¿Acierta Rajoy?

Para quienes crean que la política es algo más que una lucha por la supervivencia, que, más allá de las añagazas del día a día, se sustancian asuntos de calado, la gran pregunta que hay que hacerse es la siguiente: ¿está acertando Mariano Rajoy con su política de perfil bajo? Esta cuestión no puede reducirse a un pronóstico, sino que debería formularse a la luz de ciertas cuestiones que habría que analizar con la prudencia que se requiera, pero sin ocultar las lo que se juega con las distintas respuestas. El factor decisivo no puede reducirse a si esa política será capaz de llevar al PP al gobierno, por más que esa expectativa pueda satisfacer holgadamente las apetencias de muchos de sus dirigentes. Hay ocasiones en que las victorias pueden ser el preludio de un fracaso más de fondo, además de que, como se sabe desde los griegos, hay victorias pírricas, esas que pueden hacer preferible una derrota digna.

El Partido Popular ha venido aplazando de manera bastante insensata el planteamiento de un debate ideológico decisivo, una discusión que, por supuesto, interesa profundamente a sus electores, pero que, por razones de conveniencia inmediata, siempre se pospone. Para quienes crean que ocultar esa clase de conflictos de principio es sinónimo de sabiduría política, bastaría con recordar la manera en que Felipe González abordó la relación de su partido con el marxismo, una especie de dije ideológico sin el que la mayoría de los que se querían tener por militantes de izquierda pensaban que se sentirían desnudos y ridículos. Felipe tuvo el coraje de enfrentarse al populismo de izquierda, para proponer una definición mucho más nítida de su partido, y de esa atrevida jugada sacó energía suficiente para largos años de liderazgo.

El Partido Popular se encuentra ante una disyuntiva que no es menos radical que la que Felipe supo acometer con determinación. Como en este caso, así pasa siempre en política, la cuestión que el PP debiera afrontar se refiere a su definición política, que no ha hecho otra cosa que desdibujarse desde 2004. Hace falta ser muy torpe para no ver que el proceso que llevó a la victoria del PP en 1996 fue una auténtica hibridación entre la vieja AP y los restos de los equipos políticos que lideraron la transición en las formaciones de centro. Aznar supo conducir ese proceso con mano firme, consiguió llegar al poder y, tras cuatro años de gobierno ejemplar, alcanzar nada menos que una mayoría absoluta.

¿A qué cuestión de fondo respondió esa política? Pues a la construcción de un partido nacional, de un partido que pudiese mantener una política aceptable para cualquier español que creyese en la iniciativa individual, en la libertad, en el fortalecimiento de una patria común y en la necesidad de reducir el tamaño y la presencia de los poderes públicos. Con más aciertos que errores, esa fue la directriz del PP durante dos legislaturas.

Cuando llegó el sobresalto de 2004, el PSOE, bajo la batuta de ZP, inició una andadura estrictamente contraria a la que había inspirado el gobierno del PP, y a la vista están sus consecuencias. Donde el PP había tratado de mantener una política de cohesión, el PSOE buscó lo contrario. Sea cual sea el juicio que merezca esta estrategia de los socialistas, lo que debiera estar claro, y por desgracia no lo está, es que el PP no tenía razón alguna para tratar de adaptarse a esa nueva situación: el hecho es que no ha sabido responder de manera notoria, convincente y gallarda. Los líderes del PP se refugian con demasiada frecuencia en el eufemismo de que “su posición es bien conocida” para evitar actitudes que la izquierda les reprocharía como intransigentes y sectarias. Lo curioso del caso es que, tras ese disimulo, el PP tampoco obtiene el éxito que supuestamente lo justificaría; no ha servido, por ejemplo, para mejorar los resultados electorales en Cataluña o en el País Vasco, ni han conseguido el cese de los denuestos de nacionalistas y zetaperos. Lo siento por la crudeza de la expresión, pero en español existe un refrán para esta clase de situaciones: cornudo y apaleado.

Ahora tenemos un PP diferenciado que propende a jugar al valencianismo en Valencia, al galleguismo en Galicia, y a lo que toque en cada parroquia. El PP no está sabiendo mantenerse como un partido nacional en cualquiera de las esquinas de España, de una nación chantajeada y vilipendiada no ya por sus enemigos, sino incluso por los que gobiernan en su nombre.

Para evitar tensiones políticas, se habla incluso de aplazar el Congreso Nacional que tocare antes de las próximas elecciones, fiándolo todo al fracaso ajeno y al mantenimiento de una ataraxia aparente, inducida e impropia. ¿Alguien espera que un programa tan débil pueda tener éxito? ¿Alguien supone que por esa vía de renuncia estéril se puede conseguir una mayoría política? Esto, y otras cuestiones de idéntico porte, es lo que significa preguntarse si está acertando Rajoy.

[Publicado en El Confidencial]

Sobre el discurso de Rajoy

El martes, al reunirse el Comité Nacional del PP, existía cierta expectación ante lo que Rajoy pudiera decir. Su discurso pretendió ser efectista, pero resulto decepcionante. Me parece muy poco gallardo amparar el insulto y la agresión de Cobo equiparándolo con una supuesta deslealtad de Aguirre, quien, por cierto, se había limitado a tratar de ejercer sus competencias, para apearse, inmediatamente y por las buenas, de su intención, en cuanto vio que se podía estar causando un mal al partido.

La única justificación posible de esa equiparación absurda e inicua está en el temor de Rajoy a entrar a fondo en el asunto, y en su estrategia de ocultar los problemas debajo de la alfombra, echando la culpa, finalmente, a algún pardillo que ande por las inmediaciones, por ejemplo Costa. De todos modos, consciente de que la equiparación era moralmente reprochable, deslizó una insidia sobre una supuesta campaña a favor de Aguirre y en contra de Cobo. No descarto que, dada la bajeza de algunos peseteros de la política, pueda haber quien haya firmado la carta de apoyo a Aguirre para cantar luego la palinodia ante el marianismo, por si las moscas, pero, en cualquier caso, el PP de Madrid apoya a Esperanza y está hasta la coronilla de su alcalde, cosa que debería saber Rajoy. Por lo demás, andarse con estas exquisiteces cuando se ha vencido en un Congreso obligando a los compromisarios a entregar avales en blanco, me parece el colmo de la inconsecuencia.

Pero hay otro aspecto del discurso rajoyano que me parece todavía más grave. Resulta que Rajoy no distingue entre su persona y el partido, y eso es mucho confundir. Rajoy, de nuevo sin mencionar, pero refiriéndose a Juan Costa, dijo que “es inaceptable que algún militante de nuestro partido pueda afirmar que no somos alternativa”. Piénsese lo que se piense de Juan Costa, el hecho es que Juan Costa no dijo eso, sino algo muy distinto y perfectamente obvio, a saber, que Rajoy tenía que demostrar que fuese capaz de llevar al PP a la victoria, cosa sobre lo que muchos, dentro y fuera del partido, tienen muy serias dudas.

Es increíble que Rajoy, un hombre de apariencia culta y moderada, cometa un desliz semejante. La verdadera realidad del PP son sus más de diez millones de votantes, no ninguno de sus dirigentes, ni, por supuesto, Rajoy. ¿Pretende don Mariano que creamos a pies juntillas en lo que él hace? ¿Supone que vamos a renunciar a nuestro criterio y a nuestras opiniones únicamente para que él pueda llegar plácidamente a la Moncloa? Rajoy tiene un problema y se está confundiendo en la manera de afrontarlo: me refiero a que algunos se creen el Mesías tras el triunfo, y Rajoy puede empezar a confundirse sobre sus poderes sin haber ganado todavía nada.

Panorama de podredumbre

El levantamiento, parcial, del secreto del sumario sobre la trama corrupta, montada entorno a algunos dirigentes del PP, deja a la vista un panorama de auténtica podredumbre, un verdadero camión de estiércol que caerá directamente sobre el PP si sus líderes, y todos los que no están afectados por esta clase de basura, no se apresuran a poner de patitas en la calle a cuantos aparecen implicados de una u otra forma en este lodazal.

El único capital del PP reside en sus votantes y no pertenece sino a estos. Nadie posee los votos del PP, salvo los mismos votantes. Ni Rajoy, ni Camps, ni nadie son dueños del PP; sin embargo, Rajoy, y otros muchos con él, sí es el responsable de que la organización política del PP se ponga al servicio de sus votantes, de sus ideas y de sus intereses, y, por ello, al servicio de España; esto supone una obligación dura de cumplir que es la de apartar de la manera más inmediata y decidida a cuantos aparecen implicados en este albañal. No hacerlo así, supondría un grave perjuicio para el PP, porque sus votantes tendrían derecho a pensar que no merece la pena esperar nada de un partido que no se sacude con convicción y con energía a la clase de individuos, codiciosos, estúpidos y corruptos que se muestran en esta trama. Es evidente que hay un cierto riesgo moral en condenar sin pruebas a alguno de ellos, por lo que, en su caso, habría que rehabilitarlos una vez que hubiere quedado clara su inocencia, pero ahora mismo es peor dejarse llevar por la presunción de inocencia que ponerla en suspensión ante los serios indicios aducidos en el sumario.

Hay personas muy conocidas que no deberían seguir un minuto más en el partido que, al parecer, les ha servido para granjearse relojes de lujo, miles de euros extra, o automóviles de regalo, a cambio de favores inicuos con pólvora del rey, a cambio de robar a todos, poco a cada uno pero a todos, justo lo último que se espera de alguien que aspira a ser un servidor público.

Los dirigentes del PP se enfrentan a una urgente necesidad de deslindar el grano de la paja y no debieran, bajo ninguna excusa, demorar el cumplimiento de una obligación desagradable pero benéfica, para que los militantes y los votantes del PP puedan seguir llevando la cabeza alta, sin tener la sensación de ser unos estúpidos que se esfuerzan para que cuatro mangantes mejoren su tren de vida. No ha de haber ningún miedo a que una limpieza, que debiera ser, si cabe, más excesiva que temerosa, pueda causar un daño al partido: lo que, en cambio, podría causar un deterioro irreparable en la confianza de los electores y en el sentido de su voto es la sensación de tibieza, que el PP se entregase, como hasta ahora parece haber hecho, a una campaña de autodefensa al servicio de quienes no la merecen.

[Publicado en Gaceta de los negocios]