La continuidad de Zapatero

Hace unas semanas, un inteligente artículo de José Luis Álvarez, profesor de Esade, realizaba un llamativo análisis de la posibilidad de que el actual presidente del gobierno decidiese no presentarse a las próximas elecciones generales. El argumento del profesor Álvarez suponía que Zapatero podría renunciar a un tercer mandato, o a una derrota, para abrir un proceso que evitase a la izquierda una larga e incierta travesía del desierto.

El artículo ha abierto un debate poco corriente sobre esta cuestión, una duda que los dirigentes socialistas tratan de cerrar de manera indisimulada. Pero no es fácil que lo consigan del todo, porque el profesor madrileño ha acertado a plantear un asunto inesquivable. Según él, si todo siguiera como parece que lo va a hacer, las próximas elecciones generales serían muy diferentes a cualquiera de las anteriores por la enorme debilidad de los liderazgos en juego. Las elecciones funcionan con un sistema de agregación entre ideología, programa y liderazgo, en el que este último ha jugado siempre un papel decisivo, un papel que, en 2012, no podría ser sostenido por Zapatero, ni, según su análisis, por Rajoy. Si cualquiera de los dos grandes partidos decidiese buscar un candidato mejor el juego de fuerzas se vería alterado y, según Álvarez, el PSOE está, ahora, y no por mucho tiempo, en las mejores condiciones para lograrlo.

La consecuencia más importante de su planteamiento no es, como pudiera parecer, que evitar la alternancia en el 2012 sea completamente imposible, aunque Álvarez no lo diga con toda crudeza, sino que perder las elecciones en el 2012, con Zapatero frente a Rajoy o como fuere, no es lo peor que le pudiera pasar al PSOE. Lo que realmente está en juego es que la reconquista del PSOE al poder podría requerir un proceso muy penoso e inusitadamente largo.

Quizá el profesor Álvarez peque de optimismo por una de estas dos razones: en primer lugar, considerar que los partidos españoles puedan hacer algo contra los intereses de sus líderes, o, en segundo término, por creer que los líderes tengan la capacidad de ver más allá de sus propias vanidades.

Es posible, sin embargo, que acierte en lo que se refiere al PSOE, un partido que, como tal, tiene más cuerpo que el PP, una fuerza política lastrada por su naturaleza absurdamente monárquica y por su empeño en mantener un liderazgo hereditario.

El PSOE ha sido siempre algo más que Zapatero, y, antes del peculiar ascenso del falso leonés, ha sido algo muy distinto de lo que ahora es. La cuestión es la siguiente: ¿Hay en el PSOE energía política suficiente como para hacer cálculos a largo plazo y más allá de los inconsistentes devaneos de Zapatero? Como soy optimista, creo que es así, y me parece que hay algunos dirigentes que, digan ahora lo que dijeren, tienen que jugar a un post-zapaterismo inmediato, tal vez con el visto bueno del propio presidente.

Hay dos variables independientes que, más allá de cualquier clase de argumentos formales, van a influir poderosamente en el destino de esta cuestión: la marcha de la crisis, puesto que sería de broma que Zapatero pretendiera presentarse para arreglarla, aunque ese sea el argumento de la señorita Pajín, y las consecuencias de la sentencia del tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán, sean las que fueren. No cabe negar, sin embargo, la posibilidad de que se esté gestando un cierto reflujo del PSOE hacia su versión más nacional, un papel que muchos pudieran atribuir a Bono, pero en el que un político como José Blanco podría jugar con argumentos mucho más sólidos.

Visto lo visto, para cualquier hombre de izquierda con la cabeza bien amueblada, el principal reto político es ya la salida del zapaterismo. Tal vez Álvarez sobrevalore la tendencia a la alternancia en la democracia española, aunque, evidentemente, esa tendencia sea mayor en unas elecciones nacionales que en las territoriales, pero es un factor que no cabe despreciar y en el que se apoya inequívocamente la estrategia del líder del PP.

Para los socialistas, las próximas elecciones generales representan, evidentemente, un riesgo enorme; en primer lugar, porque pueden perderlas y tratarán a cualquier precio de que no sea así, pero, en segundo lugar, porque esa derrota podría convertirse en una auténtica debacle si el partido no hubiese sido capaz de ofrecer una alternativa a la derecha, pero también a sus propios errores. Comenzar a rectificar puede ser la medida más atrevida, pero también la más acertada, porque Zapatero podría prolongar su influencia más allá de la presidencia del gobierno dando paso a una voladura controlada de los efectos de su programa, y presentándose como el líder capaz de hacer lo que no supo hacer Aznar, preparar una sucesión ordenada con un partido en forma y sin hipotecas. Algo de eso intentó hacer el partido republicano en los EEUU, pero enfrente estaba Obama, lo que no es el caso aquí.


[Publicado en El Confidencial]

Los habitantes de la casa deshabitada

Enrique Jardiel Poncela escribió en 1942 una comedia cuyo título me viene con frecuencia a la cabeza al pensar en la situación del PP. La comedía de Jardiel es pura fantasía, y se ha visto siempre como una anticipación del llamado teatro del absurdo. La situación del PP no es precisamente fantástica, sino paradójica, de modo que no me atrevería a distinguirla nítidamente del segundo marbete.

La paradoja principal del PP consiste en lo que podríamos llamar su miedo a estar presente, a ser protagonista, a hacer o decir algo original, a asumir algún compromiso sustantivo más allá del halago repetido a las diversas y abundantes especies de agraviados por la política zapateresca. Los líderes del PP parecen creer que yendo al tran-tran alcanzarán la victoria, y que no mojándose en exceso nadie podrá reclamarles después ningún incumplimiento. Esa especie de tontuna se alimenta con encuestas, de manera que donde debieran leer mero descontento con el gobierno, encuentran, vaya usted a saber por qué, aprecio a sus propuestas, aunque nadie sepa muy bien a cuáles.

Mariano Rajoy parece, en ocasiones, aplastado por una creencia deletérea: le de creer que ha heredado un partido perdedor, lo que, además de no ser exacto, constituye una disculpa neciamente ridícula. Al aceptar esa condena, cosa que irrita sobremanera a la mayoría de sus militantes y electores más aguerridos y capaces, se condena a la pura realización de tareas menores, a ser un adorno del sistema sin que pueda atreverse a jugar en serio para conseguir el mandato de gobernar esta vieja y desvencijada España.

Cuando el PP se dedica, únicamente, a ejecutar piezas de repertorio, a las cantinelas archisabidas, a la celebración de esos cargantes e inútiles actos que se ofrecen a los pasmados televidentes como concentraciones de agradables aplaudidores del líder de turno, muchos de ellos probablemente a la espera de un puestecillo, los españoles con la cabeza sobre los hombros y que desearían el relevo la destitución pacífica y civil de un gobierno desdichado, se ven condenados, irremediablemente, a una melancolía honda.

¿Es inevitable que el PP esté forzado a practicar una oposición rutinaria y ayuna de imaginación? En absoluto. ¿Hay alguna razón misteriosa por la que este PP sea incapaz de suscitar entusiasmo y ampliar sus adhesiones, por lo demás ya muy sólidas? De ninguna manera. ¿Qué ocurre pues?

Me parece que hay dos géneros de causas para explicar la abulia política del PP. Una de ellas es el miedo a la complejidad interna del partido; la otra es el temor a no acertar con la tecla adecuada para formular políticas originales y ambiciosas, y, consiguientemente, la decisión de vivir de las supuestas rentas del pasado.

El primero de los miedos se escenificó con toda solemnidad en el lastimoso Congreso de Valencia en el que los supuestos representantes de más de medio millón de afiliados llegaron a la cita con el voto amarrado por la dirección para que nadie se desmandase. Esa manera de hacer partido es una manera segura de derribarlo, de anestesiarlo, de condenarlo a la inanición intelectual, política y social. El PP no tiene que tener miedo a mirarse en el espejo y darse cuenta de que su imagen es más parecida a la sociedad española que lo que dan a entender sus dirigentes; el PP tiene que acostumbrarse a debatir, a pensar, a afrontar las cuestiones en lugar de tratar de ponerse de perfil para que nadie les pille en un renuncio. Si el PP no corrige su estrategia esquiva y lastimosa, antes de las siguientes elecciones generales, tendrá muy pocas opciones de derrotar al candidato socialista, sea quien fuere. Hay un Congreso ordinario previsto y será una magnífica oportunidad para hacer bien lo que antes se ha hecho mal, pero muchos se dejarán llevar por la tentación mortal de convertir el Congreso en una supuesta exaltación del líder, en una ocasión más para repetir esa estúpida imagen de aplaudidores y banderolas que ni interesa a nadie, ni a nadie mueve.

El segundo temor tiene el mismo remedio. El PP debe organizarse desde ahora mismo para presentar un programa completo, atractivo y creíble, que muestre a los españoles lo que el PP quiere ser, algo más y algo distinto de lo que ya ha sido. La derecha no puede vivir de las rentas, de la convicción de que los españoles comparten la idea de que el PP es mejor gestor de la economía, y se entusiasman con unos principios tan aludidos como inanes. Un Congreso está para formular políticas que sean susceptibles de obtener un mandato electoral, de conmover a la opinión y de modificar el cuadro de expectativas de voto por razones distintas al mero cabreo por la crisis económica.

La derecha padece una resistencia tradicional a tomarse en serio la importancia de las ideas y tiene que corregirse si quiere ser algo más que un comparsa de nuestra historia política futura. Para ganar, tiene que esforzarse en merecerlo, y vencer los miedos que la atenazan e inhabilitan.

La convención del PP

El Partido Popular ha escogido el Palau de Congressos en Barcelona para celebrar su Convención Nacional. La elección se muy significativa porque el PP busca hacerse presente en donde no ha cosechado sus mayores éxitos en el pasado inmediato. Aunque ahora no se vaya a debatir sobre esta cuestión, parece necesario no olvidar que sin una política coherente, firme y bien explicada, el PP seguirá teniendo en Cataluña una de sus mayores carencias.

La Convención tratará de convencer a los electores de que en el PP se ha encontrado la línea política que pudiere llevar a Rajoy a la Moncloa. No es tarea fácil, porque el formato escogido se presta mucho a la espectacularidad, pero no facilita que los ciudadanos perciban con nitidez que el partido este debatiendo con seriedad sus posiciones políticas.

El PP presenta esta reunión como un intento de romper con el modelo tradicional de acto político de «discurso y aplauso», para tratar de que sea «la sociedad la que hable al partido y no al revés», según las palabras de Ana Mato, uno de esos líderes que parece servir para todo, porque, inexplicablemente, y peses a sus obvias relaciones con la trama Gürtel, se va a encargar también de redactar un nuevo código ético para el partido.

Como propósito no está nada mal, pero resulta difícil evitar la sensación de que todo el esfuerzo organizativo se encamina más a la adhesión incondicional, más propia de otros tiempos, que al debate, tan necesario ahora. Los del PP pueden confundirse una vez más, porque la participación de una serie de expertos independientes, que casi nunca son ni lo uno ni lo otro, no se consigue suplir la falta de cualquier reflexión organizada en el partido y la permanente sensación de improvisación y de arbitrariedad que, últimamente, afecta a sus programas y a sus iniciativas.

Se suele considerar que esta clase de actos son a la americana, pero no convendría olvidar que en los EEUU el espectáculo no se usa para eludir los problemas, sino para hacer más nítida la confrontación y más claras las propuestas de cada cual. La democracia no se fortalece con el disimulo y con el ocultamiento, y lo que los electores le reclaman al PP es, justamente, que invierta menos energía en sus querellas internas, o en defender la inocencia de personajes poco claros, y se dedique a convencer a los españoles de que nuestros problemas tienen remedio, y que el PP tiene la solución. Al PP no le faltan liturgias, más bien le sobran y, precisamente por eso, esta clase de actos contribuye más a subrayar sus debilidades que a cualquier otra causa.

Cuando un partido está convencido de lo que propone, no puede tener ningún temor a hablar de su programa, ni a buscar cada día nuevas adhesiones frente a una situación que amenaza con llevarnos a la ruina nacional a muy corto plazo. El PP no debiera experimentar ninguna dificultad especial para comprender lo que le demandan sus electores, porque el descontento con la conducta de los socialistas es verdaderamente clamoroso.

Lo que sus electores, y con ellos muchísimos españoles más, esperan del PP es que sepa dar satisfacción a esa inmensa decepción que los españoles sienten con la política de Zapatero, una desesperanza que, si el PP no acertase a estar a la altura de las circunstancias, pudiera muy bien extenderse al PP y a la política en general para condenarnos a una situación en la que el escepticismo y el desencanto de los electores garantizasen una permanencia casi indefinida de quienes nos gobiernan.

El PP se equivocaría si pensase que el desgaste del gobierno fuere a convertirse automáticamente en la garantía de su victoria. De hecho no está sucediendo así; las encuestas muestran aspectos del estado de la opinión que no deberían echarse en saco roto. El PP debería ser consciente de que su labor de oposición no satisface por completo a sus electores, y de que el comentario más frecuente entre sus partidarios es, precisamente, que el crecimiento de las expectativas del PP no está conforme al nivel de decepción que merece y obtiene la política de Zapatero y los suyos. Si en Barcelona se comienza a poner remedio a estas quejas, se podría experimentar una cierta mejora. Si pese a la buena intención, el acto se acabase reduciendo a un ejercicio más de autocomplacencia, no servirá para nada y acentuará el escepticismo de los muchos.