Envidia del Barça

Mis lectores ya saben que soy aficionado al fútbol y seguidor del Real Madrid, aunque admiro el juego del Barça; pero admiro más la manera en que sus socios han cambiado el destino de su club. Me parece envidiable que haya habido cuatro candidaturas y que a participación haya sido tan alta. También creo que el candidato elegido es el mejor, el que más se acerca a la buena imagen que los que no somos de allí tenemos de los catalanes: listo, emprendedor, simpático, concreto, nada demagogo.

Por comparación, la aclamación de Florentino sin elecciones me parece algo lamentable. Es más, me temo que la diferencia se deba a la distinta madurez de las sociedades catalana y madrileña. Estoy muy lejos de admirar a los nacionalistas catalanes, pero es evidente que han influido en su sociedad introduciendo una cultura de defensa de sus intereses, de participación, de responsabilidad cívica que no existe de manera tan clara en el resto de España, ni, desde luego, en Madrid. En eso, les envidio.

Los problemas de los españoles

EL CIS viene preguntando desde hace tiempo a los españoles sobre cuáles son, a su juicio, los tres problemas que más nos afectan. Se ha subrayado el disgusto con los políticos, puesto que un 21,6 por ciento de españoles los identifican como uno de los problemas que padecen. Los otros dos problemas son el paro, identificado por un 82,9 por ciento, y la crisis económica que es señalada por un 45,3 por ciento.
¿Qué quiere decir todo esto? Desde que la democracia se estableció en España, no ya como un ideal, sino como un sistema político, se han hecho muy frecuentes los halagos al ya casi proverbial buen sentido de los electores, a la responsabilidad de los ciudadanos, a su sentido de la oportunidad política y un largo etcétera de supuestas virtudes cívicas. Sin embargo, si se mira más de cerca el asunto, esos elogios pueden ser, además de interesados, bastante improcedentes.
Nadie puede negar que el paro y/o la crisis constituyan una amenaza seria, ni que los políticos actúen de manera escasamente admirable. La cuestión importante es, sin embargo, muy otra. ¿Hasta qué punto es la sociedad española consciente de que esos problemas no constituyen un mal sobrevenido, sino que son la consecuencia obvia de nuestros comportamientos personales, de nuestras acciones y omisiones?
En lugar de elogiar al pueblo soberano, sería interesante hacerle ver que eso que nos pasa es, sobre todo, consecuencia de lo que hacemos, de las decisiones que tomamos, de nuestras costumbres y de nuestros valores.
Que los españoles prefieran la seguridad al riesgo, por ejemplo, no es algo irrelevante, de modo que cuando eligen ser funcionarios, en lugar de atreverse a iniciar nuevos negocios, no están ayudando mucho a fortalecer la economía productiva. Que los españoles abusen de las normas laborales (creando formas de absentismo que debieran ser delictivas), o usen los recursos de la sanidad pública de manera irresponsable, tampoco es algo que contribuya a hacernos más solventes y eficientes. Es preocupante que los españoles puedan ver la crisis económica o el paro como acontecimientos geológicos enteramente ajenos a sus hábitos y a sus conductas, y es sangrante que continúen sosteniendo a gobiernos que les repiten esa explicación insensata, o que les prometen el cielo, omitiendo cuidadosamente que habrán de pagarlo ellos, pese a que no lleguen disfrutarlo nunca.
Los españoles deberían acostumbrarse a ser menos indulgentes consigo mismos para poder ser mucho más exigentes con los demás. Que, por ejemplo, un profesor no atienda a sus alumnos, no esté al día en su materia, o no procure la mejora de la institución en que trabaja, y se queje de los males del país es de una hipocresía refinada. Nuestra costumbre de buscar chivos expiatorios lejos de nosotros mismos podrá ser psicológicamente interesante, pero es de una ineficacia prodigiosa además de intelectualmente indecente.
Esta manía de atribuir a otros nuestros males es doblemente absurda e impotente en lo que se refiere a la crítica de la clase política. Cuando los miembros de un partido se quejan, por ejemplo, de que la corrupción de algunos les afecta, habría que preguntarles qué han hecho ellos para garantizar que se respete la democracia interna, o para procurar que las cuentas del partido sean limpias, pero si han consentido en el secreto y en la cooptación, no tienen ningún derecho a quejarse de que la corrupción les manche, porque es el fruto maduro, como mínimo, de su indolencia y de su tolerancia con algo frontalmente opuesto a cualquier idea de la democracia.
Cuando se les acusa de corrupción, los partidos corren presurosos a refugiarse en la presunción de inocencia, para que, con la ayuda de la lentitud de la justicia, su politización y su manifiesta incompetencia, todo pueda acabar en rumores irresponsables que extiende el enemigo; con comportamientos de este tipo se permiten no hacer nada para evitar la corrupción, porque su condescendencia con ella es la otra cara de una subversión de fondo del sistema, de la absoluta ausencia de democracia interna, del cesarismo general de sus cargos internos, más intenso cuanto más cerca nos hallemos de la cúpula.
¿Es que los ciudadanos son responsables también de esto? Pues claro que sí, ¿quién si no? Es ridículo pretender que los males se vayan a arreglar por sí mismos, y que quienes viven espléndidamente abusando de los demás vayan a dejar de hacerlo por un ataque súbito de decencia. Esta regla es válida en todos los entornos, los negocios, la actividad profesional, la función pública, las relaciones del consumidor con las empresas, etc. pero es especialmente aplicable a la política. Solo si los ciudadanos promueven una cultura de transparencia, competencia y rendición de cuentas, seremos capaces de acabar con los problemas que se originan en nuestra pasividad y en nuestra boba complacencia con las monsergas que nos endilgan, mientras nos aligeran la cartera.