La dureza de la situación económica ha dejado inservible la habitual contraposición entre optimistas y pesimistas: los primeros han pasado a ser pesimistas y los últimos son ya claramente catastrofistas. Se trata de un estado de ánimo con poco aspecto de pasajero y del que no saldremos hasta que no se cobre clara y pública conciencia de cuál es problema de fondo. No basta con adivinar que vienen años de vacas flacas, por usar la metáfora del Génesis (41, 17-33). Lo importante es acertar, como hizo José ante el Faraón, con el diagnóstico correcto del problema, porque sólo cuando se entiende lo que pasa se hace posible la solución correcta.
La primera decisión que habría que tomar es desterrar para siempre las interpretaciones oportunistas, interesadas y superficiales, es decir, todo lo que viene diciendo un gobierno incapaz y demagógico. Ni la crisis va a pasar en pocos meses, ni tiene solo causas externas, ni pasará hasta que no tomemos la correspondiente medicina amarga.
La segunda decisión es comprender que estamos ante una crisis que afecta al conjunto del sistema y no solo a la economía: a la política, a las instituciones, a nuestra forma de vida.
Durante un largo período de tiempo, casi cincuenta años, los españoles hemos aprovechado una apertura al exterior que nos era muy favorable. Los efectos más benéficos se han notado desde la entrada en la zona euro, pero la economía española, con crisis más o menos pasajeras, ha venido creciendo y fortaleciéndose mientras ha disfrutado de esa ventaja comparativa.
El problema es que todo eso se ha acabado de manera definitiva y, aunque no bruscamente, si en un momento y de un modo que nos ha cogido a casi todos mirando a las musarañas (“avanzando” absurdamente en el estado autonómico, diseñando planes asistenciales megalómanos, bajando los índices de productividad, etc.). Nos encontramos en una situación que podría representarse del siguiente modo: de repente en nuestra tienda no entran los clientes y tenemos que preguntarnos qué se puede hacer. Los gobernantes pueden, irresponsablemente, tratar de consolarnos haciéndonos notar que en las de los demás tampoco entran muchos, pero esa mentira va a tener un recorrido muy corto. Basta con ver el increíble ritmo de destrucción de empleo para subrayar que el problema que nos afecta de manera más grave tiene poco de general.
Hay que preguntarse cuál es el lugar de nuestra economía en un mercado global, el único que realmente existe. Eso choca de manera brutal con la tendencia indescriptiblemente paleta de una gran mayoría de españoles que creen que el extranjero es Cataluña o Castilla y se da de bruces con la inmensa irresponsabilidad de los dirigentes políticos que usan la política exterior únicamente para consumo interno, algo así como el timo de Rumasa que decía vender telares en el exterior para cobra las subvenciones españolas. Esto es insostenible, además de ser penoso desde el punto de vista intelectual, pero va a costar sacudirnos esa roña y esa carroña que se sirve, por ejemplo, de atacar a Israel para poner en supuestos apuros al PP, como si éste no tuviese suficiente con lo suyo.
Hay que dejar de pensar que la economía española lo aguanta todo, que el sistema de pensiones no puede colapsar, que el Estado, o lo que de él va quedando, no puede entrar en quiebra. Si no se toman pronto medidas que lo eviten, veremos que las tres cosas son falsas.
No estamos, por tanto, ante una mera crisis económica, sino ante una crisis social y de sistema. Tenemos una clase política que adora el estúpido becerro de oro de la imagen y se olvida de nosotros, una casta cada vez más nutrida pero que se muestra notoriamente incapaz de coger el toro por los cuernos, que sigue pensando que manda el día a día sin caer en la cuenta de que el Titanic ha chocado con un iceberg en la fría noche del atlántico y que se impone un plan riguroso de salvamento, aunque los heroicos músicos (que en nuestro caso son ridículos titiriteros) se empeñen en seguir tocando.
El amable lector pensará, sin duda, que soy de los catastrofistas, pues no: creo firmemente en que es posible salir de ésta, es más, creo que saldremos, pero estoy convencido que no podemos salir si nos empeñamos en no darnos cuenta de que lo que tenemos delante es un desafío mucho mayor, más grave y más profundo, que el que afrontamos a comienzos de la democracia.
Mientras nuestro gobierno persista, y lo hará mientras se lo toleremos, en imitar medidas que tal vez, aunque no se sabe, sean oportunas en otros lugares, sin pensar en lo muy específico de nuestra situación, estaremos perdidos. La situación es extrema y no empezaremos a ver la salida hasta que no nos convenzamos de que lo es. Entonces será el momento de la gran política y el éxito o el desastre dependerán de que podamos y sepamos escuchar la voz capaz de salvarnos del ridículo, pero también de la bancarrota.
[Publicado en El Confidencial]