Zapatero no es tan malo

No quisiera dar la sensación de que el espíritu navideño me haya conducido al desvarío, de tal modo que, en una bienintencionada confusión, hubiera podido olvidar las más notorias hazañas de nuestro presidente. No es eso, no es eso. Lo que ocurre es que he leído en alguna parte que Alfonso Guerra ha decidido que ya es hora de cambiar de líder en el PSOE, y presumo que su análisis no se derive directamente de la admiración al Maquiavelo de León. Ha sido esta recomendación guerrista la que me lleva a defender, relativamente, a Zapatero.
Veamos: en primer lugar, si Zapatero fuese tan malo, peores serían los que le han sostenido, entre otros Guerra, de modo que aunque nos felicitemos del arrepentimiento, no podemos olvidar el disparate colectivo de sus secuaces y aduladores, de los miembros de la gran orquesta roja y oportunista, proporción que se autoregula muy adecuadamente. No hay más que recordar lo de Russell, en una democracia los elegidos nunca pueden ser peores que los electores, pues cuanto mayor fuere la maldad de aquellos, peor sería la calaña de quienes los consagran.
Zapatero es, por tanto, y, en cierto modo, el mejor de los suyos, y por tal lo han tenido durante años, meses y días. Lo que ocurre es que ahora han descubierto que ya no vende, que vende peor incluso que ese pésimo adversario de derechas que nunca se sabe si va o si viene. Bien, pues que sean consecuentes: lo que ocurre no es que Zapatero sea malo, y, menos aún, que se haya vuelto malo de repente. Lo que ocurre es que las políticas de Zapatero son espantosas, que no sirven más que para empeorar las cosas.
Lo grave es que esas políticas de Zapatero no son solo suyas sino que son, sobre todo, de quienes ahora le critican y lo echan de más. En realidad casi es posible que Zapatero no sea socialista ni pro-nacionalista: escogió ser eso como podía haber sido cualquier otra cosa, lo que ahora está intentando ser, por ejemplo, pero lo escogió, precisamente, porque eso era lo que le pedían los suyos.
Cuando los partidos se confunden y no aciertan a ser lo que tienen que ser, tienden a perder el tiempo discutiendo sobre el liderazgo. Eso ha pasado casi infinitamente en la derecha, Fraga, Suárez, Hernández Mancha… e tutti quanti, hasta que llegó Aznar, el que se fue antes de tiempo. Ahora le puede pasar al PSOE, ya le ha pasado en cierto modo con Almunia, Borrell, hasta que saltó la sorpresa de Zapatero. De tal modo el PSOE olvidó hacer sus deberes, buscar una política razonable y coherente, atractiva a ser posible. Como no la ha encontrado, Zapatero ha ejercido la vieja política que heredó de Felipe González, sin la astucia y la largueza del sevillano. Es la política del PSOE lo que es malo, no Zapatero. Es la demagogia social, el cainismo frente a la derecha, la falta de respeto a la ley y a la Constitución, la ausencia de una ética pública exigente, su rendición ante el nacionalismo, que no es otra cosa sino la manifestación de su afán de poder a cualquier precio, el dogmatismo autocomplaciente de la izquierda… esto es lo que hace aguas, y no Zapatero, aunque su elección seguramente haya sido una de las peores que jamás se hayan hecho en una democracia.

Y ya, de paso…

Los españoles tenemos una fama, seguramente bien merecida, de creatividad, capacidad de respuesta rápida, informalidad, y un largo etcétera de temas similares; naturalmente, como todo en la vida, esa vivacidad tiene sus desventajas: improvisación, tendencia a la rutina, falta de cuidado, exceso de énfasis en lo verbal y lo aparente, etc.
La expresión «y ya, de paso…» refleja bien, me parece esta ambivalencia. Somos muy dados a aprovecharnos de que el Pisuerga pasa por Valladolid para tratar de arreglar cualquier cosa, que, en el fondo, nos parezca que no merece una atención directa. En la política española este vicio ha adquirido falta de naturaleza con lo que se llaman leyes escoba, sobre todo con la ley de presupuestos en la que se acaban colando cosas harto inverosímiles, de paso, para que nadie se entere.
Un poco más de orden y de atención no nos vendría mal en muchas cosas; por ejemplo: nuestras señalizaciones (carreteras, edifricios, calles) están hechas de paso, son caóticas, irregulares, confusas, porque nadie parece haberse tomado la molestia de pensar a fondo el asunto; hay ocasiones en que uno busca desesperadamente una indicación para acabar completamente perdido cuando la encuentra. Es una consecuencia más de nuestro gusto por la chapuza, por lo provisional, de nuestro afán de vaguear y dejarlo todo para mañana.
Los periodistas suelen ser maestros del «y ya, de paso..», un vicio que han contagiado a los políticos, a todos los que hablan de oídas, y somos legión.

La Comisión

Los españoles tenemos un jefe de gobierno que pertenece a la estirpe de los Houdini, un tipo muy escurridizo. Él mismo ha hecho, a su manera, teoría de esta habilidad que nadie le niega, de su capacidad para defender con idéntica pasión y desparpajo posiciones contradictorias, a veces simultáneamente. ZP cree que la democracia consiste en la cintura, en una flexibilidad que pueda confundirse con la nada a la espera del milagro.

Es normal que un personaje tan espiritado como este, caiga bien a los españoles que detestan a los domines Cabra, a los que les fatiguen con razones y datos que les impidan palmear o dormir la siesta.

Es posible que ZP pueda quedarse sin repertorio, porque hasta los muy niños se acaban cansando de los números circenses cuando se repiten con exceso, pero, de momento, sigue a lo suyo exhibiendo una capacidad de improvisación digna de encomio.

Su último hallazgo ha sido la creación de una Comisión. Me temo que la oposición no ha estado a la altura del invento. Como desconfía del fondo, se olvida de los detalles, pese a que todos los magos explican su magia diciendo que el secreto de sus trucos reside en la incapacidad del público para fijarse en los detalles de la ejecución.

La Comisión de ZP ha consistido en prescindir de la mayoría de los ministros del Gobierno, dejando fuera nada menos que a los dos vicepresidentes impares, a la totalidad de la cuota de género y al propio Rubalcaba. ZP busca la intimidad, la complicidad, el buen entendimiento y está claro que le estorba el Gobierno y, por supuesto, el Parlamento entero.

ZP es hombre de cercanías, gana en el terreno corto y quiere sincerarse con los muy suyos. La Vice que vale para que haga las cuentas, el ministro Sebastián para que ponga la nota creativa y moderna sin complejos (además de que a su modo cubre parte de las cuotas) y a José Blanco para que lo explique con los concetos que se precisen.

Un oponente observador habría sacado trilita de esta jibarización del Gobierno, pero como en el PP están mirando al horizonte y a los cielos, les han vuelto a hacer una manoletina, y el público está a punto de volver a aplaudir.

Zapatero, a Dios rogando y con el mazo dando

Un curioso desliz del nuevo embajador norteamericano nos ha permitido enterarnos de que nuestro beatífico presidente acompañará a Obama en el desayuno del Día Nacional de Oración, un acto al que nunca habría ido por iniciativa propia. Soraya Saénz de Santamaría ha estado diligente recordando lo de “París bien vale una Misa”, solo que aquí no está en juego nada que no sea la gaseosa vanidad de ZP. El oportunismo de ZP es obvio, pero el incidente pudiera merecer alguna reflexión menos apresurada.

La democracia americana es muy distinta de esto de aquí, que no se sabe muy bien si es carne o pescado, aunque sea mejor que cualquiera de los sistemas que hemos tenido y también que cualquiera de los que hubiéramos podido tener, pero el aspecto en el que más se distancia de nosotros tal vez sea, precisamente, en la relación entre las instituciones políticas y la religión. Tocqueville notó que, a diferencia de Europa, en donde las iglesias han estado de uno u otro modo en relaciones con el poder, la religión es en Estados Unidos una garantía de la libertad de pensamiento y de la libertad de conciencia, es decir del fundamento mismo de la democracia.

La diferencia no es nada pequeña y explica bien que algunos Zapateros se quieran pasar de listos con la religión, ahora que apenas conserva ya poder político, por aquello de “a moro muerto gran lanzada”, pero también me parece justo subrayar que la Jerarquía debería evitar dar la sensación de que añora los poderes perdidos, dicho sea con el máximo respeto. De cualquier manera, tanto la izquierda como la derecha deberían repasar este aspecto tan importante en la vida de las democracias, pero para eso hace falta pensar y los políticos, ¡qué se le va a hacer! siempre están haciendo o asistiendo a actos y tratando, a su modo, de ganar elecciones, y ya se ve que, aunque nos aburran, no hay forma de apearlos del sistema.

Un lugar en el mundo o el sueño del Faraón

La dureza de la situación económica ha dejado inservible la habitual contraposición entre optimistas y pesimistas: los primeros han pasado a ser pesimistas y los últimos son ya claramente catastrofistas. Se trata de un estado de ánimo con poco aspecto de pasajero y del que no saldremos hasta que no se cobre clara y pública conciencia de cuál es problema de fondo. No basta con adivinar que vienen años de vacas flacas, por usar la metáfora del Génesis (41, 17-33). Lo importante es acertar, como hizo José ante el Faraón, con el diagnóstico correcto del problema, porque sólo cuando se entiende lo que pasa se hace posible la solución correcta.

La primera decisión que habría que tomar es desterrar para siempre las interpretaciones oportunistas, interesadas y superficiales, es decir, todo lo que viene diciendo un gobierno incapaz y demagógico. Ni la crisis va a pasar en pocos meses, ni tiene solo causas externas, ni pasará hasta que no tomemos  la correspondiente medicina amarga.

La segunda decisión es comprender que estamos ante una crisis que afecta al conjunto del sistema y no solo a la economía: a la política, a las instituciones, a nuestra forma de vida. 

Durante un largo período de tiempo, casi cincuenta años, los españoles hemos aprovechado una apertura al exterior que nos era muy favorable. Los efectos más benéficos se han notado desde la entrada en la zona euro, pero la economía española, con crisis más o menos pasajeras, ha venido creciendo y fortaleciéndose mientras ha disfrutado de esa ventaja comparativa.

El problema es que todo eso se ha acabado de manera definitiva y, aunque no bruscamente, si en un momento y de un modo que nos ha cogido a casi todos mirando a las musarañas (“avanzando” absurdamente en el estado autonómico, diseñando planes asistenciales megalómanos, bajando los índices de productividad, etc.). Nos encontramos en una situación que podría representarse del siguiente modo: de repente en nuestra tienda no entran los clientes y tenemos que preguntarnos qué se puede hacer. Los gobernantes pueden, irresponsablemente, tratar de consolarnos haciéndonos notar que en las de los demás tampoco entran muchos, pero esa mentira va a tener un recorrido muy corto. Basta con ver el increíble ritmo de destrucción de empleo para subrayar que el problema que nos afecta de manera más grave tiene poco de general. 

Hay que preguntarse cuál es el lugar de nuestra economía en un mercado global, el único que realmente existe. Eso choca de manera brutal con la tendencia indescriptiblemente paleta de una gran mayoría de españoles que creen que el extranjero es Cataluña o Castilla y se da de bruces con la inmensa irresponsabilidad de los dirigentes políticos que usan la política exterior únicamente para consumo interno, algo así como el timo de Rumasa que decía vender telares en el exterior para cobra las subvenciones españolas. Esto es insostenible, además de ser penoso desde el punto de vista intelectual, pero va a costar sacudirnos esa roña y esa carroña que se sirve, por ejemplo, de atacar a Israel para poner en supuestos apuros al PP, como si éste no tuviese suficiente con lo suyo.

Hay que dejar de pensar que la economía española lo aguanta todo, que el sistema de pensiones no puede colapsar, que el Estado, o lo que de él va quedando, no puede entrar en quiebra. Si no se toman pronto medidas que lo eviten, veremos que las tres cosas son falsas.

No estamos, por tanto, ante una mera crisis económica, sino ante una crisis social y de sistema. Tenemos una clase política que adora el estúpido becerro de oro de la imagen y se olvida de nosotros, una casta cada vez más nutrida pero que se muestra notoriamente incapaz de coger el toro por los cuernos, que sigue pensando que manda el día a día sin caer en la cuenta de que el Titanic ha chocado  con un iceberg en la fría noche del atlántico y que se impone un plan riguroso de salvamento, aunque los heroicos músicos (que en nuestro caso son ridículos titiriteros) se empeñen en seguir tocando.

El amable lector pensará, sin duda, que soy de los catastrofistas, pues no: creo firmemente en que es posible salir de ésta, es más, creo que saldremos, pero estoy convencido que no podemos salir si nos empeñamos en no darnos cuenta de que lo que tenemos delante es un desafío mucho mayor, más grave y más profundo, que el que afrontamos  a comienzos de la democracia.

Mientras nuestro gobierno persista, y lo hará mientras se lo toleremos, en imitar  medidas que tal vez, aunque no se sabe, sean oportunas en otros lugares, sin pensar en lo muy específico de nuestra situación, estaremos perdidos. La situación es extrema y no empezaremos a ver la salida hasta que no nos convenzamos de que lo es. Entonces será el momento de la gran política y el éxito o el desastre dependerán de que podamos y sepamos escuchar la voz capaz de salvarnos del ridículo, pero también de la bancarrota.

[Publicado en El Confidencial]