traslado: el fútbol en la cultura global») ha sido, en parte, anticipado en este blog, y fue discutido con pasión y ampliamente en una larga sobremesa con colegas de la Escuela Contemporánea de Humanidades, con Alejandro Gándara, Jorge Lago, Antonio Nieto, José Antonio Millán, Pilar Martín Gila, Juan Manuel Rodríguez Parrondo, Emmanuel Lizcano y Ramón Rodríguez, creo recordar a todos. También podrán encontrar en él ecos de sus ideas, e incluso expresiones literales, mis corresponsales en este blog, Karim Gherab Martín, David Pardo, y mis hijos Manuel y Juan. Los cito a todos porque todos me ayudaron a afilar un trabajo del que estoy particularmente contento, ya dirán los lectores si con motivo. De cualquier manera, me doy cuenta de que he tratado de devolverle al fútbol una parte siquiera sea pequeña de los abundantísimos ratos de gozo y de dolor que me ha dado y que, espero, me siga dando. Por supuesto, tiraría todo el texto y sus recuerdos por la borda si ello supusiera que España fuere a ganar el Mundial, faltaría más. Mi esperanza es que lo gane en cualquier caso, sin necesidad de que yo haga sacrificio, ni de mi memoria, ni de mi entusiasmo.

Una esperanza razonable

Me parece que gran parte de los comentarios ante los tres partidos disputados por la selección española en el Mundial de fútbol de Sudáfrica han estado mucho más inspirados por la histeria que por el buen sentido. El fútbol es pasto propicio para las pesadillas de los chiflados. Hay manías pasionales y las hay técnicas: supongo que todos tenemos la experiencia de lo que puede dar de sí un loco experto, perito en cualquier quimera compleja. En el fútbol se potencian ambas especies de manías, de modo que lo que resulta insólito es un comentario sereno de lo que se ha visto. Este parece ser, por cierto, uno de los puntos fuertes de Del Bosque, un tipo que muchas veces da la sensación de no haber inventado nada.
Las discusiones sobre el doble pivote, la ocupación, o no, de las bandas, el llamado tiqui-taca, y las posiciones de unos y de otros han sido tan agotadoras como irrelevantes. La convicción pesimista sobre nuestros destinos, que siempre es una forma astuta de ganar a la baja, mezclada con el avieso deseo de fracaso que apenas se oculta en tantos, ha añadido la suficiente dosis de oscuridad y ha exagerado hasta la paranoia la sensación de angustia que, en dosis terapéutica, nunca está de más ante un partido.
¿Qué tenemos ahora? La evidencia de un equipo con jugadores excepcionales (Villa, Iniesta, Piqué, Casillas, Xavi, Xabi Alonso, Cesc, y hasta casi veinte más), la certeza de que desean ganar, y confían en poder hacerlo, la constatación de que han hecho el fútbol más brillante y bello que se ha hecho en Sudáfrica, y a un entrenador que no se cree protagonista y no pierde con facilidad los nervios. Eso es, desde luego, mucho, pero en el fútbol nunca es nada cierto hasta que los jugadores se quitan la camiseta.
Podemos ganar, no cabe duda, pero si no lo hacemos tampoco debiera pasar nada. Tenemos la mejor selección que nunca haya tenido España, y que además es, con holgura, el mejor de los equipos presentes en Sudáfrica. Eso ya da para que muchos nos sintamos compensados, aunque esperemos lo mejor. De cualquier modo, dos de los goles de Villa (contra Honduras y contra Chile) y el que fabricó Iniesta han sido jugadas gloriosas, uno de esos momentos de belleza perfecta que un buen aficionado jamás olvida.

El fútbol deporte y espectáculo

Cuando escribo estas observaciones ya conozco el magro resultado obtenido por España frente a la selección hondureña, pero no quiero hablar de fútbol como aficionado, sino de la forma tan peculiar en que este deporte, en particular, se va adueñando de las pasiones de buena parte del público.

Creo que es extraordinariamente razonable que quienes no hayan sufrido la pasión y la frustración de jugar a la pelota, sientan una enorme indiferencia ante el fútbol espectáculo, ante un juego que puede parecer brutal, ordinario y monótono, lo que de ninguna manera quiere decir que no existan forofos que jamás han jugado a la pelota; existen y son abundantes porque el fútbol tiene una gran capacidad de exportar los atractivos y el peculiar agonismo de este deporte grupal. Hay una manera clara de distinguir ambos tipos de aficionado: el que ve fútbol porque ya no puede jugarlo, es capaz de ver cualquier partido con interés, y experimentar una pasión pura y no maniquea ante cualquier buena jugada que anuncie su culminación en un gol, o que proporcione un lance de belleza perfecta, a su entender; los espectadores del segundo tipo necesitan del catalizador externo para gozar del fútbol: van al fútbol en sustitución, o en continuación, de otras guerras, lo que no es necesariamente malo.

No es fácil la distinción entre el deporte y el espectáculo, pero éste no habría podido darse sin las extraordinarias propiedades del primero. El primero es, digamos, un drama grupal, el segundo es un espectáculo público, pero ambos coinciden en su naturaleza visual, y en que dan mucho que hablar. porque el fútbol reside, sobre todo, en la imaginación, tanto en la de quienes lo juegan, así sea bien o mal, como en la de quienes lo contemplan con interés y entendimiento. Lo más notable del fútbol, y creo que es clave en su éxito como espectáculo, es que cada jugada es una de las centenares de jugadas posibles en cada momento, de modo que, si se me permite la pedantería, cada acción representa el colapso de una posibilidad en mero pasado indeformable. En eso es como la vida, y por eso la gente le echa tanta pasión, porque, además, la vida no se repite y nos agota, mientras que en fútbol siempre hay una nueva oportunidad, nunca se repite nada.